La calle de la estación Gold estaba
desierta, sus adoquines aún estaban mojados por el abundante rocío que había
caído durante la noche anterior; numerosos árboles cubiertos de hojas frágiles
demostraban que una nueva estación había llegado a aquel desolado lugar.
Cientos de papeles, latas, botellas y muchas otras inmundicias cubrían ambas
aceras.
En esa nublada mañana solamente había un
ruido que podía romper la calma. Era el del único tren que pasaba por ese
pueblo aproximadamente cada dos meses. Aquel día llegó a las ocho y quince
A.m., pero no logró cruzar el pueblo, a causa de una avería en la locomotora.
Nadie notó la diferencia, lo habitual era oír el traqueteo y los bocinazos
viniendo desde el norte y perdiéndose hacia el sur, pero tal sonido en aquella
oportunidad no pudo ser escuchado por los pobladores a causa de un suceso que
más tarde se habría de develar ante los ojos de tres hombres aterrorizados.
La locomotora se detuvo y de ella se
vieron bajar a las únicas tres personas que viajaban en el tren. El primero fue
un hombre alto, de pelo corto, ojos saltones y nariz prominente, vestido con un
traje negro a rallas. Los otros dos que le seguían eran jóvenes, de unos veinte
años, ambos de piel negra, pelo corto, en forma de virulana, delgados pero de
brazos fuertes a causa de cargar y descargar aquellos trenes una y otra vez.
Sino hubiese sido por la cara de
preocupación que tenía cada uno de ellos, cualquiera habría pensado que se
bajaron a descansar bajo los antiguos árboles de la estación, pero la charla
que se oyó dentro de los dos minutos posteriores a la detención fue clara: no
tenían las herramientas necesarias para repararlo, la radio estaba rota desde
hacía seis meses y tenían que recorrer trescientos kilómetros de campos
desiertos hasta llegar al próximo pueblo, en donde quizás encontrarían ayuda, o
quizás no.
El mayor de ellos tomó la palabra y dijo
con voz melancólica:
-Este es el pueblo en donde me he
criado, quiso el destino, o vaya a saber quien, que nos detuviéramos aquí.
Durante noches he soñado con este sitio que antaño era maravilloso, jamás
olvidaré las ferias de productos artesanales en donde año tras año venían miles
de turistas a visitarlas. Aquellos colores que adornaban cada puesto, los
aromas entremezclados de fritura, salsa, chocolate y carne asada, los juegos
por las tardes y los bailes durante las noches. En este punto se asomaron
lágrimas a los ojos de aquel hombre y no pudo continuar hablando.
Milton, uno de los jóvenes que lo
acompañaban en esos largos viajes se acercó a él y le dijo en tono preocupado:
-Sabemos de esas historias, Louis, las
hemos escuchado cientos de veces y nos parece haberlas vivido y disfrutado tal
como tú lo haz hecho de pequeño. Pero también nos haz mencionado del secreto
que guardaba el pueblo, que solamente tu familia lo sabía, y que al morir tus
padres y tus dos hermanos mayores el único que había quedado con aquel secreto
eras tú. Nunca quisiste develarnos cuál era ese pueblo y mucho menos el
secreto; también nos haz dicho que huiste de ese lugar por no soportar el peso
de no tener con quien compartirlo, porque cualquiera que lo supiera destruiría
la paz de ese magnífico lugar, y probablemente la vida de todos sus habitantes.
Ante estas palabras, el rostro del señor
Louis se contrajo y sus piernas flaquearon. Tuvo que sentarse en uno de los
troncos secos que servían de bancos en aquella vieja estación. Nunca lo habían
visto de tal modo, al contrario, el señor Louis demostraba seguridad y
autoridad en cada problema que se les presentaba durante años de trabajo sobre
los rieles.
Mientras tanto, el segundo joven, que
hasta el momento había permanecido en silencio, rascando su cabello sucio, se
dirigió hacia uno de los árboles y sacando un filoso cuchillo del bolsillo de
su chaqueta cortó una rama larga y gruesa. Ambos quedaron mirándolo, sin saber
por qué había realizado una acción tan superflua en medio de semejantes
problemas. Pero también sabían de la percepción, la inteligencia y la capacidad
de no temer a las malas circunstancias que Héctor poseía, como aquella trágica
mañana en que el atentado terrorista cubrió de sangre el tren en donde viajaban
y él tomó el mando de la situación salvando a quince vidas.
Pero ahora no había ningún atentado, y
solamente eran tres vidas las que había que salvar; ahora era el momento de
buscar una solución, de modo que se dirigieron a la pequeña oficina de la
estación. Estaba desierta. Las paredes partidas por el movimiento que producía
el paso de los trenes parecían derrumbarse tan solo con el sonido de sus pasos.
