Pues sí; me asisten sobradas
razones para argumentar, incluso simbólicamente, que tu nombre resulta,
en comparación con la denominación de los otros meses, demasiado
largo y muy desproporcionado. Diez letras para sólo tres sílabas
por eso del diptongo; pero tres sílabas muy diferentes por su
clasificación.
Tres sílabas, diez letras,
veintiocho puntos; veintiocho, como las fichas del dominó, como los
días del ciclo lunar, como las letras del alfabeto español.
Mi nombre es más perfecto que el
tuyo: tres sílabas, por siete letras, igual veintiún puntos. Es
verdad que debemos ponerles a ambos el signo de mayúscula, mas no hace
al caso porque el número de puntos de nuestros dos nombres es muy
divisible y, además, parece bonito ¿no?
Verás: Allá a lo lejos, en
el primer mes de mis vacaciones, escuchaba frecuentemente en la radio aquella
canción titulada “Cuando llegue septiembre” Entonces la
conocía con su letra interpretada por una voz femenina, y también
en la versión más rítmica de una guitarra
eléctrica. La primera hablaba de “La noche sin final” y de
que “Todo será maravilloso”. Con esto último no
podría estar de acuerdo en mis circunstancias personales.
Y me repetía muchas veces,
máxime cuando mediaba el mes de agosto, que no, que no era cierto.
Porque yo te dividía en dos periodos antagónicos, que
coincidían con cada quincena; y dos periodos emocionalmente muy opuestos
y desproporcionados como en la forma del vocablo. Asimetría que achacaba
yo a mis propias circunstancias temporales, no a la duración de las
divisiones parciales.
Ya el propio mes de agosto te me
anunciaba con tus prosas y rimas, sabiendo que estas últimas
quedarían de inmediato asfixiadas en la ortografía y el soniquete
cotidiano de otros campos ya ocres y nostálgicos.
Tú, para mí, no eras el
mes de la vendimia, de las uvas con su exquisito presagio. Eras el preludio y
luego el comienzo de un otoño que, como describía el poeta
Verlaine, los sollozos de los violines aquejan el corazón con su
monótona languidez. Este otoño de noches cada vez más
largas, conducía inexorable al invierno frío y triste, por no
llamarlo gris. Y tú significabas todo eso.
¡Oh aquellos tus primeros
días, como si el resto fueran a ser iguales!
Después, el día nueve. El
del descenso emocional abrupto para todo el pueblo. De un plumazo, había
que atravesar el embravecido torrente portador del caudal de los ocho primeros
días de alborozo, hasta los seis siguientes, fechas en mi caso para
preparar el viaje y atender el cúmulo de despedidas: mis tíos y
abuelos, mi maestro, los vecinos y amigos.
Sí es verdad que cada quien
contribuía con su afecto y sus dádivas generosas, a hacerme
más sencillo el sendero a recorrer, endulzando así la
melancolía de los periodos vespertinos cada vez más cortos.
Sin embargo, al final el día
trece se hacía presente: la maleta, el trayecto hasta la
estación, el largo viaje. Y antes, conseguir los billetes, proveerme de
los útiles de aseo, marcar la ropa con las iniciales…
Y llegar de noche, a mis siete
años. Y subir en ascensor hasta el séptimo piso donde aquel
día nos alojábamos… Tú también podrías
haber sido el séptimo mes, si Julio y Agosto no se hubieran colado de
rondón en el calendario.
Y el catorce, la otra víspera; la
del comienzo de las clases. Una víspera muy diferente a la del
día uno, la de
El día quince nos asignaban las
aulas, los libros de texto; en fin, el inicio de la actividad de aprendizaje
lejos de la casa. Esta labor aliviaba la nostalgia, la murria, como le llamaba
mi padre al estado en que me veía cuando me dejaba solo en el colegio y
partía rumbo a la estación para el viaje de regreso. Te
contaría que, asistiendo al rezo del Rosario, debí quedarme
dormido, tras la dura batalla contra el ejército numeroso de la
distancia, y me transportaron a la cama. ¿Cuándo desperté?
Bueno; desde Aquí los quince
días que te quedaban.
¿Ves ahora la asimetría
expuesta en las primeras líneas? Tu segunda quincena, la verdad es que
me sobra. Bueno; tal vez sea excesivo, porque siempre hay un final, un milagro
donde todo vuelve a empezar, aunque para ello algo tenga que morir.
¿Recuerdas aquella
melodía: “Septiembre se muere, se muere dulcemente” Creo que
la voz correspondía a una cantante portuguesa?, cuya dulcísima
tristeza destacaba sobre cualquier instrumentación.
¡Ay, una cantante portuguesa!
Acaso vuelvo a engarzar sensaciones nuevas, de otras etapas no tan lejanas,
pero sensaciones casi idénticas. Escuchar en septiembre las emisoras
portuguesas con sus Fados y su “saudade”, se acomodaban
perfectamente a mi estado anímico de entonces. ¿No te parece
misterioso este final?
Porque, si bien tu composición
silábica evoca la siembra, como un proceso de continuación de
ciclo que deriva en lo permanente de nuestra existencia vital apoyada
también en el adverbio temporal Siempre, tú también
terminas. Y te sigue otro mes con nuevo significado, con circunstancias
diversas que mudan nuestro camino por el sólo hecho de cambiar de
nombre.
En mi caso tú, aunque por medio
de lo sugerido por tus vocales casi idénticas deberías haberme
aportado serenidad, calma, placidez, nada más lejos de mi existencia
infantil.
“Perdóname” por no
referirme, pues, a las evocaciones de paisajes y singularidades
pictóricas que a mí no me seducían. Me quedo con lo
emocional, y por eso no es casual la súplica contenida también en
uno de mis temas favoritos del Dúo Dinámico con el mismo
título que el entrecomillado. Sin duda, su música y letra son
consonantes con aquella época mía donde tú reinabas, desde
que llegaste hasta que mansamente te apagabas en espera de nuevas emociones y
sensaciones.
Zaragoza, Septiembre de 2011-07-30
Autor: Antonio Martín
Figueroa. Zaragoza, España.