La manta negra.

 

 La tía Isidra ni era hermana de mi padre, ni era hermana de mi madre, pero era la favorita de mis tías, y eso que no sería justa si me quejara de alguna de todas mis tías. El parentesco que me convirtió en sobrina no fue otro que el de haber sido la madrina de bautizo de mi padre. Ella y mi abuela eran amigas desde solteras y el nudo de aquella amistad nos unió en parientes con todas las de la ley.

 A mi madre, no le caía muy bien. Decía de ella que hasta el nombre lo tenía rústico y la tildaba de ridícula porque fumaba cigarrillos que se liaba ella misma con tabaco que todos los años le mandaba alguno de sus paisanos de la Vera extremeña, no se tomaba un café sin rematarlo con una copa, iba de pesca, intercalaba tacos entre palabra y palabra, prefería un todoterreno a un descapotable, vestía siempre de pantalón, camisetas y deportivas, y fuera de boda o fuera de entierro, nunca llevaba más adornos que los pendientes de mi abuela, dos perlas blancas en forma de pera que se movían entre los finos barrotes de oro de una jaula al ritmo de sus pasos desgarbados y desentonaban con su cara escuchumizada, su nariz aplastada y sus ojos pequeños.

 A mi padre, ni bien ni mal, era parte de la familia, y a los parientes, te caigan bien o te caigan mal, tienes que tragarlos, y en honor a la verdad, la tía Isidra, nunca fue una espina que le hiciera atorarse. Al contrario. De los cinco hermanos que eran, era el único que tenía la medalla de oro del bautizo de su madrina, el reloj de la primera comunión, la esclava de platino de cuando se confirmó, la pluma con su nombre y la fecha grabados en el cañón de cuando acabó la carrera y la vajilla de la Cartuja de cuando se casó, entre otros regalos de reyes, santos y cumpleaños, y eso que todos habían sido apadrinados por tías que de primero o de segundo llevaban su mismo apellido. Mi padre, aunque volaba para socorrerla cuando telefoneaba porque se le había atascado el lavabo, no le funcionaba un grifo o tenía que colgar un cuadro, nunca le regaló nada, solo los pendientes de su madre y para evitar una tragedia familiar. Cuando mi abuela murió, estaba a su cabecera, se tragó las veinticuatro horas de velatorio sin salir ni a fumar y fue la última que se separó de la tumba. Cuando se fueron los amigos, vecinos y compañeros de trabajo que habían ido a darnos el pésame, sacó los pendientes del monedero y se los dio a mi padre, se los habían dado los empleados de la funeraria cuando llegaron a ponerle el sudario y colocar el cadáver en el ataúd. No habían llegado a las manos de mi padre cuando todos sus hermanos se lanzaron a ellos como lobos a un cordero, los hermanos los querían para que sus hijas los llevaran de recuerdo y las hermanas para lucirlos ellas mismas. Fue entonces cuando mi padre, con una firmeza impropia de su carácter, se los devolvió y dijo: “Ni para unos, ni para otras, estos pendientes me pertenecen porque se los compré yo con mi primera extraordinaria de profesor interino y estoy seguro de que cumplo su voluntad”. La tía Isidra, sorprendida de que no se le hubieran cerrado los orificios, se los colocó en las orejas y por primera vez todos la vimos llorar, y aquellas lágrimas rebeldes, transparentes y silenciosas, nos impactaron tanto que nadie se atrevió a rechistar.

 Los demás familiares, tanto por parte de padre como por parte de madre, no le ponían demasiadas pegas, pero todos la miraban con cierta prevención. Era tema obligado de conversación que se había casado tres veces y las tres veces había enviudado en unos días. Decían en tono de broma que era ella la que se cargaba a los maridos para coger la herencia, pero cuando en alguna celebración familiar coincidían en la mesa, se santiguaban y tocaban madera por si las moscas.