Un pequeño escritorio estaba ubicado en un rincón, cubierto de polvo y unos
papeles amarillentos en los que las letras ya no podían leerse. Louis se sentó
en la única silla de la oficina que estaba detrás del arruinado escritorio
tratando de pensar cuál era la decisión más adecuada que debía tomar. Milton
señaló hacia la pared izquierda, en donde estaba la radio con la que se
comunicaban con las demás estaciones:
-¿Aún funcionará? Preguntó con un asomo
de esperanza en su voz.
-Por supuesto que no, idiota, dijo
Héctor moviendo el trozo de tronco que había cortado hacía unos instantes, con
un movimiento de director de orquesta, seguramente el más desubicado que
hubiese existido. -Esa radio nunca funcionó, recuerdo que jamás hemos tenido
contacto con nadie durante todos los años que pasamos por aquí... Y apropósito:
¿por qué nunca nos haz dicho que este era el pueblo en donde habías nacido,
Louis?
El hombre de traje a rallas sacudió su
cabeza de la cual ya faltaban varios cabellos. -Contarles que éste era el
pueblo hubiese supuesto despertar la curiosidad por saber cual era el secreto
que esconde, y en alguna oportunidad me habrían obligado a detenerme para ir a
descubrirlo, algo que juré a mis padres que jamás revelaría a ninguna otra
persona que no sea de nuestra familia.
-Queremos saber cuál es ese secreto,
dijo Milton , hablando sin haber consultado a su compañero, lo cual no era
necesario, puesto que la curiosidad y la creciente excitación por descubrir lo
prohibido también se dibujaba en el rostro del otro joven.
El señor Louis no se inmutó. Había
tenido la certeza de que esta situación se presentaría ante cualquier persona a
la que mencionara su historia. Volviendo al tono autoritario que siempre lo
había caracterizado, se puso de pie y se dirigió a los dos morenos:
-Tenemos dos opciones, recorrer el
pueblo en búsqueda de algo que nos pueda servir como herramienta para arreglar
la locomotora, para lo cual necesitaré de vuestra ayuda. O bien, hacer lo que
ustedes desean y no creo poder sacarlo de sus mentes de ningún modo. He faltado
a la promesa que hice a mi padre desde muy temprana edad, pero no podía continuar
mi vida sabiendo que era la única persona en el mundo que sabía de aquel
secreto. Pero amigos, era la primera vez que se dirigía a ellos con esa
expresión, esto que les voy a decir dependerá de ustedes si lo escuchan e
interpretan con inteligencia, y luego toman la decisión correcta: hay ocasiones
en las que debemos dejar de lado las curiosidades de descubrir lo prohibido que
hacen detener nuestras vidas y dirigir nuestros esfuerzos a las luchas que son
verdaderamente productivas. Si vamos por el secreto, gastaremos las únicas
energías que tenemos, porque sé que no hallaremos alimentos, ya que en este
pueblo no habita nadie desde hace años, todos han fallecido con una muerte
extraña que siempre sospeché que tiene que ver con dicho secreto, pero jamás nadie
pudo descubrir los motivos por los cuales en una fría mañana del invierno de
1976 ninguno de los habitantes pudo salir de su casa para comenzar un nuevo
día. Si yo estoy acá es porque estaba de viaje con ustedes por algún remoto
lugar sobre los rieles que trancita eternamente este bendito tren, sino sería
uno de esos cadáveres.
Un reflejo de duda asomó a los ojos del
más inteligente de los jóvenes, pero un nuevo brillo lo ocultó dejando ver que
la curiosidad superaba todo razonamiento; una vez más, como tantos hombres que
jamás podrán ser felices, quería ir tras lo superfluo por el simple deseo de
sentir un mero placer que cuando acabara, no dejaría lugar en sus vidas para ir
en búsqueda de lo verdaderamente útil.
Héctor permaneció en silencio,
blandiendo su bastón improvisado de un tronco de algarrobo, mirando el nublado
cielo tras aquellos vidrios empañados de una pequeña ventana. Mientras pensaba,
abrió su boca para decir algo, la cerró, luego volvió a abrirla y por último
decidió callar definitivamente.
