Vivir el desamor: Angelina belfo.

 

Diego Rivera no es sólo uno de los grandes muralistas mexicanos, el autor de El Cárcamo, que se puede ver en la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, o de los murales que ostenta el Instituto Nacional de Cardiología, el Palacio Nacional o el Estadio Olímpico Universitario, o del magnífico Sueño de una tarde dominical en la Alameda; por mencionar sólo algunos pocos lugares y trabajos que se pueden admirar de la vasta obra de este corpulento pintor del siglo XX.

Hablar y pensar en Diego es también mirar al hombre, ese ser humano lleno de defectos y virtudes que obligan a descubrirlo en la intimidad de sus tórridas relaciones con las mujeres.

Vinculado a Frida Kahlo, casi para la eternidad, han quedado prácticamente en el ostracismo otras grandes mujeres, eclipsadas por esta gran pintora de angustias y desventuras.

Angelina Beloff, es una de ellas. Fue su primera mujer.

“Te conocí en La Rotonde, Diego, y fue amor a primera vista. Apenas te vi entrar, alto, con tu sombrero de anchas alas, tus ojos saltones, tu sonrisa amable y oí a Zadkin decir: “He aquí al vaquero mexicano” y otros exclamaron: “Voilá l’exotique”, me interesé en ti. Llenabas todo el marco de la puerta con tu metro ochenta de altura, tu barba descuidada y ondulante, tu cara de hombre bueno y sobre todo tu ropa que parecía que iba a reventarse de un momento a otro, la ropa sucia y arrugada de un hombre que no tiene a una mujer que lo cuide. Pero lo que más me impresionó fue la bondad de tu mirada.”[1] (p. 67)

La vida los unió en la pre-guerra, en Bélgica. Era 1909. Dos primaveras después se casaron y vivieron 12 años juntos. Ella fue la columna sólida que requirió durante su estancia en Europa para desarrollar y crecer, encontrar su camino y proseguir por él sin mirar atrás.

“Aún te veo con tus zapatos sin bolear, tu viejo sombrero olanudo, tus pantalones arrugados, tu estatura monumental, tu vientre siempre precediéndote y pienso que nadie absolutamente, podría llevar con tanto señorío prendas tan ajadas. Yo te escuchaba quemándome por dentro, las manos ardiente sobre mis muslos, no podía pasar saliva y sin embargo parecía tranquila y tú lo comentabas: “¡Qué sedante eres Angelina, qué remanso, qué bien te sienta tu nombre, oigo un levísimo rumor de alas!” Yo estaba como drogada, ocupabas todos mis pensamientos, tenía un miedo espantoso de defraudarte.”

De esta rusa nacida en San Petersburgo, la escritora mexicana Elena Poniatowska recrea en su libro epistolar “Querido Diego, te abraza Quiela” una serie de cartas amargas que el pintor nunca respondió. De Angelina Beloff, que es apenas un par de líneas en la biografía de Diego Rivera, se sabe que migró de Rusia, donde había estudiado pintura en la prestigiosa Academia Imperial de Bellas Artes de San Petersburgo, a París, para continuar su educación en la Academia de Henri Matisse.

“En los papeles que están sobre la mesa, en vez de los bocetos habituales, he escrito con una letra que no reconozco: ‘son las seis de la mañana y Diego no está aquí’.” (p. 41)

Con la imaginación de Elena y la voz de Angelina, es posible acercarse al hombre, sentir su desdén y el desamor del que fue capaz para con esta grabadora y pintora con la que se casó y tuvo un hijo que falleció a los 14 meses víctima de las penurias de la Primera Guerra Mundial.

