Periodo de Latancia”.

 

Encontré a La Tita por casualidad, como la fábula del burro flautista.

Venía yo de la tienda de Pilar, a unos pasitos de la casa de mi prima.

Y alguien aparece junto a un portal y me pregunta:

¿Tú estuviste en aquella población de la sierra hace unos poquitos de años?

Yo me quedé totalmente embobado al escuchar su nombre, pues sí que le recordaba, aunque su voz no era la misma que tenía siendo una niña.

La notaba yo bastante más grave y con un timbre más afónico y entrecortado.

Efectivamente, la recordaba pese al largo periodo de tiempo transcurrido.

Cuando la conocí era dos años mayor que yo; era la más pequeña de varias hermanas, que tenían nombres muy diferentes a los que en aquella época había yo escuchado.

Me acompañó por las zonas aledañas de su casita y me enseñó algunos juegos de su infancia, que por mis circunstancias propias no podía practicar.

Yo trataba de ponerme a su altura y le explicaba a mi manera mis entretenimientos en la calle donde yo vivía. En particular, mis diversiones usando las latas.

Porque Relatar, que es lo que ahora intento, debe ser para mí volver a utilizar esos objetos tan preciados antes.

El barbero me lo decía cuando me topaba con él.

¿Te acuerdas cuando te traían a cortar el pelo y te ponías a merendar sardinas en lata?

Era una lata grande; estaban muy buenas y con ella merendábamos la familia, posiblemente más de una tarde.

La abríamos utilizando un cuchillo que clavábamos junto al borde, hasta que la tapa circular permitía levantarla para extraer el contenido de la conserva.

Luego vinieron los abrelatas de diferente modelo, cuando también las latas habían pasado a llamarse latitas o latillas.

Cuando la lata grande quedaba vacía, antes de tirarla, yo le hacía un agujero en la parte superior y le introducía un cordel.

Así podía cargar arena y hacer montoncitos y jugar en la calle.

La arena la recogía del suelo con la tapa circular, que habitualmente se tiraba para no cortarnos, si la doblaba un poquito hasta convertirla en una palita, a la que denominábamos recogedor.

Esto se lo había relatado yo a La Tita, en el instante de conocerla, como uno de mis pocos pero insistentes juegos en mi calle.

¡Ojalá vuelvas Pronto por aquí y te enseñaré a divertirte con otras cosas!

Esto me lo dijo el día de la despedida.

Quince días anduve por aquel pueblo desde entonces tan querido para mí, donde conocí los álamos del río, subí por vez primera en lo que me dijeron que era un taxi; descubrí una casita con escalones en la entrada, ya que donde yo vivía sólo tenía un banzo para acceder desde la acera.

Paseando de la mano de algunos de sus vecinos, me explicaron cómo era un aeroplano, me informaron de una victoria triunfal del ciclista Fausto Coppi, recorrí lo largo y ancho de una piscina.

También algunos de sus familiares me acompañaron a una capilla a oír la Misa dominical, yo que aún no había tomado la primera Comunión.

Sí; me soltó la expresión esa de Ojalá, que yo tampoco lograba entender, me sonaba a hojalata.

¿Por cierto, no te estaré dando la lata?

Dar la lata nombraban a lo que hacíamos los niños como yo, cuando arrastrábamos la lata para recoger arena y hacer montones en la esquina.

Porque la lata sonaba bastante, ya que no había circulación de automóviles ni motos.

De vez en cuando surgía una cosechadora, un carro de espigas. Pero tal sucedía en pocos momentos por la mañana; no al atardecer, cuando nosotros jugábamos.

Luego le informé orgulloso de que en casa teníamos un huertecito y que a mí me gustaba regarlo para ver crecer las plantas.

Y se quedó maravillada, con una sonrisa latente, pero no enlatada, al conocer cómo fabricaba yo una regadera.

Por estas latitudes, me dijo como replicando, las plantas y los huertos se riegan con aspersores.

Yo ignoraba qué era aquello; aún así le expliqué la manera de fabricar una regadera:

-         Mira, cogemos una lata vacía, le hacemos agujeros con una punta y un martillo, muchos agujeros en el fondo, y ya echamos el agua en ella y la lata se lo envía a las plantitas muy dispersa.

La Tita se quedó embelesada y tardó un ratito en añadir algo a nuestra conversación.

Yo sentía los latidos de mi corazón un tanto acelerados al oírle hablar, porque me gustaba escucharle; además, siempre sonreía y me parecía que iba a explicarme novedades.

Me dijo que su padre conducía un remolque y que, si mi familia me llevaba allí en otra ocasión, podría subirme en él, acompañados los dos, porque ella todavía no sabía llevarlo.

Yo dejé latente esta información, con objeto de plantearla a los míos en el momento apropiado.

Este remolque puede transportar muchas cosas, también arena y piedras.

Lo de las piedras no me encajaba mucho, porque mi lata se llenaba enseguida con ellas.

Lo de la arena, eso ya era otro cantar.

Cuando la lata se arrastraba vacía por la calle, producía un sonido muy agradable, dominado por el cacharro.

Cuando se arrastraba llena de arena, el sonido era más difuso, sin tono ni timbre propios; pero entonces la llenaba hasta el tope y la descargaba en el montón, a la esquina de mi calle.

Quise saber de qué materiales estaba hecho aquel remolque, si era muy grande, si trasportaba mucha carga.

Me aseguró que podría hacerme una idea en unos momentos, puesto que lo tenían ahora aparcado en una zona próxima.

¿Tiene alguna parte hecha de latón?

Yo había aprendido aquella copla que decía: “Era de latón, de latón, de latón era; era de latón el cacharro de mi abuela.

Ella lo desconocía; pero es que a mí todo lo que podía sonar como lata me encandilaba.

Otro día escribí en puntitos su nombre y se lo pasé. Mira, le dije, aquí pone La Tita.

Yo me llamo sólo Tita; mejor dicho, mi nombre es Roberta. Claro, entre los conocidos me dicen La Tita.

Me invitó a que le esperase cerca del remolque. Y estuve solo, sin saber adónde ir, un tiempo que me pareció muy largo.

Cuando llegó a rescatarme se me caía alguna lagrimilla. Me obsequió con unas golosinas.

Fue el último día; pero por mi parte ya había recuperado la ilusión de encargarle a mi padre, que trabajaba en el taller, me fabricara un remolque para jugar.

De ese modo, daría por terminado mi periodo de Latancia, sustituyéndolo por otro de madurez conduciendo por mi calle un remolque de madera.

Ella me había hecho reflexionar y también madurar un poquitín, otra etapa diferente y superior en mis juegos infantiles.

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

 

 

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