Al ver la indecisión de su amigo, el
otro joven tomó la iniciativa, tal vez por primera vez en tantos años de
trabajo junto a sus compañeros. Las pocas esperanzas de Louis desfallecieron al
comprobar que la decisión más importante quedaba a cargo de un idiota como lo
era Milton. Él supo qué había decidido aún antes de que el muchacho pronunciara
una palabra. Su experiencia no le dejaba ninguna duda de que cuando un
inteligente pierde el control y éste es cedido a un estúpido, la elección
irremediablemente va a ser la incorrecta y los resultados serán catastróficos.
Milton dijo que quería ir tras el
secreto, y Héctor asintió con la cabeza. Louis se sintió perdido y comenzó a
percibir cómo su cuerpo se desvanecía. Antes de desmayarse, logró decir que no
les revelaría aquel secreto, que se había equivocado al haber hablado y no los
acompañaría en aquella aventura. Pero cuando despertó media hora más tarde, con
el dolor de las cuerdas apretando sus manos, brazos, piernas y cuello, y al ver
a Milton blandiendo el grueso tronco ante sus ojos amenazando con golpearlo
hasta matarlo, aceptó y dijo en un hilo de voz que los llevaría hasta aquel
lugar en donde se ocultaba tal vez lo más pernicioso que pueda poseer un
hombre.
Milton hizo una seña a su compañero para
que desate al señor Louis y le dé el último poco de agua que les quedaba. Éste
obedeció y unos instantes después de que Louis se había recuperado
completamente, se dirigieron por aquella desértica calle de adoquines ya
prácticamente secos del rocío de la noche anterior. Caminaron pareciendo que
llevaban un rumbo incierto, como un camello perdido en medio de un ardiente
desierto buscando un oasis que salvara su vida. Recorrieron las calles
cubiertas de basura, pudieron ver excrementos de animales, lo que les demostraba
que a pesar de que en aquel lugar no había humanos sí había otra clase de seres
vivos. Pasaron frente a la pequeña iglesia del pueblo, en cuya puerta había una
gran estatua sin cabeza, de vaya a saber que santo, custodiando la entrada. Del
hueco de su cuello surgió atronadoramente un enjambre de avispas que los atacó
de improvisto. Los tres corrieron desesperadamente sin esperar otra cosa que no
sea el dolor de los aguijones clavándose en su piel, hasta que vieron una
puerta entornada de una casa en ruinas en la cual entraron sin pensar lo que
les podía esperar: tal vez miles de ratas hambrientas ansiosas de devorar su
carne, tal vez el nido de una serpiente que hacía días que no probaba bocado
alguno, tal vez un espíritu que los recibiera con la sonrisa más macabra que
hayan visto en sus vidas para luego matarlos y alimentarse de su sangre. Pero
el mal que los perseguía no les hizo pensar en el mal que podía aguardarles, de
modo que entraron como un rayo cruza los cielos en una noche de tormenta y cerraron
la puerta tras de sí.
No había ratas, ni serpientes con falta
de alimento, ni tampoco un espíritu hambriento. Sí habían cuatro cadáveres
sentados a la vuelta de una mesa redonda cubierta por un mantel ennegrecido,
delante de cada cual estaban pulcramente acomodados los platos, los cubiertos y
los vasos, y en el centro de la mesa, haciendo juego con aquella vista funesta,
un florero lleno de sangre seca y flores marchitas.
Luego de cerrar la puerta el temor de
las avispas fue borrado de sus mentes ante tal escena. Un grito se escapó de
los labios de aquellos tres hombres espavoridos. El olor nauseabundo inundó sus
narices produciéndoles arcadas. Oían al enjambre zumbando tras la puerta...
Héctor vio una de las ventanas de la
habitación abierta y corrió a cerrarla, justo un momento antes de que las
avispas comenzaran a rodear la casa.
-Vayamos a otra habitación, dijo Louis
tratando de contener la respiración, y tratando de no desmayarse por segunda
vez en menos de una hora. Los tres hombres pasaron junto a la mesa de los
difuntos y abrieron una segunda puerta que daba a una pequeña sala en cuyo
centro había una mesa ratona, sobre la cual habían varios pocillos de café; de
las paredes colgaban cuadros con dibujos tan descoloridos que apenas podían
notarse las figuras. En esta habitación solamente había una puerta lateral, por
donde ingresaron y se encontraron con un dormitorio, en cuya cama descansaba
otro cadáver. Era increíble que a pesar del paso de los años los cuerpos aún
siguieran estando intactos, despidiendo aquel olor horripilante a carne en
putrefacción.
Louis tomó la palabra y dijo:
-Sé que en cada una de las casas de este
pueblo hay un sótano, y muchos de ellos tienen túneles que se combinan con
otras casas,. Habían hecho estas obras para las épocas de huracanes, la gente
compartía sus provisiones en los casos extremos, cuando el temporal no amainaba
y la situación era crítica.
