EL DORADO, LEYENDA. ¿MITO O REALIDAD?

 

Por Antonio Martínez Ros.

 

La jungla, Perú, 1548.

 

La leyenda llamada El Dorado.

 

Una ciudad perdida donde las olvidadas calles estaban pavimentadas con oro, y las riquezas que llegaban más allá de los sueños más desenfrenados de un hombre

yacían esperando para ser saqueadas. Nadie supo si era cierto o no que existiera realmente. Pero muchos aspiraban a encontrarla, y muchos murieron en el

intento: porque la vida en la jungla vaporosa y densa de Sudamérica era dura y cruel, hasta para aquellos que estaban bastante acostumbrados a ella.

 

La transpiración cegó sus ojos mientras que, con un machete, un hombre se abría paso a través de la maleza espesa y enmarañada, abriendo un camino donde

nadie había estado antes; y como en protesta ante esta violación, la jungla volvía a su lugar con una venganza furiosa.

 

Plantas venenosas, que llevaban a un estado de coma lento, aniquilador, terminando en una muerte agonizante, prosperaban en la quietud extraña y sobrenatural

que se suspendía pesadamente en el calor sofocante. Mosquitos enfurecidos zumbaban y bullían en hordas para pararse en la piel del hombre y chuparle la

sangre, infectándolo con una fiebre tropical espantosa que quemaba y enviaba escalofríos alternativamente, dejándolo estremecerse con delirio y atormentado

por el dolor. Gatos peligrosos con ojos resplandecientes rondaban durante la noche, acechando a su presa -así fuera hombre o bestia- con sus garras silenciosas

y pesadas que enviaban un escalofrío por la columna vertebral de la jungla. Serpientes gigantescas y de colores engañosos se deslizaban desde las ramas

colgantes de los árboles para estrangular al confiado, al desprevenido. Y caimanes grandes como barcas permanecían amenazadoramente quietos, como troncos

caídos en las profundidades oscuras y sombrías de ríos y pantanos, esperando para hacer pedazos al hombre que tropezara y despertara a los reptiles durmientes.

 

Pero la codicia del hombre por las riquezas que la leyenda sostenía que la ciudad perdida de El Dorado guardaba era aun mayor que el temor por la muerte;

y así, se atrevió a desafiar a la jungla, en busca de El Dorado, ignorando las advertencias de los huesos blanqueados que marcaban los caminos de aquellos

que habían ido antes que él.

 

Don Santiago Roque y Avilés fue ese hombre; pero era distinto de los demás, ya que su búsqueda del oro nació del amor, no de la codicia. Como apuesto heredero

de una familia española noble, pero empobrecida, el joven vizconde había entregado su corazón gustosamente a doña Arabela Madrigal y Tarragona, y así,

sinceramente, ella le había entregado el suyo a cambio. Pero el padre de Arabela no permitió a los dos enamorados contraer matrimonio. Santiago no tenía

dinero. La única hija del Conde de Quinta no podía casarse con un hombre pobre, no importaba cuan azul podía ser su sangre. Arabela lloró y suplicó para

que su padre cambiara de parecer, pero todo fue en vano. Al fin, con el corazón roto, se retiró a su habitación y de una manera natural comenzó a languidecer.

Alarmado por el decaimiento de su hija, el conde finalmente cedió. En tres años, si Santiago recobraba la riqueza de su familia, podría casarse con Arabela.

 

Al haber escuchado la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado, Santiago partió hacia Sudamérica para hacer fortuna. Buscó El Dorado intensamente y por

largo tiempo, y, tal vez, porque fue impulsado por el amor y no por la codicia la encontró. En las calles pavimentadas con oro de una plaza de la ciudad

olvidada cayó de rodillas y le agradeció a Dios que sus plegarias hubieran sido escuchadas. Aunque las riquezas que El Dorado contenía iban más allá de

su imaginación más desenfrenada, Santiago tomó sólo lo suficiente para devolver a su familia la condición social anterior y, triunfante, regresó a casa,

a España, para reclamar el corazón y la mano de su amada.

 

Pero llegó demasiado tarde. Durante su ausencia Arabela había sido atacada por una enfermedad mortal y había fallecido, invocando el nombre de su amado.

 

Apesadumbrado, incapaz de soportar los lugares de España que le recordaban con tanto dolor a su amada, Santiago regresó a Sudamérica; y allí, a orillas

del río Amazonas, en la jungla salvaje del Perú, dedicó su vida a construir una mansión que se erguiría eternamente como monumento a su querida Arabela.