“Hoy en la mañana al alimentar nuestra estufita pienso en nuestro hijo. (...) Más tarde viajaríamos a Biarritz, los tres juntos, el niño, tú y yo cuando tuvieras menos trabajo. Imaginaba yo a Dieguito asoleándose, a Dieguito sobre tus piernas, a Dieguito frente al mar. Imaginé días felices y buenos (...)”. (p. 11 y 13)

Entre 1909 y 1921, año en que Diego Rivera regresó a México definitivamente, éste tuvo amoríos con otras mujeres, como la pintora Marie Vorobieff conocida como Marevna y con la que procreó una hija que nunca reconoció; pero Angelina se mantuvo incólume. Ella era su mujer y como tal esperó con toda paciencia a que Diego cumpliera su promesa de enviarle dinero para volar a México y proseguir la vida en pareja.

“Mira Diego, durante tantos años que estuvimos juntos, mi carácter, mis hábitos, en resumen, todo mi ser sufrió una modificación completa: me mexicanicé terriblemente y me siento ligada par procuration a tu idioma, a tu patria, a miles de pequeñas cosas y me parece que me sentiré muchísimo menos extranjera contigo que en cualquier otra tierra (...) me adapto  muy bien a los tuyos y me siento más a gusto entre ellos. Son nuestros amigos mexicanos los que me han animado a pensar que puedo ganarme la vida en México, dando lecciones.” (p. 46)

No obstante, se sabe que Diego nunca volvió a establecer contacto con ella. Con el pesar del silencio, Angelina se dedicó a seguir pintando y perfeccionando sus técnicas como grabadora en metal y madera. Once años después, cuando pudo juntar el dinero suficiente compró su boleto para cruzar el Atlántico y buscar a Diego. Para entonces, éste se había vuelto a casar dos veces. Una, con Guadalupe Marín, y la segunda, con la pintora Frida Kahlo.

“Hoy como nunca te extraño y te deseo Diego, tu gran corpachón llenaba todo el estudio. No quise descolgar tu blusón del clavo en la entrada: conserva aún la forma de tus brazos, la de uno de tus costados. No he podido doblarlo ni quitarle el polvo por miedo a que no recupere su forma inicial y me quede yo con un hilacho entre las manos.” (p. 15)

Angelina quiso a México como propio. Aquí se desistió de buscar a Diego, rehizo su vida, se vinculó y fue integrante activa de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. En 1949 fundó el Salón de la Plástica Mexicana. Trabajó como maestra de grabado e ilustradora editorial. De lo más destacado de ella están las acuarelas que ilustran los cuentos de “El soldadito de plomo” y “Los cisnes salvajes” de Hans Christian Andersen. Pero su mayor aportación a la educación mexicana fue el libro que escribió con observaciones técnicas, escénicas y difusoras del Teatro Guiñol.

“La cosa es que no me escribes, que me escribirás cada vez menos si dejamos correr el tiempo y al cabo de unos cuantos años, llegaremos a vernos como extraños, si es que llegamos a vernos.” (p. 42)

Angelina Beloff murió a los 90 años en la Ciudad de México, en 1969, doce años después que Diego Rivera. Una sombra anecdótica acompañará por siempre la biografía de esta artista plástica cuya obra es posible admirar en el Museo Dolores Olmedo –la recopilación más rica en el mundo: un día, recién llegada a México, se cruzó con Diego en un teatro y éste pasó junto a ella sin reconocerla.

El propio muralista admitió, muchos, muchos años después, que Angelina “me dio todo lo que una mujer puede brindar a un hombre. En cambio, ella recibió de mí, toda la miseria que un hombre puede infligir a una mujer”.

“Son las once de la mañana, estoy un poco loca, Diego definitivamente no está, pienso que no vendrá nunca y giro en el cuarto como alguien que ha perdido la razón. No tengo en qué ocuparme, no me salen los grabados, hoy no quiero ser dulce, tranquila, decente, sumisa, comprensiva, resignada, las cualidades que siempre ponderan los amigos. Tampoco quiero ser maternal; Diego no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no escribe porque no me quiere y me ha olvidado por completo.” (p. 41)

 

Autora: Yoloxóchitl Casas Chousal. México, Distrito Federal.

acuaria1959@yahoo.com.mx

 

 

 

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[1] Poniatowska, Elena. Querido Diego, te abraza Quiela. México: Era, 1978.