-¿Y cómo haremos para saber en dónde
está el sótano en esta casa? preguntó Héctor, quien ahora tenía sus mejillas
pálidas y sus labios color ceniza.
Louis no respondió, se limitó a
acercarse a la cabecera de la cama en donde estaba la difunta y dijo a Milton
que se acercara al otro extremo:
-Vamos a correr la cama. Generalmente
los sótanos se construían debajo de los dormitorios, y su entrada estaba debajo
de la cama matrimonial.
Ambos corrieron el lecho de aquella
mujer... Sus nervios eran tales que el movimiento fue demasiado brusco, acción
que presentó ante sus ojos otra escena de horror: el cuerpo de la muerta comenzó
a desarmarse, la cabeza rodó hacia los pies de Héctor, quien emitió un alarido
y saltó golpeando su espalda con uno de los postigos semiabiertos de la ventana
que daba a un jardín cubierto de juncos más altos que cualquiera de ellos. Las
piernas cayeron a ambos lados de la cama, y uno de los brazos se desprendió y
golpeó la cara del señor Louis. Éste hizo caso omiso del suceso y corrió hacia
la ventana apresuradamente para cerrar el postigo en donde se había golpeado
Héctor. Las avispas podrían ingresar por allí si lograban atravesar los juncos,
no era conveniente correr riesgos. Una vez más, Louis estaba al frente, tomando
el control de cada situación, guiando a aquellos dos jóvenes inexpertos que lo
habían llevado a padecer esos horrores... De todos modos, pensó Louis, si iban
en búsqueda de alguna herramienta para arreglar la locomotora, se habrían
encontrado con todas esas abominaciones, pero al menos sería con un fin
justificado, él sabía que descubrirles el secreto sería la perdición para los tres...
Mientras tanto, Milton había abierto la
pequeña puerta del sótano que afortunadamente había sido construido debajo de
la habitación. De aquel hueco brotó oscuridad, así como surge la luz del sol
cuando las nubes desaparecen. Tenían que zambullirse en aquella negrura, era la
única alternativa disponible. Louis tomó la rama seca de las manos temblorosas
de Héctor y comenzó a tantear la escalera que bajaba hacia las profundidades de
lo desconocido. Fue bajando cada peldaño sin saber si éste se quebraría bajo su
peso, cada paso era una sensación terrible, la transpiración brotaba de su
cuerpo en abundancia, mientras los escalones crujían bajo sus pies...
Llegó al fondo y miró a su alrededor,
solamente telarañas colgaban de las paredes y el techo, pegándosele en la cara,
metiéndosele en los ojos y en la boca. Las hizo a un lado con la rama que ahora
era su bastón, pero no pudo evitar llenarse las manos de aquella tela viscosa.
Levantó su mano y sacó el bastón por la puerta del sótano, invitando a que baje
el siguiente.
El segundo fue Milton, y el último
Héctor. Ahora los tres permanecían en ese lugar oscuro, cubiertos de aquellas
telas, sin saber en que momento bajarían las arañas a picarlos...
-Tenemos que saber si este sótano tiene
una puerta que da a un pasadizo, dijo Héctor.... Pero Louis ya estaba golpeando
las paredes con el bastón en búsqueda de una puerta. Todo era macizo, a medida
que el señor Louis avanzaba golpeando cada centímetro de pared, la esperanza de
encontrar una salida parecía más distante.
Ya había golpeado tres paredes de aquel
recinto cuadrangular, y con el último aliento se dispuso a investigar la
última. Golpeó sin cesar, notando que sus ojos ya se habían acostumbrado a la
oscuridad y pudo vislumbrar a la primer araña que se deslizaba por su tela ante
su rostro. Era del tamaño de una de sus manos, tal vez de unos veinte
centímetros. Por un breve instante los ojos de la araña estuvieron ante los
suyos y se miraron fijamente, como lo harían dos enamorados antes de besarse
apasionadamente. Louis dejó de golpear la pared por un instante y asestó un
bastonazo a la araña derribándola de su tela.
Al oír que Louis se detuvo, el corazón
de los jóvenes pareció salírseles por sus bocas resecas. Pero aquel continuó
azotando las paredes húmedas cubiertas de musgo, hasta que sólo quedaba medio
metro para investigar. Dirigió su último golpe pensando que el sonido sólido
iba a responderle y la esperanza acabaría en ese mismo instante... Morirían en
medio de esas telas pegajosas, devorados pausadamente por las arañas
gigantes...