 

Al principio, la gente pensó que era un pobre lunático, y lo dejaron solo con su aflicción. Pero gradualmente, cuando la mansión tomó forma, y los muebles

y ornamentos más costosos fueron traídos en piraguas por indios nativos a lo largo del Amazonas y descargados en su propio desembarcadero, surgieron aquellos

que comenzaron a darse cuenta de que, lunático o no, Santiago era en verdad rico. Se preguntaron por qué un hombre con sus recursos se establecería tan

solo en la lejana jungla; y los más curiosos comenzaron a investigar sus antecedentes. Poco a poco descubrieron la trágica historia de su pasado, y más

adelante se difundió la noticia de que el lunático había encontrado la ciudad perdida de El Dorado. Aquellos que consideraban la historia de El Dorado

sólo una leyenda, se burlaban de los rumores del descubrimiento de Santiago, y no les prestaron atención. Pero hubo otros, hombres codiciosos, que no rieron.

Fueron a la mansión para enterarse de la verdad.

 

Se quedaron mudos al ver Esplendor, como Santiago había llamado a su hogar. Ubicada sobre una pequeña colina, había sido construida casi en su totalidad

con mármol importado y costoso que se oponía a la desolación de los trópicos, y se levantaba como una joya blanca brillante en medio de la maraña verdosa

y la explosión de intensos colores que era la jungla. Nadie había visto antes algo como aquello. Construida sobre la base de un proyecto en la mente de

Santiago, no se asemejaba a ninguna de las edificaciones de la época.

 

La casa principal constaba de dos plantas imponentes; en sus esquinas se erigían dos grandes torres rematadas con cúpulas semejantes a las árabes, que mantenían

la vigilancia sobre el terreno. Estaba flanqueada por unas alas más pequeñas de una planta en cuyas esquinas se levantaban alminares, pero que no alcanzaban

la altura de las agujas principales. En la parte delantera de la mansión había tres escalones que conducían a una galería cuyos seis pilares altos y agraciados

sostenían un balcón de hierro negro forjado con motivos intrincados sobre el cual se abrían magníficas contraventanas. Detrás, dos sólidas puertas de roble,

esculpidas galanamente, aseguraban la entrada; y bastidores largos y angostos con hojas de cristal de sosa en forma de diamante fulguraban, como ojos,

detrás de la abertura de una máscara, a lo largo de toda la fachada y las alas. En la planta alta de la casa principal, a cada lado de las contraventanas

del balcón, aparecían unas pequeñas ventanas árabes colocadas con buen gusto; y una plataforma recorría todo el ancho del techo principal. La mansión estaba

rematada por una cúpula con forma de cebolla, con unas aberturas invertidas en forma de corazón, a través de las cuales se podía ver la enorme campana

de oro sólido que colgaba dentro y que sonaba una vez cada mañana al salir el sol, y una vez más cada noche en el crepúsculo, como un ángelus.

 

Esa campana tañía con un sonido extraño y perturbador. Era casi como si llorara y susurrara "Querida, querida", un suspiro lastimero que rompía la quietud

sofocante de la jungla.

 

Muchos de aquellos que vinieron a quitar las riquezas a Santiago de su posesión quedaron tan espantados por el llanto del ángelus y la gran mansión que

se marcharon sobrecogidos, para nunca regresar, seguros de que la desgracia caería sobre ellos si se atrevían a molestar al habitante de la mansión. Pero

hubo otros que fueron más atrevidos, y Santiago se vio forzado a luchar contra ellos con su espada y escudo para defender su casa y a sí mismo. Después

de cada batalla suspiraba y movía la cabeza sintiendo lástima por esos que no conocían otra cosa que la codicia. Entonces, se retiraba pesadamente a su

estudio, donde guardaba el recuerdo más preciado de Arabela: un pequeño reloj intrincado que a cada hora tocaba una melodía que le recordaba a su amada.

 

Y así los años pasaron, y las historias acerca del lunático encanecido y envejecido de Esplendor aumentaron. Unos decían que había encolerizado a los antiguos

dioses de los Incas al robar la ciudad perdida de El Dorado. Otros afirmaban que no era Santiago el que estaba maldito, sino la misma fortuna que saqueó.

Tocarla era volverse loco, morir. Decían que había enterrado lo que había robado, profundamente debajo del suelo sombrío de sus tierras salvajes, y que

había escondido un mapa que describía su localización en algún lugar de la peculiar mansión, esperando a que los dioses algún día olvidaran su ira y le

permitieran recobrar lo que había tomado. Aun así, otros juraban que no había enterrado el tesoro, sino un mapa que decía cómo encontrar la ciudad perdida

de El Dorado, a la cual regresaba periódicamente para abastecer sus riquezas (a pesar del hecho de que nunca nadie lo había visto dejar Esplendor).

