Llegué arrastrando el cuerpo
por las piernas al cuarto, y una vez aquí lo levanté con gran esfuerzo,
arrojándolo sobre la mesa que usaba para desarmar las armas cuando las
limpiaba.
No comprendí mi reacción, si
este pobre imbécil solo había sido mandado a entregar un mensaje, y yo sin
piedad alguna cegué su vida, como si se tratara de un asqueroso animal.
Hace dos semanas había matado a
un hombre del bando enemigo, le metí dos tiros en la mollera, y se desparramó
en la cuneta… murió al instante. En esta oportunidad usé la navaja, rebanándole
el cuello antes de que tuviese tiempo de decir una sola palabra…
La primera vez que maté me
asustaba no ser capaz de sobrellevarlo, ya que sin piedad le crucé un fierro
afilado por el abdomen a uno de los contrarios, y vi en sus ojos el dolor, y
como la vida lo fue dejando segundo a segundo… sin embargo al recordarlo me
sentía tranquilo, y desde esa ocasión el hecho de quitarle la vida a mis
rivales no me significaba nada. No obstante, se me estaba haciendo una
necesidad, y creo que esa fue la razón precisa de porqué maté a este sujeto… la
sed de sangre…
Me advirtieron que al matar los
ojos de la victima me seguirían hasta la tumba, provocándome traumas
irreparables; y aún estoy aquí, lucido, disfrutando cada vez que se me presenta
la oportunidad de enviar a algún imbécil a las profundidades del infierno…
Como la cerámica había quedado
con el reguero de sangre tuve que trapear, pero por más que colocaba esfuerzo
en borrar el rastro la sangre parecía estar pegada, como si ya llevara mucho
tiempo…
Me harté de pasar una y otra
vez el trapo sin éxito, y me metí a la cama. Mañana vería como borrar las
manchas, y como deshacerme del cuerpo, total para ese cometido siempre tenía
ocurrencias. La última vez reduje a minúsculos pedazos al idiota con la máquina
para picar carne, y luego lo arrojé en una bolsa negra a un vertedero. De
seguro que allí sirvió de alimento a perros callejeros y ratas…
Apagué la luz de la lámpara, y
en la profunda penumbra de mi cuarto me pareció ver la silueta del cuerpo… no
veía nada más, ni siquiera la mesa en la cual reposaba… solo el cuerpo,
suspendido en la oscuridad…
¿Sería producto a mi cansancio?
Sí, era lo más probable. Por lo tanto me di la vuelta, cerré los ojos y me
dispuse a dormir. Mañana sería un largo día…
Por más que me acomodé no pude
conciliar el sueño, y a mi cabeza se venían una y otra vez las imágenes del
sujeto… la expresión que adoptó su rostro cuando le rajé la garganta… jamás
había experimentado algo así, y me senté en la cama propinándole un duro
puñetazo al muro.
Oí respirar del lugar en donde
yo tenía el cuerpo… era imposible que el hombre siguiera vivo, tal vez mi mente
me estaba jugando una mala pasada…
El corazón delataba el temor
que me atenazó, y cuando tuve la intención de encender la lámpara llamó mi
atención un ruido afuera del cuarto… parecía ser un animal que venía por el
corredor lamiendo el suelo… ¡pero era imposible! Yo había asegurado cada
puerta, ningún animal pudo haber entrado sin mi consentimiento…
Como tenía la costumbre de
acostarme vestido, únicamente calcé mis zapatos, y al tener el interruptor en
la mano, llegó hasta mí un hedor a carne… junto con un ruido que me hacía saber
que algo se estaba alimentando del cuerpo, y era lo que había oído respirar…
Los huesos del cadáver tronaban
al ser aplastados por la quijada de aquel ente, y el animal que estaba en el
corredor ahora arañaba la puerta, excitado por el penetrante olor a sangre y
demás fluidos…
Frente a las agresiones la
puerta cedió, permitiéndole el paso a este extraño animal, y al tiempo que
encendía la luz, metí la mano derecha debajo de la almohada, empuñando el
cañón.
Al visualizar aquella escena
dudé si estaba despierto o dormido, puesto que sobre la mesa, acomodado encima
del cadáver estaba un extraño monstruo, casi tan grande como un perro de raza
mediana, abrazado por una espesa mata de pelo negro… el cráneo carecía de pelo,
y la piel ostentaba una tonalidad tan roja como la sangre, que por un momento
pensé que estaba sucio al alimentarse del muerto. Sin embargo al ver al otro
animal, que correspondía a la misma especie, supe que era el color natural.
Lo realmente terrorífico eran
las formas de sus cabezas, que daban la impresión de ser humanas… y sus
quijadas carecían de piel, enseñando los afilados dientes ennegrecidos, con los
cuales arrancaban la carne y aplastaban los duros huesos…
Otro detalle importante, era
que no tenían ojos, y la nariz era ancha… seguramente se servían del olfato
para andar por allí en búsqueda de carne fresca.
El ser montado sobre el cuerpo
se alimentaba del pecho del hombre, y podría apostar que los huesos que escuché
tronar hace un momento eran los de las costillas, debido a que hundía con
facilidad la cabeza en el espacio, consumiendo considerables girones de carne…
por otro lado, el recién llegado se incorporaba en sus patas traseras, hincando
los dientes en una de las piernas.
Mi estómago se revolvió, y la
mezcla de asco al presenciar esto, sumado al molesto olor que desprendía la carne
del cuerpo, estuvo a muy poco de obligarme a vomitar, pero me contuve… me había
enfrentado a pandillas numerosas, y no podía ser que dos malditos engendros
venidos de no sé donde me perturbaran. Entonces llevé el cañón al frente,
apuntando a la criatura que arrancaba otro pedazo de carne del pecho,
presionando el gatillo cuatro veces…
Los impactos fueron limpios,
dirigidos al cuerpo de la bestia, aunque no sirvieron de nada… la peluda
anatomía del ente se estremeció, sin dar muestras de dolor, ni siquiera una
molestia…
Volví a disparar, uno tras otro
los proyectiles ¡y nada! Aquellos demonios carroñeros estaban libres de la
muerte…
Rebusqué en el cajón del
velador, armándome con una recarga más. Apunté con mayor cuidado, y al ser que
se alimentaba de la pierna le disparé en la cabeza… el tiro fue preciso,
arrancando fragmentos de hueso y carne, y a pesar de que la sangre brotaba a
borbotones, no calló…
El terror me embargó… me apegué
a la pared, y la pistola se me escapó de las manos… dio tumbos en la cama y
cayó al suelo… este golpe metálico pareció colocar en alerta a los monstruos,
ya que se voltearon hacia mi…
El que estaba sobre el cadáver
se bajó, y el otro lo siguió… se treparon a la cama, y llevaron sus
ensangrentados hocicos a mis piernas… traté de apartarlos, pero no pude,
pesaban demasiado, como si fuesen gigantescos…
Sentí como los dientes se
clavaron en mi carne, seguido del tronar de mis huesos, y la carne
desgarrándose… era mi fin…
Autor: Luís Montenegro Rojas. Graneros,
Chile.