CANCÚN: LUGAR DE LOS CUATRO CONJUROS

Por María Fernanda Balboa Álvarez

Cuenta un viejito maya que antes de la llegada de los españoles a la península de Yucatán, el lugar ocupado actualmente por la ciudad de Cancún, era una selva alta inhabitable para el hombre. En sus alrededores crecían: árboles imponentes, ciénegas peligrosas, espejeantes lagunas, derramando aguas dulces a la orilla de un mar de cambiantes colores. Este sitio estaba poblado por monos aulladores, enigmáticos jaguares, amenazantes culebras, silenciosos cocodrilos, pájaros de colores llamativos, apacibles venados, puercos de monte; y, por las noches, se podía oír un concierto de voces, cuya armonía musical era conducido por el siseo de los grillos, ambulantes chispas luminosas, afirmando constantemente si, si, si, si, si, ss, ss, ss, ss, ss, ss… Belleza y el peligro juntos.

Don Juan Ch’el, a sus ochenta años, después de haber emigrado de un pueblo del estado de Yucatán, recordaba la época cuando conoció este paraje inhóspito, que más tarde habría de albergar una ciudad de Cancún, pues siendo joven se había dedicado al corte de la madera y a la extracción de la resina del árbol de chicozapote: el chicle, que era comprado por empresa extranjera: la Adams Company.

El día que lo conocí, se encontraba limpiando un patio baldío cerca de mi casa.

Me dijo que hace muchos años, el mar de este lugar no era como lo es hoy. Que era de un color distinto, pero no de ese color azul que maravilla a quienes lo miran y se bañan en sus playas.

El día que me acerqué a él, yo tenía el encargo de hacer una recolecta de hojas de distintos tamaños y formas, para resolver una tarea relacionada con el estudio de la botánica y la ecología.

Al principio cuando lo vi, se encontraba agachado y de espaldas arrancando arbustos.

Cuando le di un saludo, fingió no escucharme; pero, cuando volteó a verme, se levantó molesto, y me preguntó: "qué quieres niña".

No muy distante a ese lugar, mi madre observaba el inicio del diálogo con el anciano. Estaba pendiente de mí.

Entonces, yo le dije que estaba recolectando hojas y quería saber el nombre de esas plantas.

De inmediato, dio unos pasos, y con el machete cortó una rama de hojas que en su envez tenían como venas de color rojo. Cuando me las entregó, me dijo su nombre en maya. K’anán. Las hojas del arbusto eran de forma acorazonada.

Después de entregarme casi una docena de hojas: unas largas y puntiagudas; otras, redondas y porosas, me preguntó:

-"Tienes tiempo para oír para qué sirven".

Arrancó dos piedras y, después sentarse en una de ellas, me invitó a ocupar una de ellas para escucharlo.

Comenzó diciendo:

"En la tierra no hay hierbas malas, sino algunos hombres ignorantes que desconocen sus propiedades… Hay que aprender del lenguaje silencioso de las plantas. Aprender de sus colores, de sus perfumes y… de lo que tienen adentro… "

–Luego, agregó-.

"Sobre la tierra no hay hierbas malas, todas sirven. Crecen en la tierra para que sean usadas por el hombre o los animales. Esa enredadera de flores amarillas que trepa sobre ese árbol de caoba, sirve para sanar de la mordedura de cualquier animal venenoso: alacranes, arañas y serpientes; pero muy pocos lo saben; esa otra, que es muy picosa y que cubre la mata de maravilla, cura reumas…"

Sin darme cuenta, pues se me impuso su facilidad de palabra, había empezado un relato que, me pidió anotara en mi libreta de apuntes, decía:

"-Hace muchos años, cuando todavía no se inventaban los calendarios que registran el paso del tiempo, lo que hoy llamamos Cancún, era en ese entonces, un sitio en donde el mar y la selva mantenían una plática constante. Como la tierra, aún no se poblaba de animales y de hombres, entonces, sólo los árboles, las piedras, las estrellas, el sol, la luna y el viento, poseían el don del lenguaje y platicaban entre ellos. Pero, el mar y la selva, eran los que más les gustaba conversar.

