Martina y la montaña.

 

Salió del trabajo, cerca de las 18 horas. Ese día, la compañía de seguros, tenía por unos días, jornadas continuadas, desde las 8 horas, para el reempadronamiento de los clientes. Lo tenía decidido… la montaña la esperaba ese fin de semana.

Preparó muy rápido su bolso… Había que estar en la terminal de ómnibus a las 20 horas. Su amiga, le había prestado la llave de la casa de Las Carditas. El sol en esas regiones, le darían un baño tibio y necesario.

Mientras el ómnibus simbreaba su desplazamiento hacia la ruta que llevaba hacia el suroeste, Carla iba repasando las indicaciones que Muriel, le comentara la noche anterior…

Luego de abrir, la puerta pesada, encender el disyuntor, conectar las llaves de las farolas de afuera, y las del panel interior, debía buscar Los troncos, para el fuego de la chimenea. Éstos, estaban en el garaje, y esa era una de las primeras lecciones a recordar, pues la noche sería muy fría en la montaña.

En el bolso, llevaba alimentos congelados para dos días. En la casita, encontraría los menesteres necesarios.

Todo sucedió como lo planeado. Al sortear la puerta principal, en su lugar estaban, dispuestas las cosas necesarias. El viento hacía rechinar los toldos del patio lateral. Zumbaba entre las rendijas que dejaban algunos marcos de las viejas ventanas. Acomodó la cama que había elegido… la mas cerca del velador. Se preparó un sándwich, y un tazón de leche bien caliente.

El de Isabel Allende, era el libro elegido… Se acomodó pensando en una mañana de sábado soleada, y tibiamente reconfortante. No alcanzó a leer apenas tres páginas, y se encontró a si misma, cabeceando el sueño incipiente. Apagó la luz del velador. Trató de concentrarse, en la visión del punto de luz proveniente del farolito pequeño del pasillo. Pero, el viento era muy aciclonado… y el remolino de la hojarasca, sobre la galería, cerca de las ventanas del dormitorio, agredía su somnolencia. Comenzó a comprender, que se estaba instalando un viento blanco, demasiado frío para sus planes.

Logró dormirse, danzando sus sueños al compás del crepitar de los leños.

Ese sábado, la ventana principal, le ofrecía imágenes demasiado blancas. Luego de la rutina mañanera, decidió salir con su abrigo grueso. El aire puro y helado, olía a nieve.

Caminó un largo trecho, bordeando la rivera del río, observando los caseríos nuevos, cubiertos de nieve sus techos. Entró al almacén de don Pedro. Deseaba abastecerse de agua mineral, y algunos fiambres. El grupo de personas que rodeaban el mostrador, era escaso. Mientras esperaba su turno, las botellas coloridas de los estantes, regalaban sus formatos increíbles.

No pudo evitar oír…

_Hace mucho que no la vemos por aquí… Algo de un mes. – Dijo don Pedro.

_Si, mas o menos lo mismo. – Dijo una señora.

_Yo tampoco la he visto. – Dijo otra.

_¡Ah! – Exclamó la primera… – Yo la he visto arreglando los rosales, creo, la semana pasada.

_¿No necesitará algo?… Me parece, que esta tarde me daré una vueltita para verla, puede estar enferma. – Continuó el almacenero.

Se despidieron y Carla aprovechó para cerciorarse.

_¿Ustedes se referían a la señora de la cabañita de madera?, ¿la que está cerca de la Gruta de la Virgen?

_Si, ¿la conoce?... ¿Usted es la amiga de Muriel?

_Si, me quedo este fin de semana.

_Claro, si doña Martina, está muy viejita y nos preocupa… porque últimamente la hemos visto muy rara…

_¿A qué se refiere?

_¡Bah!… como encerradita en si misma, ¿vio?

_¿El ermitañismo, tendrá que ver con su salud?... ¿Acaso usted sabe si está enferma? Dijo Carla, preocupada.

_No sabría decirle, doñita…

Salió de ahí, pensando en la pobre anciana. Se entremezclaron en su mente novelera, la realidad de esa montaña, con el libro de la lectura de la noche anterior.

