DIOS LLUVIA, DIOS TRUENO: TLÁLOC

 

¿Sabías que el MUSEO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA es uno de los más importantes de toda América Latina?

Localizado en la zona poniente de la Ciudad de México, este recinto alberga y pone al alcance de público nacional y visitantes extranjeros las piezas arqueológicas más importantes de los pueblos que habitaron la República Mexicana antes de la llegada de los españoles.

La construcción de este gran recinto, que cuenta con 23 salas de exposición permanente, 1 sala de exposiciones temporales y dos auditorios, además de albergar el acervo de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia; se llevó más de un año. El entonces presidente de México, Adolfo López Mateos fue quien ordenó erigirlo en 1963, y tras 19 meses de planeación, diseño y construcción, lo inauguró el 17 de septiembre en 1964, hace casi 50 años.

Cuando lo puso en marcha, el carismático jefe de la nación dijo: "El pueblo mexicano levanta este monumento en honor de las admirables culturas que florecieron durante la era Precolombina en regiones que son, ahora, territorio de la República. Frente a los testimonios de aquellas culturas, el México de hoy rinde homenaje al México indígena en cuyo ejemplo reconoce características de su originalidad nacional”.

Sin embargo, toda esta amplia colección de piezas, textiles, monolitos, estelas, cerámicas y representaciones mil que alberga el Museo Nacional de Antropología, y que dan cuenta de la diversidad cultural mexicana, ya que allí podemos admirar arte y costumbres de zapotecas y olmecas, de yaquis y mayos, de mexicas y otomíes, de mayas y teotihuacanos, de seris y coras; no siempre estuvo allí.

 

Antecedentes y nuevo recinto

A principios del siglo XIX, en 1825, el entonces primer presidente de la naciente república, Guadalupe Victoria, fundó por decreto el Museo Nacional de México. Con el paso de los años, el acervo se incrementó y fragmentó hasta que en 1906 se separó la colección histórica de la arqueológica y la etnográfica. Ello fue ordenado por el secretario de Instrucción Pública del gobierno de Porfirio Díaz, el ilustre Justo Sierra.

El Museo mostró sus riquezas en varios edificios, entre ellos el Palacio Nacional (hasta diciembre de 1940) y el Castillo de Chapultepec, a donde fueron trasladadas las piezas y permanecieron hasta 1964, cuando el moderno recinto abrió sus puertas para cobijar las colecciones que nos dan raíz cultural a las y los mexicanos.

El corazón del Museo late a través de la Piedra del Sol, circular pieza emblemática que encierra la sabiduría mexica, las monumentales esculturas teotihuacanas dedicadas a los dioses del agua, el tesoro maya de la tumba del rey Pakal, así como un atlante tolteca traído desde su lugar de origen, Tollan-Xicocotitlán.

Sin embargo, una colosal pieza es significativa para este Museo, no sólo por lo que representa para una de las más grandes y ricas culturas del centro del país, sino para quienes deciden visitar este aposento.

Se trata de un monolito cuya estatura alcanza los siete metros de altura, pesa unas 75 toneladas y se llama Tláloc.

 

El descubrimiento de Tláloc

También fue en el siglo XIX, pero hacia 1882, cuando un grupo de exploradores y arqueólogos que visitaron el pueblo de Coatlinchán, en Texcoco, Estado de México, descubrieron cincelado en una cantera, un gran monolito cuyas características permitían suponer que se trataba de Tláloc.

Uno de los expedicionarios era el pintor mexicano José María Velasco, artista que plasmó en toda su obra, sobre todo, los paisajes de México. Este creador conformaba parte del equipo de exploradores que acudían a las zonas arqueológicas o parajes donde se suponía había vestigios ancestrales, con el propósito de levantar datos y dibujos que posteriormente serían estudiados para determinar características de época. Velasco hizo las primeras ilustraciones de este dios tan importante para los mexicas y los teotihuacanos, y en sus bocetos plasmó aquellos detalles que hacen inconfundible a Tláloc.