En esos tiempos, cuando sólo las estrellas enmudecidas llevaban la cuenta de los años, abundaban y crecían a la orilla del mar: el tabché, árbol de sal; el ya’, chicozapote; el chacté, caoba; el p’op’ox, ortiga silvestre; el yaxnicté, árbol de la primera flor; y, la x- ja’il, enredadera de flores azules, abundante en los patios lóbregos, como éste, se parece a una serpiente coronada de flores, arrastrándose por la arena y en las orillas de los caminos.

Un día, no se sabe en qué tiempo, la enredadera de flores azules quiso saber qué había más allá de donde venían las olas del mar y comenzó a escalar el tronco del tabché, árbol de sal.

Molesto el tabché, en cuyo tallo siempre hay pequeñísimos granos de sal, éste le dijo a la enredadera:

--No subas mi tronco. Mi sal puede secar tus floraciones, y cambiar el color de sus campánulas.

Pero, la x-ja’il, flor terca, presumida y desobediente, no hizo caso de las advertencias del tabché, árbol de sal, ya que éste, por las noches, cuando la luna está completamente redonda, comienza a sudar copiosamente pequeñas partículas de sal, y todo lo que encuentra a su alrededor, lo cambia de su color original.

Una noche de luna llena la enredadera de flores azules, desoyendo las advertencias del tabché, escaló el tallo del árbol de sal, De inmediato, vio que sus campánulas empezaban a perder su color original y se puso a llorar desconsoladoramente.

El p’op’ox, ortiga silvestre, que también trepaba el tronco de un vecino árbol llamado chacté, caoba, le dijo a la enredadera de flores azules, convertidas en blancas que, sí quería recuperar el color original de sus flores, tenía que orar a los cuatro vientos y pedirle al chicozapote que la proveyera de su resina blanca, para que le devolviese el color azul de sus flores. Extrañada, la enredadera preguntó:

--Pero, ¿cómo le hago?

El p’op’ox, ortiga silvestre, le dijo:

--Tienes que hacer cuatro conjuros, dirigidos a los cuatro puntos cardinales, recoger la resina del chicozapote y mascarlo cuando veas que pasen los hombres de esta tierra.

Al otro día, cuando pasaban unos indios por aquel paraje poco transitado, la enredadera se puso a mascar la resina. Uno de ellos, el más apuesto del grupo, vio cómo ésta convertía sus corolas pálidas en color blanco. El muchacho, distraído en observar ese acontecimiento, invitó a sus compañeros, para que juntos se subieran al árbol de chicozapote, cortar su tallo y recoger la resina.

Más tarde, cocieron la resina del árbol y la comenzaron a mascar, diciéndose entre sí:

--¡Miren, los dientes nos quedan más blancos!

Desde ese día, nuestros antepasados, comenzamos a usar la resina del chicozapote cocido para emblanquecer nuestros dientes. La enredadera recobró el azul de sus corolas, pero también crecieron otras, de color blanco, y otras de colores rosa y morado, adornando con sus diversos colores el jardín natural de la selva…"

Cuando me levanté para irme a mi casa, Don Juan Ch’el me detuvo diciéndome:

-"Niña, todavía no ha acabado el cuento. Espera, ocurrió otra cosa. Fíjate que la magia que produjo la invocación que había pronunciado la x-ja’il, enredadera azul, a los dioses mayas contagió las aguas del mar y este se convirtió en azul; además, la frescura de la arena de sus playas, que provino del polen de todas las flores azules, se dispersaron a la orilla del mar, dotándolo de esa arena que bendice con su humedad los pies de las personas que la pisan. No olvides, que la arena a la orilla de nuestros mares, está hecha con el polen de flores de nuestras selvas.

Por este descubrimiento, único en la vida de los mayas, a este sitio, que no tenía nombre, los indios le pusieron el de Cancún, lugar de los cuatro conjuros; porque, siempre allí, acudían a orar a los cuatro vientos de los cuatro puntos cardinales, en espera de que sus dioses les concedieran la magia de vivir en paz… hasta que llegaron los que ahora impiden libremente a sus descendientes, el poder disfrutar de sus playas y de sus mares…

Eso me dijo aquel viejito, que se dolía de su historia… historia que quedó debajo de los hoteles y del bullicio nocturno de sus discotecas… acallando aquel diálogo entre la selva y el azul del mar.

NOTA: El nombre de Cancún, proviene de las raíces mayas: Can, cuatro y cun, conjuro.

 

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