EL CORAZÓN DEL HOMBRE

 

Desde el principio de los tiempos, aquel Hombre, se dedicaba a realizar con esmero la tarea que le había sido encomendada.

 

El corazón de aquel Hombre almacenaba, amorosamente, todos y cada uno de los tesoros que sus sentidos y su mente le ofrecían a cada instante, en todo tiempo

y lugar.

 

Su mente y sus cinco sentidos, le informaban detalladamente a su corazón de todo cuanto había por conocer, de todo cuanto había por aprender, y de todo

cuanto, aún no comprendía.

 

Su corazón todo lo absorbía, lo contenía. Desde los insondables misterios hasta los hechos más triviales. Desde la simple complejidad de los ritos de apareamiento

de los animales hasta los oscuros enigmas de la muerte. El grito del trueno, el silencio del desierto, los colores del alba, el canto de los pájaros...

 

Muchas veces, más que recordar, revivía la emoción que lo invadió cuando, en los despertares de la vida, descubrió su primera flor. Era una rosa. Una rosa

tan bella como sólo ella podía serlo. Y descubrió, también, que la gotita de rocío que pendía de su pétalo más alto era muy parecida a aquella otra que,

misteriosamente, corría por su mejilla.

 

Conoció, por fin, a los hombres. A todos ellos. A los más sublimes y a los más perversos. Y los llevó en su corazón.

 

Supo de sus miedos más pequeños, de sus delirios de grandeza, de su dolor.

 

Los vio construir pirámides y campos de concentración, hachas de piedra y máquinas voladoras, altares y patíbulos.

 

El corazón del Hombre absorbía, trataba de comprender, no juzgaba. A veces lloraba y a veces reía.

 

Vio a los hombres reconstruir siempre, tozudamente, lo que unos pocos destruían. Los vio bailar y cantar, y llenos de alegría y fe en el porvenir compartir

el último pan, rodeados de la miseria más absoluta. Vio a los niños reír...

 

El corazón del Hombre a veces se llenaba de ternura...

 

Vio a los hombres sembrar, adrede y por doquier, enfermedades que aún no habían aprendido a curar. Y los vio defecar a las puertas del Templo reconstruido

tras el bombardeo.

 

El corazón del Hombre a veces gritaba...

 

Vio brotar con fuerza incontenible el amor luego de cada tormenta. Vio a las mujeres parir hasta en los cementerios.

 

Vio al más humilde de los pueblos ponerse de pie, semidesnudo, y sin más armas que el amor, la paz y la "no violencia", expulsar de su tierra al más terrible

y poderoso pueblo depredador.

 

El corazón del Hombre a veces celebraba...

 

Vio a los hombres enviar a la guerra a los hijos engendrados por amor. Los vio torturar y esclavizar, traicionar y exterminar. Vio como Uno los salvaba

a todos, a todos los que, luego de asesinarlo, lo lloraron y consagraron su vida a Él.

 

El corazón del Hombre a veces se persignaba...

 

Aunque muchas veces no los comprendía, amó a los hombres. Amó a los hombres y los acompañó a lo largo y a lo ancho de toda su historia. Y cuando el sol

comenzó a apagarse, y poco a poco se fueron extinguiendo, junto con el hombre, todas las demás formas de vida, lloró. Lloró desconsoladamente durante largo

tiempo.

 

Pero la misión que le había sido encomendada aún no había concluido. Debía seguir almacenando en su corazón todo lo que aprendía, todo lo que experimentaba,

todo lo que sentía.

 

Grabó entonces, dentro de sí, el frío inconmensurable, la oscuridad casi absoluta, su infinita soledad, su dolor...

 

A paso lento se encaminó hacia la cumbre más elevada del planeta muerto y a la deriva.

 

El sol se había apagado hacía ya mucho tiempo, y el corazón del Hombre seguía aprendiendo de las estrellas, que compartían con Él, el legado sagrado de

su memoria infinita. Pero ellas también morían.

 

Cuando, después de titilar durante largo tiempo, la última de sus confidentes se apagó para siempre, y el universo se sumió en la oscuridad más absoluta,

y el todo y la nada fueron la misma cosa, el Hombre supo que ya se moría.

 

Llorando amargamente y maldiciendo a su Creador que le había encomendado tarea tan inútil, tan estéril, se preparó para el sueño eterno... Mas, cuando ya

fenecía, recordó su primera flor, aquella rosa, aquella emoción... y comprendió.

 

Con sus propias manos abrió su pecho, extrajo su corazón y lo arrojó alto, muy alto...

 

Hubo una gran explosión... y un nuevo comienzo.

 

Autor: Omar González.

 

 

 

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