El terapeuta                

 

Por mi estancia, de paredes color crema, han pasado miles de gentes, mujeres, ancianos, niños y niñas, algunos merolicos de mercado y otros cuantos trabajadores de un importante banco.

Muchos han pasado y se han sentado en el sillón frente a mi taburete de madera barnizada, fijando sus ojos en alguna de las pinturas que cuelgan de las mismas paredes, pinturas que muchas veces no tienen un sentido, lienzos de colores uniformes, otros de paisajes sin detalles, o solo círculos concéntricos uno dentro de otro, uno dentro de otro.

No es que me agrade el estilo surrealista, en realidad no tengo preferencias por lo que al arte visual se refiere. Sin embargo es una concepción propia sobre la conducta de la gente, creo que es más fácil evocar aquello que nos perturba si puedes dejar la mente en blanco, y ¿qué mejor forma de hacerlo que perder la vista en algo que no significa nada?

Pues de aquella forma iba el día, cuando llegó el muchacho a mi estancia; yo estaba repantigado en mi silla, de acojinado en tapiz negro, volteando hacia una de aquellas paredes en la que colgaba un lienzo en blanco con círculos en color azul, más bien en todos los tonos del color azul, dispersos en la tela, así, como si se hubiese lanzado un gran puño de rosquillas al aire, y después se hubiera puesto por encima de ellas la tela en blanco, conservando la disposición de las rosquillas al caer al suelo; es uno de mis lienzos preferidos, y pensaba pues en la analogía de las rosquillas lanzadas, como muchas veces lanzamos las palabras, cuando de pronto, escucho la campanilla de la puerta.

Me levanté incluso con un poco de pereza, y di tres o cuatro pasos hasta la puerta de madera pintada en color tan claro como el de las paredes y abriendo con total parsimonia, pues no dejaba aún mi mente el lienzo de las rosquillas, me encontré frente al muchacho. Un muchacho cualquiera diría yo, aunque a pesar de todo, el conjunto de su apariencia, me produjo cierta sensación que explicaré más adelante, solo por cuestión de no perderme en divagaciones.

Pues ahí estaba, erguido junto al marco de mi puerta observando de reojo el interior de mi estancia, cuando de pronto mis oídos se percataron de lo que el muchacho decía. —Busco al doctor Herrerías.

¿Al doctor Herrerías? Se preguntaban mis neuronas unas a otras tratando aún de establecer nuevas conexiones para apartarme del lienzo y las rosquillas, que no terminaban de ocupar mi espacio consient   e, cuando en un alarde de superioridad cognitiva, escuché como mi boca decía: —Si, soy yo, adelante.

Y así, me encontré sentado nuevamente en mi silla de respaldo acojinado, con un muchacho observándome desde el sillón que está frente a mi taburete.

 

Pasaron varios minutos sin que el muchacho dijese nada, sin que existiera algún intercambio entre nosotros. Eso es crucial según me enseñaron en aquellas tediosas clases de psicoterapia. La importancia de la empatía, del rappor, ese clic, entre cliente y terapeuta; pero que yo mismo he podido comprobar, solo es un invento de los teóricos para dificultarnos los exámenes en la profesional, pues muchas de las veces, eso no es necesario para que la persona se acerque a expresarnos sus pensamientos. Lo que precisamente ocurrió con el muchacho.

 

¿Quiere que le cuente un cuento? —Me preguntó después de varios instantes, tomándome incluso por sorpresa, pues hacía momentos que mi mente comenzaba nuevamente a evocar el lienzo de las rosquillas, y mi analogía inconclusa sobre las palabras.

—Si, —Le dije, cuéntame ese cuento.

Otro enorme error dirían los respetadísimos doctores en psicoterapia, “hay que empezar primero por ganarse al paciente, por saber que lo ha motivado a acudir al consultorio, indagar el impacto que el camino, el transporte incluso nuestro propio lugar de trabajo le ha causado al individuo, Etc. Etc. Etc”. Pero yo siempre he actuado con más simplicidad, dejando que las cosas tomen un cauce, y solo si ese cause es demasiado fuerte, intervengo, lo que me lleva a pensar, como uno mismo propone leyes que otros seguramente, como yo lo hago con mis enseñanzas profesionales, tildarán de inservibles.

 

Era una vez un niño, —Dijo el muchacho, interrumpiendo una vez más mis disertaciones personales. —Un niño pequeño, seis años a lo mucho. El niño, era hijo de una mujer, que trabajaba por las mañanas, y cocinaba por las tardes.

El siempre acudía a la escuela, se levantaba temprano, justo cuando el despertador, sonaba en su tercer tono, pues no tenía permitido dejar que su madre se despertara; cogía el uniforme de la pequeña mesita junto a su cama, salía del cuarto, se aseaba, comía el desayuno, se cepillaba los dientes y solo al final, cuando no había riesgo de manchar la ropa escolar, pulcramente planchada y doblada por su madre, se ponía el uniforme.

