EL MOISÉS DEL TAPIZ.

Apenas acababa de despertar de su pesadilla desagradable, situación en la cual todavía confundía la realidad con el sueño, cuando sintió repentinamente la necesidad de asomarse al ventanal de su dormitorio para respirar aire puro y aclarar así, su mente confusa. No había emitido la primera bocanada, cuando vio acercarse un coche tirado por dos caballos blancos. Era el bonito carro conducido por su dueño Hilario, quien recorría el pueblo para el traslado de sus clientes. Curiosa, se quedó mirándole para ver quién descendía del mismo. Fue su sorpresa descubrir, al abrirse la portezuela, que desde el interior bajaba rápidamente su novio, recientemente distanciado después de una severa discusión entre los dos. Su pecho experimentó otra vez la sensación amarga del rencor y la evocación de las palabras entrecruzadas de ambos, días atrás. Pero el dolor se mezcló inevitablemente con la visualización de la estampa esbelta del joven, quien le parecía excesivamente apuesto. Poco a poco lograba al observarlo, se disipara su molestia… su sensación desagradable y dolorosa. Pensó, al verlo cruzar el empedrado de la calzada, que se dirigía directamente al altísimo portón de rejas de hierro forjado que cerraban el ingreso al gran jardín del frente de la casona donde ella habitaba. Sin embargo, su corazón dio un brinco al ver que sonreía con su mirada celeste y luminosa a una mujer que desde la vereda, se le acercaba también. Pudo vislumbrar ante su ánimo, ahora lamentable, que se trataba de Sinforosa, la mulata que trabajaba en la casa, mujer que ocupaba su mente de odios y envidias, al propio tiempo que desprecios por su condición mulata y servil. Muchacha que consideraba principal culpable del distanciamiento de su novio Evaristo, a quien ya, tanto su madre como ella, habíanle notado franco interés por Sinforosa. Pudo además, descubrir como la mulata, meneando sus caderas con cadencia natural, le sonreía sugestiva mientras la brisa ondeaba sus rizos cobrizos cubriendo en parte su mirada anhelante y enigmática hacia Evaristo. Juntos, tomados del brazo, partieron hacia el centro del pueblo en una marcha entusiasta. Ildefonsa no pudo evitar romper en un llanto angustioso y espasmódico, bramando su bronca desatada por celos e impotencia incontenidos. Doña Lorenza ingresó al dormitorio de su hija, haciéndolo raudamente y acudiendo a su encuentro. Consentida y contenida por la protección materna que ejercía intensamente Lorenza sobre su única hija, pudo Ildefonsa depositarle sus quejas y generarle las intrigas necesarias para que la apoyase en algún plan de venganza justiciera. La idea no agradó mucho a su madre, pero la muchacha era su debilidad y asintió en sus caprichos. Si bien Sinforosa era mucama y perteneciente a los servicios durante todas las tardes, ayudando a su madre Eusebia en las tareas y detalles de la casa, no significaría eso que no podría ser remplazada de inmediato por otro personal si fuese necesario. Ildefonsa no podía evitar evocar el contenido de su sueño durante la noche, donde en él, concretaba el asesinato de Sinforosa y el modo de dejarla emparedada en su dormitorio, detrás del Moisés, figura bordada en un paño inmenso que siempre la escudriñaba severamente y ella había considerado como su conciencia molesta. El gran tapiz, obsequiado años atrás para la decoración de sus aposentos por su padrino Fortunato, traído de Italia, ocupaba un vasto espacio en la pared enfrentada a su lecho, en su dormitorio. Consistía en una gran figura de Moisés con su báculo y una intensa mirada juzgadora que torturaba a Ildefonsa, cuando ella misma tomaba conciencia en sus malas acciones ocasionales. Le serviría de cobertor para tapar el emparedado del cadáver de Sinforosa. Nadie notaría su ausencia, pues apenas todavía se preocupaban por los de color pese a la Asamblea del año 1813, y su condición humilde no lograría grandes investigaciones. Simplemente desaparecería y sus padres creerían que se habría escapado del pueblo por algún amorío prohibido por la familia y listo. Al menos eso tenía pensado argumentar cuando interrogasen por ella. No se animó a decirle a su madre que había soñado cómo matarla, además que esas eran sus verdaderas intenciones, pues por la condición católica de su progenitora, la consideraría como monstruosa. Ya tenía suficiente con el Moisés, cuya imagen la torturaba con sus juzgamientos atacando su conciencia. Simplemente le había transmitido la necesidad de que esa mulata tenía que desaparecer, cosa que su madre interpretó como despido. Sin embargo, por entonces, hasta no tuviera todos los hilos tendidos en la trama, no le convenía a Ildefonsa una retirada prematura de la muchacha, sino al contrario, debía atraerla hacia sí para cometer su acto vil.