Dejó los enseres en la casa, y decidida, se dirigió directamente a lo de doña Martina. Subió unas colinas bajas, entre retontuños, tomillos y jarillares. El camino hacia la Gruta de La Virgen, era bastante escarpado. Se ayudó con una rama, recogida entre las piedras, para ascender. Al llegar al rellano, pudo vislumbrar a la anciana, inclinada sobre los macizos de rosales, en actitud de podar. Una tijera se movía entre sus manitas.

Se acercó cada vez más y detrás de unas retamas, encontró la casita. Una cabañita algo pequeña, ya a su alcance. Buscó a la mujer, pero no la encontró. Acercándose a la puerta, luego de sortear un jardín perimetrado por troncos, traspasó la galería, donde el viento helado, hacía tintinear los llamadores de ángeles que pendían de los techos.

Hizo sonar sus palmas, pero le respondió el silencio. Golpeó la puerta de madera maciza. Sintió tras ella, pasos cortos, arrastrados. La apertura de la puerta, le recibió con la sonrisa afable de una anciana de aspecto muy agradable. Con el delantal blanco, le invitó a pasar. Carla, le explicó, que estaba paseando, en la casa de su amiga Muriel, interrogándola sobre si la conocía.

Cálida, le ofreció unos pastelitos de dulce, recién horneados.

_Todos están preocupados por usted en la villa… Doña Martina.

_Me imagino, hija, es que los tiempos fríos no cesan, y tengo las provisiones necesarias para varios meses.

_¿Usted está bien de salud?... digo …¿necesita algo?

Sonriendo, inquirió…

_Claro, como soy tan vieja, ¿temen que muera?

_No, no, no se le ocurra doña Martina, es solo solidaridad…

_Y usted… ¿es solo curiosidad?

Incómoda, sintiéndose ahora entrometida, Carla se disculpó. Y continuó…

_Es que hoy esperaba un sábado tibio, necesitaba un baño de sol, y me encontré con esta nieve. La casa de mi amiga está desolada y bastante fría. Salir y distraerme pensé… y creí que me haría bien… en fin. – Pero, continuó… –

_Recién la vi entre los rosales… ¿En qué momento entró a la casa?

_No, no, no he salido a los rosales desde hace más de dos meses. Tengo mucho frío. Me cuido bastante de no resfriarme….

La cabañita, era muy acogedora. Olía a pastelitos y a sándalo.

_¿Tiene televisión?... ¿O quizás una radio?... ¿Cómo hace para vivir solita en esta casa?

_Nunca estoy sola. Todos me acompañan, ¿no lo ve?

_¿Quienes? – Preguntó la invitada algo alertada.

_Mis amigos, los de siempre…

_¿Tiene pájaros?… ¿O quizás algunos perritos?

_No, no me gustan mucho los animales. Dan mucho trabajo… y, a mi edad…

_Comprendo, dijo Carla, muy sorprendida ya a esas horas.

_Ellos, me cantan, y son amantes de las melodías… y cuando el sol se apaga, ellos me invitan a los jardines. ¡Pero, esos sí, que tienen flores y mucha luz!

_¿Usted, se refiere a sus sueños?

Siempre es un sueño, querida. La realidad es un sueño, y los sueños son reales…

_No la comprendo, pero estos días son fríos y nublados, ¿dónde hay jardines con sol por aquí?

_Por todos lados, m’hijita… por todos lados.

Carla, observó una canasta, al costado del sillón, con madejas de lana, y un tejido comenzado.

_Usted teje, ¿teje sus pulóveres doña Martina?

_Si, siempre me los hago, y también tejo chalequitos, para los niños de la villa de Potrerillos.

_Cuántos años hace que vive en estos lugares?... Usted me parece muy amable para ser tan ermitaña.

_¡Uh! Hace muchísimos años, creo que fui una de las primeras de estas tierras. Y pude ver hacerse esta villa. Todos me conocen… pero no me han visitado más.

_¿Será por los cuentos de sus sueños, doña Martina?

