La cabaña.

 

Hace tiempo que vengo un poco triste.

Hoy regreso del remanso en la colina.

Ese lugar es mágico en el mundo.

Acabo de absorber la luz energética del cosmos en ese pequeño lugar...

El arroyo baja como una serpentina enredada en carnaval, los pájaros cantan con sus voces de agua blanda, cantos gregorianos de otros siglos pasados o inmediatos, la música se revuelve con el aroma de húmeda jarilla, de paico, de romero , algo nunca experimentado, algo místico en aquel lugar.

Llegué a la cabaña flotando en una hoja de laurel.

Me tiré en mi pequeño sillón rojo escarlata.

¡Allí respiraba el olor de pino de las pequeñas paredes y techo! Mi amado José, ¡si estuvieses conmigo!

De pronto llaman a la puerta. Al abrir veo a un hombre alto, de bigote si barba espesa.

Disculpe señorita, yo soy su vecino nuevo, estoy ordenando la cabaña, y encontré estas cosas que son de mujer, sino se ofende se las quería obsequiar...

Era una cartera de cuero negra, una flor y un sombrero inmenso, que llamó mi atención pues era de cuero, pero inmenso, como de un metro ochenta, y bien ancho...

Me pareció muy particular y hermoso, así que lo acepté con mucho agrado.

De paso invité al hombre a tomar café conmigo.

Nos hicimos grandes amigos.

Tomás vení a meterte al arroyo, el agua está tibia, ja, ja, un pececito me mordió el dedo gordo... La luz blanca nos hacía ver como si fuéramos de plata, cuando volvíamos aquel día le mordimos un pedazo al cielo                                que era, por aquellas horas, de damasco maduro...

Mientras tomábamos café con tostadas le comenté que mi amor José se fue con un ángel, que se lo llevó sonriendo en sus brazos...

Mis lágrimas caminaban calladas por mis mejillas, Tomás me tomó las manos, me dijo: Mari, si fueras detallista todo sería distinto... El aroma del café, llamó a tres pájaros marrones con rojos redondeles, que empezaron a cantar el Ave María, con trinos azules; Yo empecé a mirar cada cosa de la habitación.

¡Me di cuenta de que el sombrero estaba abierto... la cartera y la flor bailaban locamente; entonces me cuenta, corrí a los brazos de Tomás gritándole: José, José eres tú, sí lo eres! El sombrero reía en do menor...

 

Autora: Olga Triviño. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

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