El bastón surcó el aire y el ruido del
golpe finalmente fue el de ambas maderas que se encontraron. Allí estaba la
salida. Los dos muchachos corrieron junto a Louis tratando de hacerlo a un lado
desesperadamente, porque habían visto cómo las arañas estaban comenzando a
bajar hacia ellos.
Giraron el picaporte, pero éste
permanecía inmóvil. Una de las arañas se desprendió de su tela y cayó sobre los
hombros de Louis, quien se sacudió enérgicamente arrojándola a sus pies y luego
la azotó con el bastón.
-Empujemos la puerta entre los tres,
dijo Héctor, el picaporte seguramente no funcionará, pero la madera podrida
tendrá que ceder bajo nuestro peso.
Los tres hombres tomaron una distancia
de aproximadamente un metro y se lanzaron contra la puerta, así como lo hace un
toro ante un asesino que lo está torturando. La madera se desastilló en muchas
partes, los clavos crujieron y finalmente un gran trozo de la puerta cayó hacia
el otro lado. Ahora tenían un hueco de unos noventa centímetros para salir de
aquella pavorosa habitación.
Nuevamente fue Louis el primero en
cruzar hacia lo desconocido. Sus pies encontraron un suelo resbaloso, y luego
de hacer unos pasos sintió agua helada cubriendo sus tobillos.
Escuchó los pasos de los jóvenes tras de
sí, y prefirió continuar avanzando sin volver su cabeza. Pensaba que miles de
ojos de arañas lo estarían contemplando, invitándolo a regresar, hipnotizándolo
a través de sus miradas frías.
A medida que avanzaban la cantidad de
agua aumentaba, y parecía ser más helada que al principio. Otra vez habían
comenzado a dudar si iban a hallar la salida en aquel túnel tan oscuro, en
donde el olor de los cadáveres que habían visto hacía unos instantes parecía de
frutas frescas comparado con el del agua estancada.
Louis le entregó el bastón a Héctor y
éste se puso en frente de la fila. Ahora no era necesario golpear paredes, al
unísono se dieron cuenta de que en el fin de aquel túnel que cada vez se hacía
más estrecho encontrarían la salida a otra vivienda, en donde seguramente otros
horrores los aguardaban. Pero todo sea por develar el secreto, pensó Héctor, su
vida había sido tan rutinaria, sin siquiera la más leve emoción, que en el
fondo de su corazón había comenzado a disfrutar de aquellos hallazgos tan
espantosos. Podrían haber tratado de conseguir alguna herramienta para arreglar
la locomotora y continuar el viaje, como había sugerido Louis, pero en tal caso
su vida volvería a ser la de siempre. Quería ir por el secreto, fuera cual
fuera, al fin y al cabo rompiendo las reglas era como se habían hecho muchos de
los más grandes descubrimientos. Atarnos a una idea, sin pensar en la
posibilidad de que nuevas ideas están siendo obstruidas por ésta, generalmente
nos priva de los logros más importantes de nuestras vidas.
Caminaron diez minutos que parecieron
cuarenta, y arribaron al final de aquel pasadizo con el agua llegándoles a la
cintura. Una tenue luz iluminó sus ojos habituados a la oscuridad. Se
encontraron frente a una escalinata de peldaños de fierros muy oxidados, y se
detuvieron frente a ella.
-Cada paso debe ser firme, sin ninguna
vacilación, dijo Héctor, cortarnos con uno de estos fierros sería el fin. Los
tres permanecieron mirándose, como tres extraños que hubiesen caminado por
diferentes rutas y sorpresivamente se habían encontrado en un punto del
desierto.
Héctor fue el primero en subir. El
quinto peldaño crujió y se quebró bajo sus pies, pero logró apoyar el pie
derecho sobre el siguiente y continuar el ascenso. Louis y Milton le siguieron,
salteando el peldaño roto, y al llegar al final, el último escalón tuvo la
misma suerte que el quinto, haciendo que Héctor perdiera el equilibrio y cayera
sobre los otros escaladores. El peso de Héctor hizo que los tres cayeran
pesadamente de aquella escalera herrumbrada y fueran a parar debajo del agua
estancada.
Los próximos dos minutos fueron los más
terribles que habían vivido hasta el momento, teniendo la certeza de que no
conseguirían agua limpia para quitar toda esa roña de sus cuerpos, que iban a
apestar hasta que la muerte los alcanzara en algún punto de la travesía.
Ninguno dirigió una palabra, los tres
volvieron a emprender la subida y salieron a una gran habitación que tenía
todos los vidrios de sus ventanales hechos añicos. Louis pensó en las avispas,
seguramente estaban bastante alejados de aquella casa rodeada por el enjambre.