Clara, ya a estas alturas, pensaba en su soledad, en su mente, alterada y divagante, típica de los ancianos prácticamente exiliados… ¡tan aislados!

_Nunca hablo de mis sueños, porque no me creerían. Le cuento a usted, m’hijita, porque usted me está escuchando… los niños, a veces también me escuchan. Pero, espere, no se vaya sin que le regale algo…

Doña Martina, se perdió por el marco de la puertecilla que, parecía, daba a otra habitación. Aprovechó para observar más la ambientación de esa salita. Pocos y antiguos muebles, algo rústicos, mesas con carpetitas bordadas y flores de papel. Habían cortinas al tono pero algo desteñidas.

Trajo un paquete, y se lo entregó sonriente.

_¿Puedo abrirlo?

_Si querida, es para vos, llevatelo de recuerdo.

Abrió con curiosidad y ansiedad, como un niño. Era un pulóver rojo, tejido a dos agujas.

_¡Gracias! – Exclamó contenta.

Se despidió, y la anciana, le acompañó hasta la puerta de salida.

_Gracias por tu visita, m’hijita, aunque no me dijiste tu nombre…

_Si, Carla, doña Martina… disculpe, no me di cuenta.

_Bueno, que el sábado aumente su tibieza, querida, y ese abrigo, reemplace el sol, el que se te mezquinó esta mañana…

_¡Gracias! ¡Muchas gracias!... – Le dio un beso en la frente a la anciana, pequeña y algo encorvada.

Partió sin mirar hacia atrás, siguiendo el camino hacia abajo. Todo le parecía algo extraño, pese a lo aparentemente normal. Las preguntas asaltaron su mente.

¿De dónde obtenía esa anciana, sus víveres?… ¿A quiénes se refería con sus acompañantes?

¿Quiénes le llevaban a ver jardines?… La anciana tenía conductas bastante normales como para ser esquizofrénica… ¡cuántos misterios!

Esa tarde se quedó en casa. La televisión cable, mostraba películas agradables como para pasar el descanso vespertino y frío.

En la mañana del domingo, salió a regar un poco el jardín, porque algunos sectores, estaban secos, sin nieve. Cortó algunos yuyos y malezas cercanos a los plantines y rosales de los canteros. Notó que la leña, que había ocupado, era demasiada. Decidió repararla, para no dejarle a su amiga Muriel, desprovista y marchó hacia el almacén.

Don Pedro, tenía los ojos lacrimosos. Varias mujeres, estaban agrupadas, cerca de las bolsas de víveres. El diálogo era triste, quejumbroso. Al ingresar Carla, don Pedro la miró angustiado.

_¿Sucedió algo, don Pedro?... ¿qué le pasa?

Todo el grupo la miró cabizbajo, y una de las señoras, abrió el comentario…

_Don Pedro fue ayer por la tarde a la casa de doña Martina, a verla, porque hacía mucho que no la veíamos…

_¡Si! – dijo Carla – Me dijo ayer por la mañana que iba a visitarla, por si necesitaba algo… pero, ¿qué fue lo que pasó?

_No le abrieron la puerta, y fue con la policía de Potrerillos, y la encontraron a la viejecita… – y, quebrándose en llanto… continuó con dificultad…

_La encontraron muertecita, en la cama…

_¿Cómo? …si yo la vi ayer por la mañana… yo… ¡fui a visitarla!... – Exclamó Carla, con ahogadas palabras, invadida por la impresión – hasta me regaló un pulóver rojo…

El grupo la observó atónito…

Con dificultad, don Pedro, dijo…

_Llevaba muchos días fallecida… señora.

No pude ingresar por… usted imagina. Se ve que pasaron varios días.

Continuó balbuceando.

_Si, dijo la señora, tuvieron que intervenir los de la forense… Dicen que se murió de viejita, durmiendo. Perdida quizás, en algunos de sus sueños…

A ese sábado anhelado… en la montaña, ya la nieve, lo había sepultado.

 

Autora: Dra. Renée Adriana Escape. Mendoza, Argentina

rene.escape@gmail.com

 

 

 

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