 

Características

      Anteojeras formadas por unas serpientes que se entrelazan y cuyos colmillos acaban siendo las fauces del dios.

      Una especie de bigotera que no es otra cosa que su labio superior. Se cree que este gran labio era el símbolo de la entrada a la cueva que comunica con el inframundo.

      La cara está casi siempre pintada de color negro, azul o verde, para imitar los visos que hace el agua.

      Lleva en la mano una especie de estandarte de oro, largo y con forma de culebra, terminado en punta aguda; era para representar los relámpagos y los truenos que acompañan a veces al agua de lluvia.

      En los dibujos de los códices puede verse que sus vestidos tienen pintados unas manchas que son el símbolo de las gotas de agua.

Como fue uno de los primeros y más grandes descubrimientos, cuando se abrieron las puertas del Museo Nacional de Antropología, se decidió que quien tenía que dar la bienvenida a todas y todos los visitantes era precisamente Tláloc.

Por eso Tláloc está a la entrada del Museo, integrado a una gran fuente erigida precisamente al costado del Paseo de la Reforma, una de las avenidas más vistosas y regias que cruza la ciudad. Desde allí vigila el acceso, pero anuncia también a visitantes y turistas, a estudiantes y curiosos, que han llegado a la casa de la cultura precolombina mexicana.

Pero, ¿quién es TLALOC?

Tláloc viene del vocablo tlālli, que significa TIERRA y octli, que significa NÉCTAR o PULQUE.

La traducción literal sería 'néctar de la tierra', y se refiere al momento en que la lluvia penetra la tierra y forma parte de ella.

Se trata del dios de las aguas que llegan del cielo, pero no de las aguas que ya están en la tierra, como pueden ser los ríos o los lagos.

Estudiosos de las divinidades mexicas, asientan que las y los dioses precolombinos eran “manifestación y expresión de la esencia suprema” que se revelan de múltiples formas para hacerse visible en el universo. De allí que Tláloc, en su dualidad deífica, es lluvia y trueno, agua y granizo, sequía e inundación, dador de vida y protector, lo mismo que portador de terror y muerte.

El agua que enviaba en forma de lluvia lo mismo germinaba las semillas que se convertía en “relámpagos y rayos, las tempestades del agua y los peligros de los ríos y del mar”, como asentara el fraile De Sahagún en sus códices.

Tláloc es originario de la cultura de Teotihuacan, y está representado también por los tlaloques o dioses de los cuatro rumbos. Cada uno de ellos manejaba una vasija de la cual salía una lluvia distinta.

Divinidad antigua y una de las veneradas en Mesoamérica, el culto a Tláloc se extendió por todo Centroamérica, por lo que es posible encontrarlo en la cultura maya como el dios Chaac, cuya principal característica es su nariz de gancho.

 

Leyenda de amor y muerte

Situado en la región oriental del Universo se encuentra Tlalocan, el paraíso de Tláloc, un lugar donde la vida era enteramente feliz. Desde allí se vertía el agua fructífera y fundamental para la vida en la tierra, pero también los truenos y el granizo que provocaban inundaciones y muerte.

Inspirados a imagen y semejanza de los humanos, las y los dioses precolombinos solían convivir en su propio ambiente y relacionarse unos con otras, con lo que creaban nuevos dioses y semidioses. Tláloc no fue la excepción. Un buen día, como a toda deidad, el amor inundó a su corazón de agua. Una hermosísima diosa se cruzó en su camino y él quedó prendidamente enamorado de ella, de Xochiquetzal, quien era, nada más y nada menos, que la diosa de la belleza.

Pero la felicidad de Tláloc al ver su amor correspondido, y tras haber celebrado sus nupcias, no fue eterna. En el transcurrir del poco tiempo que llevaban como pareja, un buen día Tezcatlipoca –hermano de Quetzalcóatl y Huitzilopochtli--, descubrió a Xochiquetzal y quedó prendado de su hermosura. Fue tal el arrebato, que este señor de las batallas decidió secuestrarla y quedarse por siempre con ella. Este fatídico suceso dejó a Tláloc sumido en el dolor y el desconsuelo.

