EL DEPÓSITO

 

 

La cocina disponía de escasas zonas donde pudiera yo tocar: “Porque te vas a abrasar”

En el frontal, acercando y retirando con rapidez los dedos, acertaba a leer una inscripción en relieve, dispuesta en tres hileras de letras mayúsculas que, de arriba abajo, decía: “Zumárraga; Orbegozo; Tipo Bilbao”

A la derecha, un grifo de agua caliente, terminado en una canilla; tenía forma hexagonal. Mi madre sacaba de él agua para fregar los cacharros y también para escaldar y pelar los pollos. ¿De dónde provenía aquella agua?

Cierto día, impelido por la aventura, una de aquellas aventuras hogareñas que los niños se proponen y que nadie conoce cómo terminarán, mi madre había salido a comprar algo de comida. Pasé al corral y, como pude ya que pesaba mucho, levanté el baño y lo llevé en brazos hasta la cocina, sujeto eso sí por las asas. Lo apoyé contra el suelo, lo coloqué bajo la canilla, palpé con cautela la llave que quemaba. La lumbre crepitaba en un sonido profundísimo, casi infernal, pues ella la había llenado recientemente de carbón. Chisporroteaban los gruesos troncos de leña. La barra que se interponía delante de la placa estaba también muy caliente.

Borbotaba el agua de la pota. Burbujeaba también el agua del depósito hirviente.

¡OH la pota, OH el depósito! Ambos llevan un acento muy hondo en la letra O. Es un acento sísmico, telúrico. La O de la pota sugería amplitud, hondura, potencia; añadida a la oclusiva bilabial, suponía explosividad. Depósito también albergaba idéntica sílaba, tan fuerte, tan dura, tan vigorosa. Pota, mucho más breve; cuatro letras, sólo cuatro letras (Cuatro letras para decirte….) Así comenzaban las cartas habituales, aquellas que únicamente daban a entender que se acordaban de uno, pero no tenían otra cosa para contar. Sin embargo, Depósito acogía nada menos que cuatro sílabas, si bien la primera y la tercera parecían otorgarle sólo ese impulso hasta alcanzar una virtual cima, la constituida por las otras dos.

Porque también la final, aunque átona y carente de fuerza conferida por el acento, no distaba mucho de la profundidad casi violenta de la tónica. Para eso, disponía de una oclusiva más la vocal O. Depósito; simulaba una suerte de columpio donde, al primer impulso terminado por un acelerado descenso, le sigue un segundo impulso menos intenso que, por tanto, baja con ímpetu también menor. Claro; eso estimo yo que en el fondo se podría deducir que los sonidos me decían por aquellos momentos de algún nerviosismo.

La tapadera de la pota era circular. La tapadera del depósito podría estar fabricada con cinc. Una fina plancha dotada de un minúsculo agarrador situado justo en el centro de ambas diagonales. Este agarrador era como una empuñadura en forma de bolita. Claro está; la tapadera de la pota no siempre quemaba. La del depósito, sí salvo por la noche, cuando el calor de la lumbre ya se había extinguido.

Entonces yo levantaba la tapa y, como urdiendo una estupenda travesura, introducía cuidadosamente la mano en el interior del depósito. Así comprobaba el nivel del agua, cómo se diferenciaba la textura de sus paredes, cuánta era la profundidad del recipiente, cómo era la superficie de la cara invisible de la tapa.

Pero un depósito que no hierve, que no borbollonea, que no echa el vapor de agua envolviendo la tapa, eso no es un auténtico depósito que inspire cierto temor. Eso es como si fuera una vulgar vasija con forma de prisma, donde puedes meter la mano y divertirte moviendo el agua como pequeñas olas. Y eso sí se puede tocar, a menos que esté sucia y asquerosa.

Recalco cuidadosamente y con lentitud. Porque uno se abrasa, incluso cuando han apagado la lumbre hace poco. El agua rebosaba, pero lograba con los dedos alcanzar el fondo.

Giré unos grados la llave del grifo. El agua caliente bajaba como un hilito hacia el barreño golpeando con sonoridad en la chapa de hierro. Un sonido de percusión, como de tableteo. Lo mismo que la última sílaba de esa palabra. Si, abriendo más la llave, liberaba mayor cantidad de agua, se reducía drásticamente el intervalo entre los golpes resultando imposible diferenciarlos; así pues, volví a girar en sentido contrario y soltar menos agua. La lumbre ardía al rojo; y el depósito acrecía en el ruido y los borbotones hasta caer el vapor sobre la placa, en un permanente resoplido de gotas heridas, destrozadas, atomizadas.

¿Y si llegaba mi madre en ese momento, qué le respondería acerca del uso previsto por mí para aquel barreño de agua caliente? Sencillamente cerraría la canilla, vertería el agua en la pila del corral y desde allí caería hasta el surco excavado en el suelo de piedra que conducía al albañal, alcanzando luego la calle una vez traspasada la trasera. La cosa se resolvería cuando el líquido resbalaba hasta un canal practicado en la calzada de la calle.

No obstante, no era aquello lo que me satisfacía. Giré, pues, otra vuelta la llave y el agua cayeron ahora con mucha fuerza hasta quedar la mitad del recipiente. El vapor subía por el frontal de la cocina. Accioné la llave todavía más, hasta llegar al tope. El agua golpeó con brusquedad durante algunos segundos y luego…

Me percaté entonces de que sólo borbotaba la pota, que la lumbre había mermado en su vigor, si bien lo achaqué a la fase donde se quema el carbón, y una vez que la leña se ha transformado en ceniza.

Efectivamente; mi madre regresó más pronto de lo previsto. Y se espetó con el barreño a rebosar del agua caliente. A mí sólo me dio tiempo para cerrar el grifo.

Ella escrutó la situación y, al punto, advirtió cuanto estaba sucediendo. Tomó el cántaro de la despensa, vertió sucesivamente agua hasta llenar el vaso de porcelana y fue reponiendo el depósito. Minutos más tarde comenzaba a hervir de nuevo.

“Si dejas que el depósito se vacíe, puede estallar, pues el agua va disminuyendo cuando hierve”. Así me reconvenía a menudo, y reflexionaba yo sobre cómo era posible que el depósito y el grifo de agua caliente situado en el frontal estuvieran conectados.

Ella salió al corral. Escogió un par de piñotes. Destapó las arandelas circulares de la placa mediante el gancho y los dejó caer al interior de la lumbre. Abrió el tiro y, de inmediato, prendió la llama con ese sonido ronco y retumbante. La pota no había cesado de cocer. De los tres sonidos que invadían el recinto de la cocina, el más agudo y de menor intensidad provenía del agua del depósito.

 

 

Diciembre de 2009

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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