Obsesión fatal.

 

Al despertar, aún sentía aquella angustia que la había arribado a la media noche. Alargó su mano al velador, asió el celular, esperando tener algún mensaje de él, pero nada… Un nudo se le ató en la garganta, y de inmediato se le vino la imagen de aquella perra maldita, que le había arrebatado su amor… La odiaba desde lo más profundo de su corazón, y no lo conseguía evitar.

Debía viajar a la capital, y en algún momento le escribiría. Solo bastaba una noche, nada más que una noche, y quizás lo derretiría en sus brazos, enloqueciéndolo con sus caricias y embriagándolo con el sabor de su boca.

Tan solo al pensar en cómo aquella mujer se lo había arrebatado de las manos con mentiras… Se le venían aquellos malditos pensamientos, haciendo aflorar un instinto enfermo y asesino. La quería ver muerta, ojalá con su sangre bañando el concreto, y rogando por su vida; bueno, si es que aun permanecía viva…

Esa mañana el día se presentaba nublado, y como sería su angustia, que pese a llevar su cuerpo cubierto únicamente por prendas cortas, el mismo frío que la hacía estremecer, no mostraba efecto en sus carnes.

Su tarea era simple, debía ir a hacer presencia a la fundación, esperando tener noticias de empleo, al igual que su rival. Aquella sería su oportunidad, si se la cruzaba dentro, nada más quedaría que esperarla en la entrada de la galería, golpearla hasta que no se pudiese levantar, y de esta forma obligarla a dejarlo tranquilo, abriéndole el espacio para recuperarlo, y retomar aquella vida perdida.

Cuanta sería su mala fortuna, pues ella no había ido ese día… Ahora tenía que saber jugar sus cartas, llamarlo en el justo momento, y elegir minuciosamente sus palabras para convencerlo de pasar la noche juntos, entonces podría hacer su siguiente jugada, recordándole que ni una mujer más lo haría experimentar el amor como solo podía hacerlo ella, su amada por cinco años, haciendo que aquella perra tuviese dificultades en el camino.

Eligió la hora de almuerzo, un instante perfecto. Nada más bastó que preguntar, a lo que él respondió sin titubear que estaría encantado…

Debía esperarlo hasta la hora de salida, pero eso era lo de menos, pues ya saboreaba su victoria, y la maldita puta tendría que retorcerse en su mierda…

Al llegar la hora del encuentro, fue tal cual como la soñaba, con lo dulce de sus besos y lo ardiente de sus caricias… Aunque las cosas no eran como las anhelaba de corazón, podía tener eso perdido nuevamente, sin el temor que la ramera interviniese en su cometido.

Al estar en el cuarto, no perdieron el tiempo, haciendo el amor por las casi tres semanas que no se habían visto. Él no había perdido su magia, seguía tal cual, a pesar de que su enemiga lo pudo cambiar, pero no fue así. Su amor parecía intacto, estallando y volcándose sobre su piel con el mismo desenfreno, la misma locura, la misma pasión…

Al acabar, él se metió al baño, dejándola tendida sin aliento sobre las ropas de cama y el cuerpo empapado en sudor. Sin embargo, algo le resultó inaudito, pues antes de cerrar la puerta, cogió el teléfono móvil…

Sabía muy bien lo que ello significaba… Las ansias por comunicarse con aquella bastarda, la maldita descarada que se había metido entre ambos, disolviendo como terrones de azúcar en el agua aquello tan lindo que tenían construido.

Fue poseída por los demonios de la venganza, conduciendo sus malas intenciones hasta la alacena.

Su corazón estaba con él, lo amaba demasiado, pero no por esto dejaría que compartiese las mismas sensaciones con ella… Le pertenecía, o al menos eso era lo que sentía…

Lo arribó al baño, y justamente, se encontraba hablando con ella. No había terminado de escribir el mensaje, pero al ver que la puerta se abría repentinamente, bloqueó la pantalla, impidiendo que pudiese ver lo que decía.

En el rostro de él se apreció el miedo al ser sorprendido, no obstante, su expresión de temor cambió rotundamente por una de dolor, al sentir el frío metal hincarse en su abdomen… El mango del cuchillo aun seguía sostenido por la mano femenina, sintiendo la seguridad de la acción en su propio cuerpo, pues en el miembro no existía temblor que diera indicios de inseguridad. Hasta en el rostro de ella se notaba la tranquilidad…

A lo que la vida desapareció de las pupilas de él, y sintió la tibia sangre bañar sus pies; entró en razón, percatándose de la gran estupidez que había cometido, al dejarse poseer por su rabia, llegando al punto de quitarle la vida a él, el hombre que más amaba…

Retiró la hoja del cuerpo, y mientras el cuchillo daba tumbos en el piso con ruido sordo, lo abrazó, apretándolo fuerte contra su cuerpo desnudo. Las lágrimas corrían como riachuelos de sus ojos, mezclándose con el líquido carmesí… Pero por más que llorara su ida forzada, las cosas no tenían vuelta…

 

Autor: Luís Montenegro Rojas. Graneros, Chile.

montenegros.luis@gmail.com

 

 

 

Regresar.