Como si fuese una noche
interminable Gastón pasaba el tiempo en su lúgubre aposento, en aquella simple
celda para el condenado a muerte. Una tenue lámpara iluminaba la nada, mientras
él jugueteaba con una cucaracha a la cual, usando las manos como paletas a ras
del piso, le coartaba la posibilidad de huir. Una buena monotonía para
distraerse.
La fecha fijada para su ejecución era el
20 de marzo, y apenas le faltaban cuatro días. La funesta cita se concretaría a
la hora seis del amanecer. En aquel pabellón había otros cinco condenados a
muerte. Desde que Gastón estaba ahí, tres vecinos ya habían sido conducidos a
la silla letal. Pudo ver a uno de ellos cuando atravesó ese largo pasillo, enloquecido
y peleando como un león herido; otro, no menos loco, repetía a los gritos:
“¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios!", muy hipócrita por cierto. El tercero,
demostrando su esencia cobarde, llorando se arrojó al piso y fue arrastrado
como una rata, hasta ser ubicado sobre la silla de la muerte.
Gastón se preguntaba cuál sería su
propia reacción cuando le tocara el turno. La preocupación era cómo llegarían
los comentarios sobre el último comportamiento a su familia, de la cual fue su
jefe.
En la celda contigua se encontraba en
similares condiciones, Enrique, apodado “El Chino”, un villero condenado por
darle muerte a tres policías y una anciana. Su final había sido postergado por
una apelación a la Suprema Corte de Justicia, pero todo era cuestión de días. Justo
enfrente se alojaba incómodamente, Rubén, quien había asesinado de dos balazos
en la espalda a un profesor de educación física. Estaba muy alterado porque su
turno… era el próximo amanecer. Pero en el momento menos esperado, se lo
llevaron para comunicarle que el Gobernador le había aplazado su ejecución.
Regresó muy feliz y compartió un ”porro” de marihuana con sus pares.
Pasado los días, ya era la noche del 19
de marzo y Gastón entró en la cuenta regresiva. No podía dormir de los nervios.
Insistía en una revisión del pasado, de su niñez, de su familia y la vida
misma. Rogaba morir de un infarto antes de ser ejecutado. Espontáneamente de un
manotazo y, como era su costumbre, atrapó a una cucaracha, pero esta vez la
arrojó hacia fuera gritándole: ¡Huye, huye, huye! ¡Estás en libertad!
Los presos percibían hasta el menor
ruido dentro de aquel pabellón. En medio del sepulcral silencio se oyó, desde
el fondo del pasillo, el clásico sonido de un manojo de llaves y el retumbar de
un chirrido al abrirse las rejas. El caminar de varias personas que se
acercaban, esa madrugada, repiqueteaba en el piso más que nunca. El corazón de
Gastón se aceleró y las piernas le comenzaron a temblar.
Cuatro guardiacárceles uniformados, un
sacerdote católico, el fiscal y otro hombre más, se detuvieron frente a la
celda abierta. “Muchacho, te llegó la hora” -le dijo un carcelero con voz
fúnebre-. Gastón trató de serenarse y contener la angustia. El religioso se
acercó con la Biblia en la mano y haciendo la señal de la cruz, pero de inmediato
fue gravemente insultado por el condenado. Gastón le pidió que se mandara a
mudar, echándole en cara que si él o el mismísimo Dios hubieran hecho algo por
su vida, nadie hubiese estado aquí, en este momento, para terminar con ella.
Entonces se adelantó el hombre de
gruesos bigotes que vestía un traje negro y le pidió que se calme.
- Tranquilo, caballero. Yo soy el
Ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación, y le garantizo
que usted será bien tratado.
- ¿Bien tratado? ¿Con 3.500 voltios?
¡Muchas gracias, señor Ministro! ¡No se hubiese molestado por mí!
Repentinamente, Gastón recordó los
motivos que lo condujeron a la actual situación carcelaria e incriminó al señor
Ministro, en tanto el reloj se apresuraba a devorar los últimos minutos.
