“DESDE FRANCIA”
-Ven niña mía, deja que ajuste tu
cabello, pronto debemos partir, el carruaje espera en la puerta del castillo,
ya tus hermanos están en él y sólo faltas tú luciendo tu vestido de seda celeste-Decía
impaciente la madre a su niña Natalie, mientras ella correteaba por el recinto,
berreando su protesta.
-¡No quiero que me hagas las trenzas
mamá y no iré de paseo, me quedaré con mi padre!-
Arrinconada detrás de una silla de alto
respaldo de tallada madera, que tomara como protección ante la insistencia de
su madre, afirmándose cada vez más a la pared arrastraba el pesado asiento
hasta formar barricada, mientras sus rezongos se hacían llanto.
-¡No quiero mamita… por favor mamita,
quiero quedarme con papito!-
Su cuerpito se retorció tanto, hasta
llegar al suelo, y continuaba suplicando por quedarse en su hogar.
La madre se inclina conmovida por la
exagerada angustia de la niña de tan solo tres añitos, y con paciencia infinita
se acercó a su hija abrazándola con todas sus fuerzas, calmó su inquietud y
preguntó extrañada -¿Cuál es la causa de tu congoja niña mía?-
La niña se abraza a su madre haciendo lo
posible por sofocar su angustia. Y entre suspiros repetidos a intervalos,
responde con dulce voz – Ciertamente no lo sé madre, anoche soñé que un hombre
muy alto y delgado, con sombrero negro de alta copa cubriéndole los ojos, y un
sobretodo oscuro, largo hasta sus zapatos; me corría por el bosque al costado
del camino, que baja hasta el pueblo-
La madre escucha atenta el relato de su
pequeña hija y se apura a consolarla con palabras persuasivas, le expresa su
punto de vista sobre ese trágico sueño – Pero pequeña, tú lo has dicho, los
sueños solo son ilusiones de la inconciencia, están muy lejos de la realidad,
no temas, verás que disfrutaremos del paseo en esta mañana de sol radiante-
Y con la última frase, como en una
caricia, terminaba de atar el suave cabello rubio dorado de Natalie, quien
seguía inquieta, pero apaciguada por la convincente explicación de su mamá.
-¡Vamos niña!- y tomando su manita entre
la suya, la madre intenta salir por el largo pasaje que separaba el estar del
principal portal del castillo…
Más de pronto, se escuchan gritos de
socorro, golpes y explosiones parecidas a descargas de armas de fuego ¡muy
potentes!
La madre alza a su niña y en impronta
carrera la lleva hasta la última alcoba, en la planta superior, subiendo de a
dos los peldaños de la escalera de mármol blanco, y escondiéndola dentro de un
guardarropa, la cubre con frazadas y le pide se quede quieta y calladita hasta
su regreso. Rápidamente sale de la habitación en socorro del resto de su
familia.
Casi en seguida Natalie escucha abrirse
nuevamente la puerta con estruendoso golpe, se sobresaltó, pero como olía el
peligro; agudizó su atención mientras escuchaba fuertes pasos de botas
recorriendo el recinto, como si buscaran algo, voces de hombres desconocidos y
otro idioma que no entendía. Mas por su duro tono, pensó que eran amenazas que
paralizaron sus deseos de correr a algún otro lugar que no fuese ese refugio y
casi sin respirar, pudo guardar silencio, tal como su madre se lo había pedido.
Natalie no sabía cuánto tiempo había
pasado en la oscuridad, esperando obediente, inmóvil, pero su mamá no regresaba
por ella, la angustia abatió su paciencia, era demasiado, en el castillo ya no
se escuchaba ni un solo sonido…
No soportó la presión de la espera y el
temor por la soledad en la que se encontraba, comenzó a gritar, a suplicar
llamando -¡mamá... mamá…mamá…!-
De pronto escucha la voz de un joven que
recorría la habitación preguntando -¿Dónde estás niña?, he venido en tu ayuda,
no temas, te sacaré de aquí-
Natalie siente gran alivio en su
intuitiva inocencia, siente que esa persona la ayudará, renace su esperanza y
responde con potente acento -¡Aquí…aquí estoy…!-
El joven abre las puertas del guardarropa, alza a la niña del piso
y rápidamente avanza por los largos corredores del castillo, saliendo por la
primer puerta que los comunicara con el exterior, y subiéndola en el anca del
caballo que atento esperaba a su dueño tras el pórtico, bajan a todo galope el
zigzagueante camino, sin mediar palabra alguna.
Natalie no entendía nada de lo que
pasaba, pero se sentía protegida por el muchacho que se había convertido en su
salvador y montada sobre ese animal que corría tanto como podía, como sabiendo
que de ello dependía su suerte.
Ya habiendo atravesado el pueblo, se
dirigen a una humilde pero reluciente casita blanca, rodeada por jardines,
árboles, y animales domésticos habitando el patio al pie de una colina tan
verde como la esperanza, al igual que en los cuentos de hadas.
Recién entonces la voz del muchacho se
eleva llamando a su madre casi en un grito –¡Madre, madre, he traído a una
pequeñita que hallé viva en el castillo, fue la única sobreviviente, los
mataron a todos y esta pequeña se salvó porque alguien la escondió en un ropero
y los soldados, por suerte no la encontraron!
