Mis sonidos navideños

 

Mis vacaciones comenzaban en torno al día 20 de diciembre. Sabía que me esperaban días muy agradables y plagados de emociones en mi casa. Aunque podrían parecerse a las del año anterior, siempre me resultaban nuevas y disfrutaría intensamente de este periodo que, por otra parte, muchos de mis amigos del colegio, no tendrían la oportunidad de vivirlo de este modo.

Y llegaba el día de la lotería. Desde primeras horas de la mañana, encendía la radio e iba tomando nota, con mi regleta y mi punzón, de todos los números agraciados. Yo me sentía orgulloso de realizar esta tarea, porque, cuando mi padre regresaba del trabajo, era yo quien disponía de toda la información acerca del sorteo y quien se la facilitaba. Las listas de números premiados no aparecerían hasta el día siguiente.

Por tanto, no calificaba yo de banal escuchar el mecánico soniquete de las voces infantiles repitiendo sin cesar aquello de “veinticinco mil pesetas”

El día de Nochebuena, mi padre también tenía que trabajar, pero volvía a casa un par de horas antes, a media tarde. Eso le permitía disfrutar con los preparativos de la cena.

Le gustaba cantar villancicos, y nos animaba a todos sus hijos a ensayar y luego entonarlos, produciendo así un ambiente navideño muy animado y festivo.

Hubo un día de Nochebuena en que se presentó en casa, al volver del taller, con un regalo muy especial que la familia hemos conservado durante décadas. Se trataba de un dominó.

Realmente yo no conocía este juego entonces, pero  aprendí a poner las fichas con cierto orden y rapidez en pocos momentos. La primera sensación que tuve al extraer las fichas de la caja sobre la mesa de madera, fue que sonaban de modo similar a como sonaban las nueces y los “almendrucos” en la bandeja. Lo que llamábamos “cascajo”.

Una Nochebuena sin partir nueces, avellanas, piñones, almendrucos, con el martillo sobre el cemento del corral o las baldosas de la cocina si hacía frío, me resultaba inconcebible. Era una imagen propia del momento, como podía ser la de la propia cena de celebración.

Cierto que había algunos platos tradicionales con los cuales yo no me encontraba muy identificado: escarola con granada, bacalao, cardo. Pero esto formaba parte también de mi propia Navidad.

Sin embargo, se me hacía la boca agua, cuando mi madre echaba en las tazas la sopa de almendra. Yo me enteraba de cuando iban a comprar el paquete de almendra molida en el comercio de La Julia. Y también disfrutaba de este postre cuando partíamos los piñones; porque siempre había alguien que decía: “No los comáis mientras los partís; no va a haber para echar en la sopa de almendra”

Después de cenar nos esperaba a todos mi tía. Vivía en una calle próxima y nos recibía con enorme júbilo. No sólo a nosotros, sino a buena parte de la vecindad.

De este modo, como nos reuníamos muchas personas, cada cual trataba de contribuir a la alegría de la celebración del Nacimiento del Niño en la forma que mejor sabía.

Mi tío interpretaba con mucho estilo y gracia la jota castellana y nos divertía con muchos chistes.

Mariano, que era un joven de buen porte, tocaba la armónica y nos deleitaba con villancicos que todos podíamos cantar.

 Manuel tenía una voz extraordinaria y llenaba toda la casa interpretando canciones del “cuplé”, que entonces estaban de moda gracias al cine. Así recuerdo aquello de “Fumando espero”; o eso otro de “Pisa, morena, pisa con garbo, que un relicario me voy a hacer”

También andaba por allí Carmina: Nos alegraba con su voz un poquito aflautada, que no pronunciaba bien el sonido de la erre. Yo me aprendí aquel villancico de Machín, que decía:

“Campanitas que vais repicando.

Navidad vais alegres cantando.

Y a mí llegan los dulces recuerdos”…

 

Sí; porque la niña, que siempre la veía pasar a la escuela con su cabás, no acertaba con eso de “repicando” y aquello otro de “recuerdos”. Lo decía, de modo encantador, desplazando hacia atrás el sonido vibrante y lo convertía en una Erre francesa.

Y, Y Maite. ¡Ah, aquella Maite! Hablaba de un modo angelical. Nos dijo una vez que había pasado las Navidades en casa de unos primos de Bilbao. De allí había aprendido un hermoso villancico en vasco, semejante a una canción de cuna. Y nos lo cantaba de forma tan melodiosa que casi nos hacía llorar, aunque no entendiéramos la letra.

Por si faltaba algo, mi tía conectaba uno de aquellos grandes aparatos de radio, en los que podía escucharse, aparte de la Misa del Gallo, la música para todos los gustos.

Nosotros los niños, guardábamos estas  y otras cosas en nuestro corazón, al tiempo que íbamos creciendo.

Y de este modo, hoy podemos recordar y revivir estas fechas con añoranza y con gratitud, porque siempre hacen olvidar aquellos otros momentos, que sin duda también habría.

Regresábamos a casa ya de madrugada; y alguna vez aparecía Nino con la guitarra, para proseguir con el alborozo hasta el amanecer, acompañados por alguna de las exquisiteces dulces del día, incluyendo las pastitas y el moscatel. Sin olvidarnos del brasero, con su olor a carbón y el rasgueo del gancho moviendo los rescoldos.

A mí siempre me ha emocionado atesorar estas sensaciones en el estuche de algunos objetos, envueltos en sus propias sonoridades. Y la relación de éstos no debe ser muy amplia, pues corremos el riesgo de abandonar más de uno en el arca del olvido. Y así, el dominó o la armónica me devuelven a un mundo muy concreto que soy capaz de describir, al menos para mí, con cierto pormenor y detalle.

Yo creo que, en mi casa, también se aplicaba este método, al menos en cuanto a mí se refiere, con la perspectiva de los años transcurridos.

De la lista de objetos, varios están unidos a los días navideños. Entre ellos, aquel dominó, con el cual hemos jugado tantas veces. Y también la armónica, como aquella que tocaba mi vecino y que yo escuchaba con indudable placer y atención.

Quizá por concentrar en ella estas sensaciones vividas, o porque en mi casa consideraban que mi afición debía de ir por la música, los Reyes Magos se empeñaron en regalarme más de una vez aquel precioso instrumento, que debía ser muy sencillo o tal vez yo no le dedicaba las atenciones apropiadas.

Unas notas de la armónica, las nueces y avellanas revolviéndose dentro de la bandeja, el chisporroteo de la lumbre de la cocina, la música de la radio… Mis sonidos de la Navidad, que me permiten cada año interiorizar lo familiar, lo íntimo, lo trascendente de estas fechas tan felices y tan queridas.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

Regresar.