En cambio, Héctor pensó que tenían que caminar por aquel dificultoso camino de
vidrios tratando de no cortarse hasta alcanzar la puerta de salida, que estaba
a unos diez metros pero se veía tan inalcanzable como la cima de una gran
montaña.
Milton fue el único que no pensó en
nada, tal vez su falta de inteligencia los despertó del temor de cruzar la
habitación. Se dirigió con paso tranquilo sobre los vidrios que se
resquebrajaban bajo sus pies y llegando a la puerta tomó su picaporte.
Lógicamente estaba cerrada, y no era visible ninguna cerradura, evidentemente
un pasador la trababa por fuera.
-Tendremos que saltar por uno de esos
ventanales, dijo Louis con voz cansada, ya sin temor de padecer calamidades en
su cuerpo y espíritu. Y los tres se dirigieron al mismo ventanal sin detenerse
a pensar cuál de los dos elegir. Héctor rompió los trozos de vidrio que habían
quedado puestos en lo que antes habría sido un hermoso ventanal con vista a un
jardín lleno de flores, que ahora estaba cubierto de juncos al igual que en la
casa que habían visitado minutos atrás. El marco de la ventana que hacía unos
instantes parecía la fila de dientes de un tiburón agonizante, ahora estaba
completamente lizo. Sin pensar que después de saltar podrían caer sobre uno de
los vidrios rotos, los tres se arrojaron al vacío desde aquella gran ventana.
Cayeron sobre la hierba seca, sólo uno
de los vidrios se clavó en el pie de Milton haciéndole escapar un pequeño
grito. inmediatamente Louis se lo arrancó de un tirón, mientras la sangre
regaba una planta de ortigas.
-No deberíamos detenernos aquí, dijo
Louis, debajo de todo este hierbaje podrían anidar vaya a saber que...
La frase de Louis fue interrumpida por
un grito de Héctor. Los otros dos dirigieron sus miradas al punto en donde
estaba mirando éste y se encontraron con el hormiguero más grande que habían
visto en sus vidas. A duras penas caminaron en sentido contrario mientras
sentían cosquillas en todo su cuerpo, millones de patitas subiendo por sus
piernas, cubriéndolos de escalofrío. Llegaron al final de aquel terreno y se
encontraron con una pequeña cerca de maderas desastilladas. Sólo tuvieron que
empujarlas para lograr hacer una abertura. Cuando estuvieron afuera, los tres
hombres arrancaron sus ropas mojadas y cubiertas de pequeñas hormigas coloradas
que ya habían comenzado a picarles.
Corrieron desnudos, sin rumbo fijo,
tratando de matar con sus manos aquellos pequeños insectos dañinos. Sin haberlo
previsto, llegaron a la plaza principal del pueblo, y se detuvieron en el borde
de lo que en antaño había sido el lugar más ansiado de Louis. Este se echó a
llorar mientras contemplaba aquel campo cubierto de hierbas y árboles antiguos
que eran los únicos sobrevivientes de tan remotas épocas. Sus hojas frágiles
hicieron recordar a Louis aquellas tardes de primavera cuando tomados de la
mano paseaban con su amada contemplando un cielo azul surcado por aves y
deteniéndose en cada árbol para besarse dulcemente en los labios.
Héctor y Milton se ubicaron uno a cada
lado del señor Louis, sabiendo lo que él estaba recordando y acompañándolo con
sus lágrimas. Le entregaron el bastón, lo único que les quedaba, como dándole
el mando definitivamente. Al tomarlo, Louis fue impulsado más atrás en el
tiempo, y continuó recordando... Los paseos en bicicleta cuando tenía nueve
años, el día en que rió tanto con aquel payaso cuando tenía seis años, sus
vueltas en la calesita que estaba en una de las esquinas de la plaza cuando
tenía cuatro años... y finalmente, el día en que su padre le contó del secreto
que guardaba su pueblo cuando tan solo tenía tres años. Pudo ver en la
distancia el rostro serio de su padre, sus grandes ojos y sus mejillas rosadas,
mirándolo fijamente a sus pequeños ojos y haciéndole prometer que no diría a
nadie lo que le estaba diciendo en ese momento...
Mientras volvía a oír la voz grave de su
padre, un sonido extraño lo comenzó a atraer a la realidad. Un zumbido grave
como aquella voz que oía en su mente, un sonido que subía de tono a cada
segundo...
Sintió un sacudón muy fuerte en sus
hombros y cayó sobre sus rodillas. Héctor y Milton gritaban a su lado, otro
enjambre de avispas había salido del hueco de uno de los árboles de aquella
plaza.
