DIOS Y YO.

 

La lluvia acompañada de los rayos formaba una orquesta de murmullos, sin embargo el frío se reflejaba y los pajarillos mojados acompañaban con sus trinos.

Allí me encontraba yo, estremecida de miedo y de angustia, no sabía donde realmente estaba,

desorientada en una calle desconocida.

Finalmente, pude darme cuenta de que mis pies estaban pisando un gran jardín y me chocaba con las plantas y los árboles, como yo no podía ver trataba de buscar mi norte para de esa manera poder llegar hasta mi vivienda.

La lluvia persistía cadenciosa y yo todavía estaba allí,   seguía con el miedo pero ahí tenía que encontrar mi propio sendero.

Todo estaba desolado, nadie podía ayudarme, solo reinaba el silencio con los lamentos de la lluvia.

De pronto, sentí una rosa fresca que cubrió mi rostro y de golpe dejó de llover.

Sentí un abrazo que cubrió todo mi ser y me envolvía en una capa blanca de terciopelo.

El me dijo que era Dios y que venía a mostrarme el camino pero no sólo a mí, si no a todos los niños del mundo.

Yo no lo podía creer, me recordaba de haber escuchado el Milagro de la Virgen de Fátima y todo lo que pasó con los niños Francisco, Jacinta y Lucía, entonces Dios supo lo que estaba pensando y me dijo:

Es casi lo mismo, lo que quiero es que a pesar de que tus ojos no vean en la tierra, tu alma si me vea en el cielo y que a través de ti, los niños sientan que los amo.

Trasmíteles este mensaje y diles que en cada uno de sus juegos me tengan siempre presente.

Desde ese momento Dios y yo somos buenos amigos.

 

Autora: María Augusta Granda. Quito, Ecuador.

magusgranda@cablemodem.com.ec

 

 

 

Regresar.