Estaba realmente molesta y se sentía cegada por el odio, lo que su novio Evaristo había puesto los ojos en Sinforosa y que, además, discutiera con ella debido a sus preferencias sobre la equidad de color entre mulatos, zambos, criollos y los blancos hijos de españoles. Sentía que Evaristo mantenía su postura por haber caído en los embrujos de esa mulata provocadora.

Todo parecía marchar según lo planeara y que, a la vez, era idéntico a lo soñado la noche anterior. La tarde estaba bella y soleada como en su sueño. La encontró en el patio cosiendo un delantal blanco. La puesta del sol iluminaba las florecillas de otoño sobre las pérgolas del segundo patio, el de los sirvientes, y más alejada, detrás del aljibe, se encontraba Eusebia, la madre de Sinforosa, lavando bultos de ropa de cama. Como mujer mayor y de experiencia conocedora de los vericuetos juveniles en temas de amores, no se encontraba conforme con que ese muchacho, que acababa de abandonar a la única hija de la ama de la casa, pretendiera a su hija ahora, mayormente humilde. Temiendo por represalias de los patrones, y con la angustia de perder sus fuentes de trabajo seguro, no deseaba desagradar a doña Lorenza ni a su caprichosa hija con las actitudes irresponsables de Sinforosa. Atisbaba con el rabillo de un ojo, el diálogo entre las dos muchachas en el patio. Ildefonsa le habló amable y hasta muy fácil le resultó, porque tenía ya los diálogos armados como en el sueño de su noche anterior. Le invitó a sus aposentos a que compartiera las bellezas del ajuar bordadas durante las clases que tomaba con un profesor. Sinforosa aceptó ingenua y gustosa, ignorando toda mala intención de su ama, portando su áurea luminosa otorgada por la alegría del amor incipiente. Eusebia, mientras lavaba en una batea muchas sábanas, con lejía y restregado de cerdas y piedras, notó que el agua se tornaba rojiza hasta el color francamente colorado. Asustada, sabía que no tenía nada de ropa de color en su batea, pero mientras el corazón le palpitaba aleteando agitado en su pecho, tomó rápida conciencia que eso significaba una visión premonitoria, un aviso de peligro que le obligaba actuar de inmediato. Dejó todo suspendido mientras corría por escaleras, sorteando muebles, rejas, puertas, más escalones y se allegó hasta el dintel de la puerta del dormitorio de Ildefonsa. Abrió sin golpear y sin medir ni pensar, debido a sus impulsos irracionales, la puerta de su ama. Encontró a la inmensa figura bordada del gran tapiz, ofreciéndose en suerte de escudo, ondeándose mientras era ferozmente cortado y punteado por las tijeras de Ildefonsa en actitud atacante, mientras Sinforosa gemía escondida detrás, tratando de protegerse con el grueso paño bordado. Ildefonsa, apasionada, estaba decidida a concluir sus anhelos destructivos, pero la afortunada llegada de Eusebia, había abortado sus intenciones.

El Moisés, esa noche, bastante deshilachado, mostraba su figura esbelta y raída por los cortes propinados por su dueña. Ildefonsa, ya en su lecho, lo escudriñaba curiosa, y le pareció ver que sus ojos bordados, ya desaparecidos por las puntadas de sus tijeras, la atacaban con el mismo infierno de un juicio eterno e implacable. Esos ojos, ahora más libres que nunca, permitían fluir la energía juzgadora de las malas acciones cometidas. Mientras la joven trataba de conciliar el sueño, no podía evitar esa mirada libre que mostraba ahora… el dictamen de su sentencia: La maldad quedaría sellada en su alma sin luz. Ildefonsa, ya nunca más sería capaz de conocer el amor. Se quedaría ahora a solas con… su lábil y cruel conciencia.

©Renée Escape 2015

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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