A duras penas ayudaron a Louis a ponerse
de pie y echaron a correr hacia el centro de la plaza, en donde había un
pequeño cuarto con una enorme puerta de bronce cerrada con un candado. Mientras
las avispas se disponían a atacarlos, lograron ver que encima del picaporte
estaban escritas dos palabras en letras doradas que no habían sido apagadas por
el tiempo.
Al llegar, y teniendo las avispas a
menos de treinta metros de distancia, Louis blandió el bastón y golpeó con
todas sus fuerzas al gran candado que cayó al suelo ruidosamente. No estaba con
llave, de otro modo jamás lo habrían abierto. Con su mano libre giró el
picaporte que brillaba como en aquellos años de su infancia, y la puerta se
abrió haciendo chirriar sus bisagras. Ingresaron en el pequeño recinto y
cerraron la puerta ante el enjambre de avispas.
Se encontraron ante un nuevo cadáver, y
esta vez lo miraron más detenidamente: millones de aguijones estaban clavados
en todo su cuerpo. Al igual que los anteriores, despedía un olor terrible, pero
aún estaba intacto. No necesitaron recorrer todo el pueblo para llegar a la
conclusión de que todos sus habitantes habían sido picados por las avispas. Y
Louis no necesitó echar un segundo vistazo a aquel rostro hinchado para
descubrir que era el cuerpo de su padre.
Milton y Héctor lograron despertar al
señor Louis veinte minutos después de su segundo desmayo en lo que iba de aquel
día tan desafortunado. Aproximadamente otros veinte minutos le llevó
recuperarse y contarles de quién era el cadáver que estaba ante sus ojos... de
que en aquel mismo lugar, cuando tenía tres años su padre le había contado del
secreto que ocultaba el pueblo... y que la entrada principal para llegar hasta
ese secreto estaba justamente allí, detrás del cuerpo de su progenitor.
Ambos jóvenes hicieron a un lado al
cuerpo, pensando que éste también iba a desarmarse como pasó con la difunta que
reposaba sobre su lecho, pero en este caso no fue así.
Una pequeña puerta de bronce, semejante
a la puerta principal, fue revelada luego de correr al muerto. La inscripción
que tenía encima del picaporte era la misma, y un pequeño candado descansaba
junto a ella.
También esta pequeña puerta estaba
abierta, Milton la abrió y de aquel hueco surgió una luz brillante que
encegueció sus ojos por un momento prolongado.
Esta vez no iban a necesitar el bastón
para bajar por esos peldaños de madera de cedro, pero de todos modos el señor
Louis lo tomó entre sus manos y comenzó el descenso. Héctor y Milton siguieron
sus pasos ansiosamente, tratando de no pensar, de no desviar la vista de
aquella escalera que parecía no tener fin...
A medida que descendían, la luz iba
haciéndose cada vez más brillante, así como brilla la sabiduría en la mente de
un sabio a medida que su cuerpo va deteriorándose con el paso del implacable
tiempo.
Los tres hombres llegaron al pie de la
escalera y se detuvieron contemplando aquel maravilloso lugar. Era una réplica
exacta del pueblo que ahora estaba encima de ellos, pero en este no había
ninguna casa en ruinas, ni calles cubiertas por basura y excremento, ni árboles
secos, sino que todo era de oro, hasta los árboles se habían vuelto de este
metal precioso, codiciado por casi todos los hombres de la historia humana.
Si bien Louis sabía de este secreto,
jamás había bajado a comprobar su existencia, su padre le había dicho que
podría bajar a contemplar esa belleza antes de morir, porque todo hombre que
hubiera entrado en ese sitio sería dueño de todas sus riquezas, pero jamás
podría regresar a la tierra, algo que comprobaron en pocos instantes.
Cruzaron la plaza y comenzaron a caminar
por la primera calle. Un nudo apareció en la garganta de Louis cuando vio a las
ferias que solía ver de pequeño, pero todos los productos que vendían eran de
oro, los puestos estaban construidos de oro, y los vendedores eran estatuas del
mismo metal. Pero el señor Louis supo que no eran simples estatuas, reconoció
la cara de cada uno de ellos, eran los que realmente vendían en sus tiempos de
niñez. La única diferencia era que aquí no había ningún tipo de aroma entremezclado
de fritura, salsa, chocolate y carne asada.