El niño, tomaba el camión del colegio a las seis y cinco, ni un minuto más ni un minuto menos, y procuraba leer el libro de la semana asignado por su madre para no dormirse en el transporte y correr el riesgo de arrugar la camisa o el suéter del uniforme.

 

¿Por qué procuraba no arrugar la ropa el niño? —Pregunté —¿Tenía miedo de algo el niño, si arrugaba la ropa? —Y quedé como todo un idiota cuando el muchacho me respondió.

 

—¿Es usted el doctor Herrerías? —Si, dije yo. —¿Y dónde está su uniforme?

 

¿Qué? Dijeron mis neuronas en coro, expresando esa sensación de aquel que no entiende exactamente lo que se le quiere decir, como cuando en la clase de física molecular, no entendemos la ecuación de diferencia de las masas en movimiento; ¿Qué? Exclamamos para nuestros adentros, ¿Qué demonios?

Y nada, todo es tan sencillo, porqué había de preguntar cuál era la preocupación del niño, si, eso mismo me decía el muchacho, usted es un doctor ¿No es cierto? Y para ser doctor, hay que ser antes colegial y usar uniforme, ¿Por qué, estaría usted nervioso de arrugar el uniforme en su época de colegial? Pero una vez más me dejaba llevar por mis excelentes cátedras de psicología clínica y entrevista: “No hay que dar por hecho las cosas, el paciente debe proporcionarnos la información, no debemos interpretar demasiado, es el paciente quien debe decir las cosas, nosotros solo debemos encausar la información, hacer las preguntas que nos den esa información”……… Absurdos y más absurdos.

 

El tiempo volvió a congelarse y pasaron varios minutos entre mi estupor, mi poca practicidad para responderle al muchacho y el momento en que con una simplicidad tremenda, me preguntó: —Quiere que le cuente un cuento?

 

—Si, —Dije mientras mis neuronas formaban un espectacular letrero de ¡IDIOTA!

 

El niño regresaba a las tres del colegio, y tomaba su comida a las cuatro; sopa, ensalada, y un plato fuerte sin grasa, agua de limón y dos pastillas vitamínicas, todo ordenado del inicio al final, plato a plato de izquierda a derecha, para que no olvidara nada, pues mamá no quería tener que ayudarle a comer lo que le faltara.

Después, el niño comenzaba a realizar los ejercicios del colegio, sumas, restas, oraciones y capitales del mundo; huesos del cuerpo, planetas del sistema, héroes de la historia; tema por tema, libreta por libreta, todo en orden antes de las siete, pues hay que esperar sentado en la sala con el libro en las manos y sin libretas fuera a que regrese mamá a cocinar, a cocinar, a cocinar.

Pero un día, el niño salió temprano del colegio, por lo que llegó a casa a la una, y comió la hilera de platos a las dos, he hizo las labores del colegio a las tres, y acudió al sillón con el libro en las manos a las cuatro; por lo que a las cinco, y sin que apareciera mamá por ahí, sacó de un cajón de su cuarto un cuaderno forrado en rojo, unos colores y un buen lápiz y empezó a dibujar: Globos y aves, caminos y barcos, trenes y animales, pasteles de crema y algodones; y cuando dieron las siete, el sillón estaba vacío.

 

Vacío, fue una palabra que hizo sonar campanas en mi cabeza, ¿Por qué? Quien lo puede saber, pero simplemente fue un detonador, un clic, un…….. ¿Cómo dicen los maestros de terapia Gestalt? ¿Un insight? Y entonces por fin observé al muchacho que tenía enfrente:

Piel blanca, blanca sin color, como de porcelana, manos largas, estilizadas, dedos largos afinados, sin esa grasilla                    que se acumula en las articulaciones, que hace parecer que uno tiene chorizos en vez de dedos; cabello lacio, cayéndole por el hombro, figura delgada, sin mucha musculatura, ropa seria, camisa gris, pantalón negro de mezclilla, chamarra de piel negra con puños de algodón, zapatos lustrados; en general la apariencia de alguien común, tal vez un buen tipo, que le gusta verse bien, de actividades más o menos sedentarias, intelectuales, pero nada más, nada que pudiera hablarnos de diferencias, alteraciones, normal y simplemente normal; pero aún así, me generaba incomodidad, más por una sensación propia de que estaba pareciendo un idiota frente a él, con mis cátedras y mis conocimientos y por esa forma de llamarme Doctor, que por una característica del muchacho mismo.

Aún así, acabaría dándome cuenta que en ocasiones hay que hacer caso de las intuiciones, y cuando las campanas de mi cabeza repicaron con la palabra VACÍO, debí darme cuenta que no estaba tratando con cualquier muchacho.

 

El tiempo quedó pausado una vez más, sin que cruzáramos palabra alguna; uno, dos, tres y creo que hasta cuatro minutos, cuando de pronto, me decidí a intervenir y le dije: —VACÍO.