Los meses pasaron y TLALOC seguía muy triste sin su esposa. Mucho tiempo pasó sin que regalara a la humanidad los beneficios de la lluvia. Las tierras se empezaron a secar y no había semillas que germinaran ni cosechas para recoger. Los habitantes empezaron a morir de sed y hambre, los sacrificios escasearon y los demás dioses se preocuparon por la sobrevivencia de los pueblos.

Un buen día, alarmados por la situación, las deidades se reunieron y decidieron que TLALOC debía tener una nueva esposa. Entre las diosas le escogieron a Matlalcueye o Chalchiutlicue, que significa “falda de jade”.

TLALOC, no sólo encontró nuevamente el amor, sino un motivo vital para volver a provocar la lluvia, con la que se alimenta la tierra y florece la vida.

Al casarse Matlalcueye con TLALOC, ella se convirtió en aguas dulces, agua viva, y en ese momento surgieron nuevos afluentes y lagunas, por lo que se la conoce como la Diosa de los lagos y los ríos.

 

El día que arribó el gran monolito de Coatlinchán a la ciudad de México

Fue una larga y tormentosa jornada. Las nubes negras se juntaron en el cielo desde el crepúsculo. Un nutrido grupo de arqueólogos y trabajadores llegaron hasta Coatlinchán, Texcoco, en el Estado de México para darse a la tarea de desmontar de la cantera ese gran monolito de 7 metros de alto y 75 toneladas de peso descubierto en 1882.

Era el 16 de abril de 1964. La gente que fue por él, llevó armamento especial: picos, palas, trascabos, redes, montacargas, escaleras, todo lo necesario para librar una última batalla contra la montaña que lo asía.

Trabajaron afanosamente durante muchas horas jalando cables, cortando la piedra, cuidando que no se lastimara. El cielo, mientras, ennegrecía. El cenit amenazaba tormenta.

Enormes armazones de acero fueron levantados en su derredor para sostenerlo mientras era desprendido. Una leve brizna empezó a pringar las ropas y a rociar la tierra.

Fuertes vigas lo soportaron mientras lo irguieron casi en vilo. La llovizna se hizo presente, era suave, como plumas de pecho de pato, como copos de nieve, como ceniza al viento. Tláloc fue recostado con sumo cuidado sobre el remolque de un tráiler hecho especialmente para su transportación. La lluvia se soltó tupida, gemía el cielo, lloraban las nubes.

Una vez montado sobre esa gran plataforma, colocado sobre su espalda y mirando al universo, perfectamente amarrado con cables de acero para que no se cayera en el trayecto, se inició la caravana hasta la ciudad de México.

El aguacero fue inmediato, un torrente de lágrimas amargas se precipitaron sobre su rostro verde mojando su bigotera, las serpientes alrededor de sus ojos. El viaje comenzaba. Fue lento, pausado, como una procesión de agua en silencio, con el murmullo de moradores despidiéndolo a su paso por recién abiertas brechas y caminos de tierra, de lodo. Fueron horas de un peregrinaje sin retorno bajo un cielo encapotado que crujía cada vez más severamente.

Ya caía la noche en la Ciudad de México cuando Tláloc arribó recostado y atado al gran tráiler. Mucha gente salió a ver la caravana y admirar a ese gran dios que se acompañaba de lluvia y truenos torrenciales. Rodaba lento, majestuoso, como reconociendo a este nuevo pueblo que le brindaba la bienvenida.

En medio de la tormenta y una oscuridad sin estrellas, Tláloc llegó hasta el Museo Nacional de Antropología, su nueva morada, al sitio desde el que hasta ahora, brinda la bienvenida a propios y extraños.

 

 

Autora: Yoloxóchitl Casas. México, Distrito Federal.

acuaria1959@yahoo.com.mx

 

 

 

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