Un Domingo con Visitas.

 

Sí, era un día ideal. Elegido porque todos estábamos reunidos y mamá podía preparar alguna comida más elaborada, oportuno para que mi padre lo invitara para ese almuerzo. Bongiovanni era un hombrecillo muy particular. De baja estatura y cabeza algo grande. Siempre que lo encontrábamos en la calle, en alguna cafetería o restaurante, una situación accidentada ocurría. Saludaba demasiado efusivamente, y su torpe mano entregada al saludo espontáneo pasaba entre dos botellas sobre la mesa, volcando los recipientes, mojando manteles y rompiendo algún plato en la ocasión. Otras veces, reunido él con unos amigos, al encontrarnos, se incorporaba enérgicamente y arrastraba consigo, el mantel de la mesa del bar y las botellas y vasos sobre la misma, caían estrepitosamente al piso con los consabidos estropicios que obligaba a retirarse por la vergüenza a sus acompañantes, quedando Bongiovanni solo, en situación imprevista y atónito por la rapidez con que los hechos lo dejaban expuesto al ridículo en todo el salón de la cafetería. Pero, pese a su carácter espamentoso, a su risa payasesca y espontánea, mi padre lo apreciaba bastante. Sensibilizado por su soledad, decidió para ese domingo invitarlo a compartir un almuerzo familiar. Comió feliz, disfrutando de los exquisitos platos sencillos y caseros de mi madre, como tallarines con tuco y carne estofada, espolvoreados con mucho queso rallado y perejil fresco. Acompañaba en la mesa, el vino infaltable de cualquier marca “Reserva de botella tres cuartos”. Pero, una sopita no se podía despreciar. Mi madre ya en la cocina, la servía y yo le ayudaba a llevarla hasta el comedor. Primero servirle a mi padre, después a la visita. Cuando me acercaba a nuestro personaje, quien movía sus manos agitadamente, expresando alguna anécdota personal, yo intentaba colocar con mi tímida niñez, el plato hondo en su posición sobre la mesa. Pero fue inevitable. El líquido hirviente caía precipitadamente sobre los pantalones negros del traje del invitado. El salto de Bongiovanni, fue colosal, pues sus reflejos no fallaron ante el intenso calor sobre su piel. Como yo percibía el vuelco incontrolable de la sopa, continué vaciando todo el plato -total, ya que estaba- hasta el último fideíto dedalito. Ante el estado catatónico transitorio del grupo familiar, pude vislumbrar al hombrecillo, en acto espasmódico, sentado en el piso, con sus piernas flexionadas y sus brazos agitándose, mientras gritaba pavorosamente: -¡Me quemo!¡Me quemo!-.

 

©Renée Escape – 2015.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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