 

—Si, —Me dijo, —Vacío, porque el niño olvidó que el camión llega a la casa a las tres, y no a la una; después el niño recordaría que mamá llega a cocinar, y que no le gusta decir cosas que ya ha dicho.

¿Qué te piensas que estás haciendo? ¿Dónde deberías estar? ¡Estás otra vez con tus idioteces! ¿Qué te he dicho de ese cuaderno? —Decía el muchacho imitando la voz aguda y alterada de una mujer. —¿Crees que yo me mato trabajando para que tú dibujes? Y el niño trataba de esconderse tras la libreta, pero las libretas no son protección que sirvan contra afilados tacones y zapatos de punta de charol, menos si no se pueden colocar cerca de los pies, no, no, no sirven como protección.

El niño vio como la libreta salía volando de sus manos, cuando una de aquellas zapatillas impactaba contra su cara, haciendo que su cabeza rebotara contra el pequeño taburete en el que dibujaba, desparramando colores y lápices por el suelo; después, la misma zapatilla, hacía pedazos los pasteles de crema, los algodones, los trenes, los barcos y animales, y todo por olvidar que el camión llega a las tres y no a la una.

 

¿Qué es lo que quieres? Le preguntaba mamá al niño al siguiente día. ¿Dime qué es lo que quieres para que entiendas todo lo que yo tengo que hacer por ti. Nada, —Dijo el niño, —Solo dibujaba, solo…….. Pensaba que podíamos tener un perrito.

¡Un perrito! —Le decía con sorna mamá al niño, ¿Eso es lo que quieres? ¿Un perrito? —Si, un perrito mamá, yo lo puedo cuidar de siete a ocho, mientras tú haces de comer…….

 

Al otro día —Continuó narrando el muchacho —Al otro día el niño, recibió de manos de mamá un gato, pero no era el animal que el niño hubiera deseado, este estaba sucio, sin bañar, con las orejas mochas y llenas de cicatrices, con el pelo lleno de basura, con pulgas, y definitivamente nada domesticado; mordía y gruñía nada más acercarle la mano, miraba con unos ojos inyectados en sangre, siempre vigilante, siempre agazapado.

 

—Ahí tienes tu animal, así que de hoy en adelante es tu obligación adiestrarlo, tu responsabilidad; y aunque el niño habría preferido un perro pequeño y limpio, aceptó al gato, porque anhelaba compañía y cariño y no solo libros; aceptó al gato incluso sin saber que era un gato con más de tres años en la calle, un gato casi imposible de domesticar, pero lo haría para complacer a su madre sin importarle que el gato lo arañara o lo mordiera.

 

Así comenzó a tratar al animalito, a darle de comer de la mano, a acariciarlo en la cabeza y en el lomo con dulzura, con tranquilidad, sin importarle los mordiscos y arañazos que este le dejaba en las manos y en la cara, sin importarle si el gato gruñía o le encajaba las garras; hizo una caja de arena, un comedero, fabricó una pelota y fue feliz, cuando el minino comenzó a esperarlo para jugar después de la tarea, cuando el minino acudía a la caja de arena para no ensuciar la habitación, cuando aprendió a seguir la pelota de hilo.

Y una vez que estuvo satisfecho, una vez que el gato le obedecía y le seguía tranquilo y silencioso a cualquier lugar que el niño fuera, acudió a ver a su madre esperando que esta se sintiera orgullosa del trabajo que había logrado con el gato; pero esta, que estaba cocinando, tomó al gato totalmente domesticado y confiado del suelo, y con un cuchillo, le rebanó el cuello.

 

—Te dije que lo adiestraras, que lo hicieras obediente, pero tú has hecho que sea un guiñapo, has hecho que el gato te quiera. Los gatos no son mascotas de recreo, no son bestias sin cerebro como los perros, son felinos, cazadores, fuertes, supervivientes; los gatos son feroces, inteligentes, están hechos para triunfar en la vida. ¿No lo entiendes?

Más tarde, solo en su cuarto, el niño lloró amargamente a su amigo perdido, pero nunca olvidó lo que había aprendido: el amor es lo mismo que destrucción, ser amado, es el camino de la perdición.

 

—¿Usted es el doctor Herrerías? —Me preguntó momentos después de haber terminado su relato. —Si, yo soy. —Y es terapeuta ¿No es así? —Si, soy terapeuta —Le respondí.

 

Pues bien, creo que tengo un cliente para usted —me dijo —la mujer que espera allá afuera, era mi esposa, con ella tuve un hijo, y le dije claramente: adiéstralo, edúcalo, hazlo que sea obediente; pero no comprendió, lo hizo un guiñapo, incapaz de triunfar en la vida y tuve que rebanarle el cuello.

Ayúdela, necesita un terapeuta.

 

FIN

Autor: Cristóbal  Getsemaní Sánchez Calvillo: Naucalpan, Estado de México, México.

csaanchez134@hotmail.com

 

 

 

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