Invisible.


La lluvia caía inexorable y sin compasión... Yo caminaba deprisa por una calle extraña, no conocía el lugar y tampoco sabía exactamente a dónde me dirigía.
En mi bolsillo llevaba un papel con una dirección anotada, pero no era capaz de leerla. Al sacar el mencionado papel de su escondite y desdoblar sus arrugados pliegues, la lluvia arreció y vi horrorizada cómo ese trocito blanco y frágil se iba desvaneciendo y la tinta negra con que estaba decorado se corría en ríos turbios, deshilachando lo que antes habían sido letras.
Estaba perdida, definitivamente perdida en medio de una calle solitaria, a punto de anochecer y bajo un formidable aguacero.

En mi cabeza sólo resonaba la frase:
-Tienes que encontrar a la señora Franklin, sólo ella podrá sacarte de este lugar... Intuí entonces que estaba en un lugar peligroso pero, ¿por qué?
No entendía nada. Por fin, la calle daba a una bocacalle hacia la izquierda y sin pensármelo dos veces giré y me metí por ahí.
En un portal había varias personas refugiándose de la lluvia y respiré aliviada. Me acerqué con intención de preguntarles por la vivienda de la señora Franklin, pues, si de algo estaba segura en ese momento, era que esa mujer habría de vivir en alguna casa por aquel barrio, pues al menos, así me lo indicaba esa voz que retumbaba en mi cabeza, a la que llamaré Oráculo.
Como dije, me aproximmé a la gente y acercándome a un señor alto con gafas le pregunté:
-Disculpe, ¿sabe usted si vive aquí la señora Franklin? Traía anotada la dirección, pero el papel se me mojó con la lluvia y se echó a perder.
Para mi asombro, el buen ombre no me hizo ni caso. Primero supuse que no había entendido mi idioma, pero no era así, pues luego le vi volverse hacia la mujer que tenía al lado y le habló, en un perfecto castellano, diciendo:
-¿Qué hora es ya, cariño?
-Van a ser las nueve de la noche -respondió ella con un tono dulce y suave.
-No puede ser, -me dije. -¿A caso no me oyeron?
Entonces me acerqué a una joven que había al otro lado del portal, con un paraguas azul oscuro con diminutas estrellitas amarillas y le pregunté lo mismo. Sin embargo ella tampoco me respondió.
Empecé a sentirme angustiada y grité con todas mis fuerzas:
-¿Es que se volvieron sordos todos?
Nadie se inmutó. Ni me miraron siquiera... Agité mi mano delante de ellos, salté, traté de pellizcarles... Nada; me percaté entonces de

que no sólo no me oían sino que tampoco me veían... Mi angustia creció y de pronto quise salir corriendo de allí, pero mis piernas me fallaron y caí de rodillas al suelo.
Grité, pedí ayuda y por las dudas lo dije también en inglés, pero nadie, absolutamente nadie me hizo caso.
Un coche se acercó a toda velocidad por aquella calle que parecía solitaria, en un principio y poco transitada por vehículos, pero no pude moverme para evitar que me atropellase.
Lo último que oí fue un pitido estridente y lo último que sentí fue una gota de agua helada en mi cara.


Desperté sobre mi cama, sudando y llorando. Me palpé todo el cuerpo y observé con gran tranquilidad que estaba entera, sana y salva.
¡Había sido un cruel sueño!
Cuando me incorporé en la cama, me froté los ojos y pude ver sobre la mesita de noche un libro que había estado leyendo la noche anterior, en el que se hacía mención a una tal señora Franklin... Ahora lo entendía todo.

 

Autora: Silvia López Palacios. Madrid, España.

silvialp76@gmail.com

*Reseña biográfica.

 

 

 

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