 A mí, sin embargo, siempre me cayó de perlas, y a mi madre la llevaban los demonios cuando de niña le recitaba los porqués como recitaba la tabla de multiplicar. Porque no me llama vaga cuando traigo malas notas, porque nunca me saca los colores delante de la gente, porque le da igual que mi cuarto esté en orden o no lo esté, porque siempre es la primera en defenderme, porque me porte bien o me porte mal, jamás me deja sin paga los domingos, porque no me obliga a lavar los dientes cuando como regaliz, porque le hacen gracia mis travesuras en el colegio, porque me deja llevar amigas a su casa, porque se va con nosotras al cine y nos compra palomitas, porque no le importa que le dejemos la casa patas arriba y porque no me obliga a comer lo que no me gusta. Ahora que soy mayor y tengo hijos, entiendo los berrinches de mi madre, pero no es que la tía Isidra quisiera hacer de mí una gamberra con todas las letras, es que yo también era su sobrina favorita y todos mis actos los veía con buenos ojos. Ya no es un secreto para nadie. Murió a finales de septiembre, y aunque tiene una ristra de sobrinos carnales y otra de postizos, me ha dejado nombrada su única heredera. Todos piensan que he cogido el oro y el moro pero se equivocan. En realidad solo tenía el piso donde vivía y cuatro perras que solo han dado para los gastos de sepelio y pagar los Derechos Reales. Según su cuenta corriente, el dinero de sus maridos, incluidos los millones que le dieron a tocateja por el apartamento cuando lo vendió, lo gastó en los demás. A su sobrina Consuelo le compró la furgoneta cuando su marido se quedó sin trabajo y tuvo que hacerse autónomo; al hijo de su hermano Rodolfo le pagó la entrada del piso cuando se casó; al hijo pequeño de su hermana Agustina le levantó un embargo que lo hubiera dejado entrampado para los restos. De esta generosidad se desprende que nunca tuvo este dinero por suyo, como yo nunca tendré este piso por mío, para mí siempre será el piso de la tía Isidra. Tres meses me ha costado asumir que era su dueña y hasta hoy no he tenido valor para entrar en él sin pulsar el timbre. Abrí la puerta temblando de miedo: tenía la sensación de estar cometiendo un delito que, si mal no recuerdo, se llama allanamiento de morada. Iba con intención de vaciar su armario y preparar la ropa para llevarla a la parroquia, limpiar el frigorífico, cerrar las bombonas y cortar el agua para evitar peligros, pero al entrar en su dormitorio mis ojos chocaron con las tres fotografías de sus tres maridos que yacían en perfecto orden sobre la coqueta y se me fue el santo al cielo recordando los tres finales que tantas veces había oído contar a todos y nunca a ella, ni siquiera cuando en cualquier celebración el vino desataba las lenguas y la picaban preguntándole para cuándo era la próxima boda.

 El primer marido de la tía Isidra se llamaba Ramón. Se fueron de luna de miel a Lisboa. Al volver se instalaron en el piso que él había comprado de soltero para pagar en quince años. Era un piso grande, con dos cuartos de baño completos, un balcón de cuatro metros de largo por dos de ancho que daba a la fachada del edificio y ubicado a dos pasos del centro de la ciudad. La primera noche que durmieron en casa, él se levantó muy temprano, le llevó el desayuno a la cama, le dio un beso y se fue a trabajar. Media hora después sonó el teléfono. Era la policía. El coche se le había ido de las manos y volcó con tan mala suerte que ni llegó al trabajo ni volvió a casa. Le dejó el piso cuya hipoteca liquidó el seguro y su pensión de viudedad.

 El segundo, Lorenzo. Se casaron en noviembre y, aunque ya no era tiempo de playa, decidieron pasar unos días en Torremolinos, donde el novio tenía un apartamento. Al día siguiente de la boda, Lorenzo salió de casa con un propósito digno de aplausos: poner el coche en marcha y encender la calefacción para que su mujercita no tuviera la impresión de entrar en una nevera. Ella se quedó recogiendo las tazas del desayuno. No habían pasado cinco minutos cuando un coro de gritos espantosos la obligó a salir al balcón con las manos mojadas. Abrió los ojos cuanto pudo pero solo vio cabezas que al inclinarse y levantarse sin mirar se chocaban unas con otras, brazos que se abrían para coger algo y se cerraban sin coger nada, piernas que iban y venían sin saber si debían pararse para no estorbar o si debían seguir para llegar y ventanas, muchas ventanas, todas las ventanas de los edificios de enfrente que se abrían de par en par sin importarles que el aire entrara por ellas y con las alas heladas arramblara con el calor de las casas. De repente, las sirenas de varias ambulancias gritando con urgencia a la vez, deshicieron la nube de gente y se quedó sin respiración: sobre la acera, maltrecho y jadeante, yacía el cuerpo del vecino del último piso que se había lanzado al vacío desde el balcón. Trató de respirar. Al fin y al cabo no era un familiar; además, estaba vivo y en lo que hay vida hay esperanza… pero los sanitarios trasladaron al herido a una camilla, cogieron la camilla para meterla en la ambulancia y se le paró el corazón: Lorenzo estaba debajo, sangrando por los oídos, por la boca, por la nariz… reventado del golpe porque la casualidad le convirtió en colchón que evitó al vecino una muerte segura. Le dejó el apartamento de Torremolinos que había heredado de sus padres y el derecho a volver a cobrar la pensión que había perdido por casarse.