Bajo el umbral de una puerta, una señora
robusta se hace presente con expresión de asombro –Víctor, hijo… ¿qué ha
pasado?- Su desencajado rostro no apagaba la infinita dulzura de sus ojos. La
madre del muchacho de 18 años abrió sus robustos brazos curtidos por el trabajo
de la tierra, en señal acogedora de bienvenida y con voz muy suave recibe a
esta niña atormentada por los abajares de la revolución francesa, allá por los
años 1789.
Dios había decidido salvar permitiéndole
la vida ¡en medio de tanto dolor y de tanta pérdida! –Ven niña mía, mi hijo y
yo aliviaremos tu pesar, serás nuestro preciado pimpollo de ahora en más- Y
cubriéndola con la tibieza de su corazón la atrajo hasta su pecho.
Natalie seguía confundida, pero como
todos los niños, tenía un poder de recuperación admirable y si bien extrañaba
sus padres, sus hermanos, su entorno, fue tratada con tanto cariño, que
fácilmente aceptó a su nueva familia, y a su nuevo hogar.
Así creció en ese pueblo de Francia,
creció correteando colinas, creció con la virgen sencillez y la pureza del
campo.
Constantes guerras destruían a Europa,
Francia no escapaba de las crecientes miserias.
Natalie cumplía sus hermosos 14 años
cuando su cariñosa mamá de crianza, luego de una corta pero trágica enfermedad,
fallece en una punzante tarde de enero.
Víctor y Natalie quedaron solos en la estancia
para continuar labrando la tierra.
Eran tiempos muy difíciles. Pero Víctor
se había hecho un hombre de bien, formado por su madre con una conducta
responsable y amorosa. Propone a Natalie conformar un hogar, casándose con
ella.
Sus vidas siguieron el curso que el
caprichoso destino les marcara sin treguas, sus corazones enlazados por siempre
dieron a luz a 17 hijos, quienes ayudaban, a medida que crecían, en las tareas
de la campiña.
De todos modos su economía se veía cada
vez más afectada, motivo por el que la familia decide emigrar de esa tierra tan
castigada.
El nuevo continente prometía próspero
trabajo en libertad.
Y junto a otros muchos emigrantes,
portando lo indispensable para tan largo viaje, emprenden la aventura,
abandonando su país para intentar mejor suerte en La América.
Meses largos duró ese viaje que se les
hacía interminable cruzando el océano Atlántico, en las oscuras bodegas de un
barco de carga, con muy poca comida, midiendo el agua potable transportada en
barriles, sumada a la tristeza del desarraigo y sostenidos por el sueño
inmensurable de una promesa y fortalecidos por inmenso cariño.
Lo único que los hacía fuertes era la
esperanza de una vida mejor en esas tierras fértiles, llenas de riquezas no
explotadas.
¡Por fin llegaron! Llegaron a un país
nuevo con política libre y democrática. Llegaron al puerto de Buenos Aires,
joven país argentino. Aquí se hablaba el idioma español, aquí se quedarían.
Fueron designados a tierras
entrerrianas, tierras de cuchillas y de verdes que de algún modo, le
recordarían su tierra, se parecían Francia, a su Francia, la que había quedado
tan lejos y a la que nunca, nunca, podrían volver.
Cada uno de sus compañeros de viaje,
fueron designados a diferentes campos de la zona.
Natalie y Víctor con toda su familia
vinieron a habitar los campos cercanos a un caserío que luego se convertiría en
el pueblo de Hernandarias.
Aquí nació su última hija mujer llamada
Clara, hija número 18.
Toda la familia trabajaba la tierra para
poder subsistir, aquí habrían recuperado la tranquilidad que añoraban, pero
seguían enfrentando las adversidades, la escasez de productos y herramientas
para trabajar la tierra, tal como habían muy bien aprendido en Francia, pues
solo se comía lo que se producía. Todo
o casi todo, desde las semillas para sembrar hasta los animales para poblar las
tierras, se conseguía a veces, por canje o trueque.
Un día Víctor decide ir a investigar el
norte argentino, límite con Paraguay porque se comentaba entre los vecinos que
habría mejores posibilidades de trabajo con las plantaciones de papa, tabaco y
otros cultivos de la época. Y así se despide de su esposa e hijos y parte otra
vez con rumbo desconocido con la firme promesa de volver lo antes posible.
Pero los días pasaban lentos, las semanas
y los meses también, pasó un año, pasó dos y pasó la vida y Víctor jamás
volvió. Y nunca más nadie supo de él…
Allí quedaron sus sueños anidando una
espera larga, larga…Su familia amparada por Dios y por la fortaleza de esa
mujer que nunca decayó ante su suerte adversa.
Natalie crió a sus hijos rodeados de
amor y de ternura infinita haciendo de cada uno de ellos hombres y mujeres de
bien, en esta bendita tierra argentina, que supo acogerlos en su humildad,
fortaleza, arrojo y valentía de esta familia de apellido CANCROS LALLUANÍ
LAPONIÉ.
Clara Sofía Santana Julio del 2010
Por ellos, mi ante pasado
histórico-paterno y por la herencia de sus genes, me siento orgullosa de ser
bisnieta de Natalie y nieta de esa inolvidable mujer que fue mi abuela Clara
Cancros esposa de Antonio Santana, argentina por haber nacido aquí y francesa
por su legado de sangre noble, de la que nunca hizo alardes.
A su memoria, a sus manos cargadas de
caricias y afectos, a la grandeza de su espíritu jamás olvidado, a sus doce
hijos paridos de su vientre, y a todos sus cariños, que también son los míos,
dedico este texto en forma de CUENTO.
Autora: Clara Sofía Santana Miranda. Paraná, Entre Ríos,
Argentina.