Héctor y Milton reaccionaron
repentinamente, descubrieron toda la riqueza que ahora poseían y la emoción que
los embargó los dejó sin aliento. ambos cayeron de rodillas a los pies del
señor Louis, exclamando que eran ricos, que jamás volverían a cargar y
descargar aquellos interminables trenes, que sus familias ya no sufrirían
hambre ni miseria, sus hermanos no volverían a andar descalzos, ni dependerían
nunca de las miserables ayudas de un gobierno que los compraba con migajas para
obtener su voto en las próximas elecciones, porque ellos iban a ayudarlos,
ellos los llevarían allí, vivirían felices para siempre en aquel pueblo
maravilloso.
Pero aunque no lo gritaron a viva voz,
el señor Louis, que conocía sus vidas desdichadas y la de sus familias, les
dirigió las últimas palabras que los jóvenes lograron oír antes de morir a sus
pies:
El oro es una de las mayores desgracias
que han existido sobre la faz de la tierra a lo largo de la historia del
hombre, a causa de que éste luchó incesantemente por él olvidándose de que
algún día, debería abandonarlo y partir hacia una vida desconocida, a la cual
lo único que uno podría llevar como tesoro sería el amor. Ninguno de los
mortales ha logrado conquistar al mismo tiempo ambas riquezas, la primera era
perfecta para los necios, que no entendían que ésta les serviría tan solo para
una vida mientras que la segunda era eterna, era la que llevarían en su corazón
y ningún enemigo les podría arrebatar.
Al oír tales palabras, los jóvenes
volvieron sus cabezas y observaron la escalera de madera de cedro, demostrando
su intención de querer regresar a un mundo pobre en el cual podrían seguir
acumulando amor, pero volvieron a pensar y lamentaron tener que abandonar todo
aquello que ahora les pertenecía. Su curiosidad los había llevado hasta allí,
sitio en donde demostraron que para ellos era más importante la riqueza
material que la espiritual, y tal demostración fue suficiente para que una
fuerza misteriosa acabara con sus vidas. Ambos cayeron muertos a los pies del
señor Louis e inmediatamente se convirtieron en lo que habían deseado con tanto
fervor. De allí en adelante serían dos estatuas más en aquel sublime lugar.
Ahora el señor Louis había quedado sólo
en medio de aquel pueblo de oro, y comenzó a caminar en dirección a la estación
Gold. Su falta de codicia lo estaba salvando de la muerte, era uno de los pocos
seres humanos que habían rechazado las riquezas materiales a cambio de una
riqueza duradera, era una de las excepciones, tal como cada uno de sus
familiares que sabían de la existencia de ese lugar, pero jamás habían
pretendido ni siquiera visitarlo.
Caminó pausadamente durante unos quince
minutos y llegó a la estación. Otra escalera construida con madera de cedro lo
condujo hasta una pequeña puerta de bronce, la cual abrió y sin volver su
mirada, salió sin vacilación a su mundo imperfecto, en donde podía continuar
hallando amor. Cerró la puerta tras de sí, y volvió a ver aquellas dos palabras
mágicas que habían leído sin prestar atención antes de entrar al pequeño
recinto en medio de la plaza y posteriormente en la pequeña puerta antes de
bajar al pueblo de oro. Las palabras eran mágicas, cada ser humano que las
pronunciaba o que las oía y éstas eran verdaderas, experimentaba una sensación
maravillosa, tal vez la más hermosa del universo.
Levantó su vista y vio que la pequeña
puerta de bronce estaba debajo de la radio que jamás había funcionado, en la
oficina en ruinas de la estación. Se dirigió hasta el escritorio, miró el
nublado cielo tras aquellos vidrios empañados, y tuvo la idea de abrir el único
cajón que tenía el escritorio.
Allí habían estado durante largos años,
las herramientas necesarias para arreglar una locomotora. Pero él solamente
necesitaba una. Dejó caer el bastón que aún llevaba en su mano derecha y tomó
una de aquellas llaves de bronce, la única que sabía que podía servirle para
arreglar su vieja compañera de viajes interminables entre aquellos pueblos
olvidados en el tiempo.
Después de unos minutos, el señor Louis
nuevamente estaba manejando aquel tren interminable, con cincuenta vagones
cargados de leña tras de sí, pensando en la vida, en sus padres, en sus amigos,
en sus hijos, en su mujer... En cada uno de los seres que amaba. Y finalmente
pensó en Dios, en aquel creador de los cielos y de la tierra que le había dado
a todos aquellos seres, y acelerando como nunca antes lo había hecho, surcó
nuevamente los campos mientras abría su ventanilla y pronunciaba al Señor de
los cielos las palabras mágicas que tantas veces lo habían hecho feliz:
¡Te amo!
28.12.2009
Autor: Mauro
Muscari. Buenos Aires, Argentina.