 El tercero, Julián. Con este no tuvo tiempo ni de dormir en casa. La primera boda, por imperativo familiar, fue una boda como Dios manda: con misa cantada, la novia de blanco y damas de honor para llevarle la cola, muchos invitados que espigaron generosamente, barra libre y baile hasta el amanecer. La segunda, por imperativo social, como manda el sentido común: misa rezada, novia vestida de calle, sin más invitados que los familiares directos, y de espiga, en lugar de darles dinero, les dieron una cristalería de Bohemia que compraron entre todos. La tercera, por imperativo personal, como dijo la tía Isidra, no estaba dispuesta a volver a pasar por la peluquería, por la modista, por la maquilladora… por aquellas cosas que siempre le habían dado alergia y solo le habían servido para que la insultaran llamándola guapa un par de horas a lo sumo, porque aquello no era para ella un piropo, era un insulto. La veían guapa por aquel conjunto de florituras que a base de tiempo, dinero y torturas, conseguían ocultar su verdadero físico, y aquella estupidez era propia de las mujeres que tenían miedo de ellas mismas, no de ella que, además de no asustarse nunca de sí misma, estaba encantada de ser como era. Cuando se miraba al espejo se sentía mejor viéndose con dos aladares blancos enmarcando su cara que con el pelo teñido, y como Julián estuvo de acuerdo, optó por casarse sin boda. El día señalado para el enlace fueron a trabajar como todos los días. Se casaron por la tarde, en una misa de diario y sin más invitados que los padrinos, que en esta ocasión fueron mi padre y mi madre. Julián insistió en invitar a cenar para celebrarlo y lo hicieron en un mesón fuera de la ciudad. Al terminar mis padres los dejaron en el hotel donde decidieron pasar la noche y no pasó nada, bueno, nada menos lo que tenía que pasar, porque la tía Isidra, después de tantos escarmientos, supongo que no perdería el tiempo por si las moscas. Salieron del hotel para ir a trabajar y después de comer en un restaurante se fueron a casa como cualquier día. Julián conectó el televisor y se acomodó entre las orejas del sillón. Fuera por la mariscada acompañada de buen vino que se había metido en el cuerpo, fuera por los trajines que le tuvieron en danza la noche anterior, el hecho fue que se quedó dormido en un santiamén. Era octubre y, aunque todavía no hacía frío, se notaba que el otoño empezaba a enseñar los dientes. La tía Isidra, con la mejor de sus intenciones, apagó el televisor, cogió la manta que cubría la cama de matrimonio y se la echó por cima. Tres horas más tarde puso la mesa y lo llamó para cenar, pero Julián ni se levantó para cenar, ni la dejó cenar a ella: había muerto de un infarto y, además de viuda con derecho a volver a cobrar pensión de viudedad, le dejó los ahorros de sus quince años en Suiza que sumados a los de su trabajo en España daban como resultado una cifra importante.

 Al girarme para abrir el armario me vi frente a la cama, una cama grande, cubierta de arriba abajo por una manta negra cuajada de rosas amarillas, la manta que había envuelto los cuerpos de sus maridos sus últimas horas de vida, dos en la cama y uno en el sillón. De repente, este detalle, hizo brotar en mi mente varias preguntas: ¿Tendría algo que ver la manta en aquellas muertes? ¿Por qué Lorenzo murió tras la noche de bodas y Ramón no palmó hasta que no pasaron la noche en casa? Si Julián era un hombre joven y rebosaba salud, ¿por qué no tuvo tiempo ni de estrenar la cama? No se lo dije a nadie, a nadie se lo diré, pero tuve la certeza de que aquella manta de origen desconocido encerraba entre los pétalos de las rosas alguna propiedad capaz de quitar algo más que el frío y sentí unas ganas locas de comprobarlo.

 Mientras trajinaba por el piso, pensé en mi marido. Estaba harta de sus infidelidades, hoy me engañaba con una, mañana con otra, hasta el hijo de mi mejor amiga tenía sus mismos ojos, y sin abrir la boca, lo nombré candidato a la prueba.

 Llegué a casa al anochecer y sin quitarme los zapatos puse la manta negra sobre nuestra cama. Cuando mi marido llegó, se fue derecho a la cama. Ni protesté porque me dejara la cena en la mesa, ni le puse mala cara, ni le di las buenas noches, cambié la llave de la calefacción por la del aire acondicionado, apagué el televisor para que ningún ruido lo desvelara y me senté a cenar. Una hora después entré en el cuarto dispuesta a ocupar el trozo de cama que todavía no me había quitado pero me arrepentí. Era cierto que la tía Isidra había dormido muchos años bajo aquella manta y se había muerto sentada en su butaca favorita, con 96 años, liándose un cigarrillo y con el último libro de Almudena Grandes sobre las rodillas, pero como más vale prevenir que curar, retrocedí sobre mis pasos y salí del cuarto, pasar de casada a viuda sin más complicaciones que cambiar de manta, bien valía una noche en el sofá.

 

Autora: María Jesús Sánchez Oliva. Salamanca, España

mjsanchezoliva@gmail.com

 

 

 

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