 

Los cuentos infundados y supersticiosos eran interminables. Con el tiempo, llegaron a oídos de un grupo de caballeros mercenarios, soldados insensibles,

cazafortunas, que luchaban por cualquier señor que les pagara. Temporalmente, sin ser contratados, los malvados caballeros irrumpieron en la casa de Santiago

una noche, ya tarde, sorprendiéndole desprevenido. Aunque peleó contra ellos con valentía, lo hicieron prisionero y lo golpearon sin piedad para descubrir

la verdad de sus secretos.

 

-Tomen lo que quieran -les dijo-. Todo lo que tengo es lo que ven a mí alrededor, reliquias del pasado y el sueño de un anciano. Pero los soldados no le

creían.

 

-¡Dinos el camino a la ciudad perdida de El Dorado! -exigieron-. ¡Dinos dónde enterraste el tesoro que robaste de El Dorado!

 

-Soy un anciano -dijo Santiago -, y fue hace mucho tiempo. No recuerdo el camino a El Dorado, y el único tesoro que alguna vez enterré yace en una tumba

en España -y aquí, en mi corazón dolorido.

 

-¡Mentiroso! -dijeron los caballeros-. Los lugareños dicen que al menos tienes un mapa.

 

-No -Santiago sacudió la cabeza-, no hay ningún mapa. Tontos. -Suspiró cansadamente.- Váyanse a casa. No necesitan un mapa para encontrar el tesoro más

grande de esta tierra, un tesoro que es más precioso que todo el oro...

 

Pero los soldados no escucharon. Interrogaron a Santiago hasta que finalmente murió y no pudo decirles nada más. Después de eso destruyeron la mansión,

buscando la fortuna que estaban convencidos que Santiago había poseído. Pero no encontraron ni siquiera un mapa. Encolerizados, robaron de la casa todas

las joyas, dinero y objetos de arte que pudieran cargar en sus caballos, y después partieron, abandonando el cuerpo ensangrentado de Santiago tumbado en

la gran sala.

 

Pronto, otros, al saber de la muerte del lunático, fueron a robar lo que quedaba de los muebles hasta que al fin la mansión fue despojada de todo su contenido,

y nada quedó, ni siquiera las cortinas de brocado que habían colgado en las ventanas. Sólo la enorme campana de oro sólido de la cúpula, deslustrada ahora

por el tiempo, sobrevivió al pillaje, ya que era demasiado pesada para que sólo uno o dos hombres la quitaran de allí. Un grupo de aldeanos, pensando que

vendría bien para su iglesia, intentaron llevársela; pero su doble, profundo y resonante, sonaba cada vez que tocaban el ángelus, y el sonido espectral

y vacío los aterrorizó tanto que dejaron caer la campana, que se estrelló desde el techo hasta la planta de abajo. Permaneció allí sin ser perturbada desde

ese día en adelante. Aun así, en una noche sin luna, aunque los aldeanos sabían que no era posible, oyeron sonar el ángelus.

 

A través de los siglos otros hombres se establecieron en la mansión, sólo para morir allí de un modo tan horrible como Santiago. Con el tiempo, Esplendor

fue olvidada, refiriéndose a ella, con una mirada asustada y una señal de la cruz, sólo como desierta, embrujada y maldita.

 

Como centinelas, las torres altas aún permanecían vigilando, pero nadie vino. Sólo la jungla se acercaba, aproximándose con dedos sofocantes y retorcidos

para reclamar la mansión que se había atrevido a desafiarla. Poco a poco la maraña implacable envolvió la casa con un enredo oscuro de matorral espeso

que creció de manera incontrolable, invadiendo aun más, sofocando el camino ancho hasta que no fue más que una cinta, penetrando las grietas de las paredes

hasta que comenzaron a desmoronarse y ceder.

 

Dentro de la misma casa, las arañas tejieron sus telas en la parte de arriba de los rincones, y el polvo se estableció en los largos corredores de mármol,

que parecían resonar con pisadas huecas, aunque ningún hombre había pisado allí dentro.

 

Nadie lamentó la caída triste de la mansión, porque el que hubiera llorado por su destrucción estaba muerto hacía largo tiempo, y ella, en cuya memoria

había sido construida, estaba aun más fría.

 

Ahora, trescientos años más tarde, en este año de 1848, la gran mansión aún está en pie, desolada; una ruina decaída de gloria. Aun así, el espíritu de

la mansión permanece invencible, ya que Esplendor no hace caso de la destrucción fraguada por el tiempo. Nacida del amor y la leyenda, se asoma intencionadamente,

en secreto, sobre la jungla salvaje, como si tan sólo estuviera durmiendo, aguardando inmóvil, a la expectativa, a ser despertada.

 

Y a veces, todavía, en las noches sin luna, quien escucha con el corazón, puede oír el toque del ángelus sonar... llamar.

 

 

Regresar.