- Vea, yo no sé si usted sabe el porqué
estoy aquí, pero le informo que aquella noche que esos tres tipos ingresaron a
mi casa forzando una ventana y que luego de embolsar todos los valores que
encontraron, violaron a mi esposa y… ¡a mi hija menor! Ahí me ayudó Dios o
Satanás, no lo sé, pero logré desatarme y con el trinchete del asador pude
atravesar los cogotes de dos de esas bestias, uno por uno, y luego repetí mil
pinchazos hasta quedar exhausto. Cuando salí a buscar al tercer delincuente que
después de la violación se quedó de campana, me detuvo la policía. Finalmente
fui condenado a la pena de muerte por homicidio reiterado, agravado por cizaña.
Y encima me enteré que el macaco que no llegué a matar, ¡hoy está en libertad!
Entonces yo le pregunto, señor Ministro de Justicia, ¿Dónde mierda está la
justicia en este país?
- Cálmese, por favor. Usted mató a dos
jóvenes que estaban retirando algunos elementos de su hogar, porque se trata de
gente con necesidades, gente marginada que vive en la villa bajo condiciones
infrahumanas… Usted debería entender la real situación social, y no matar por
matar…
- Pero… ¿Usted es boludo o se hace?
¡Esos hijos de puta reventaron mi casa, vinieron a robar, violaron a mi esposa
y a mi hija de 10 años! ¿O no me entendió lo que le dije? ¡Y si estamos vivos
debe ser por casualidad!
- Bueno… a veces los chicos se exceden
un poco y no controlan sus conductas, pero es producto del uso de drogas. Por
suerte ya, muy pronto, despenalizaremos la tenencia y el consumo personal, y se
terminará ese problema. La marginalidad a la que están sometidos esos muchachos
es terrible… Nuestras estadísticas así lo indican.
- Sí, sí, entiendo. ¡Las falsas
estadísticas del INDEC! Y encima, el chorro degenerado que debería estar aquí,
en mi lugar, lo dejaron libre. ¡Qué justicia de mierda tenemos, señor Ministro!
- Perdón, pero recuerde usted que soy
abogado de profesión y también administro los Derechos Humanos de nuestro país.
En consecuencia debo velar por el bienestar de la gente.
Gastón se alteró al máximo y le
respondió al ministro a los gritos:
- Claro, claro... Por el bienestar… ¡Por
el bienestar de los delincuentes! Ustedes jamás se acercan ni apoyan a las
víctimas ni a sus deudos, sólo se preocupan por los victimarios asesinos,
chorros y violadores, de que no los maltraten y de que queden libres a la
brevedad. Vea, señor Ministro: ¡Me recago en usted, la Corte Suprema y sus
Derechos Humanos!
La situación ya no daba para más y los
guardiacárceles sujetaron al enloquecido Gastón, evitando así que agrediera a
golpes al Ministro de la Nación, quien lo observaba con total indiferencia.
Seguidamente comenzaron la última caminata por ese frío y largo pasillo, rumbo
a la muerte. Los otros presos lo despedían insultando agriamente a los verdugos
que lo custodiaban.
Ya en la cámara de ejecución, Gastón fue
amarrado a la silla metálica, listo para ser calcinado con una descarga
eléctrica fatal. Bajo una extraña serenidad miró, tras los vidrios, al público
presente. Había muchas personas entre las cuales pudo divisar al Ministro de
Justicia en primera fila, junto al fiscal, como disfrutando ese espectáculo. Al
observar a su hija y a su esposa agradeciéndole con gestos lo que él había
hecho por ellas, se anonadó.
De pronto sonó un timbre y se encendió una
luz roja sobre la silla mortífera. Una mano enguantada tomó una palanca
trifásica y la bajó de un golpe… Esa descarga fue espantosa… Gastón tembló
hasta sacudir su cuerpo…
Aquel impacto atroz terminó
despertándolo, interrumpiendo así su pesadilla. Como desesperado zamarreó y
acarició a la esposa que dormía a su lado y que no entendía porqué Gastón hacía
tanto alboroto. Él corrió hasta la habitación de su hija a la cual halló
durmiendo plácidamente.
Habiendo quedado muy alterado de los
nervios, a la mañana siguiente Gastón visitó al psicólogo con urgencia. Si bien
el secreto profesional no permitía conocer los íntimos diálogos, le comentó a
su mujer lo informado por el facultativo: que el sueño fue culpa de aquella
famosa diva que opinó sobre “la muerte para el que mata”. Aunque la verdadera
culpa era del periodismo, tanto de los diarios como de la televisión, esos mal
intencionados que viven creando una “sensación de inseguridad”. ¡Malditos
periodistas! Además le explicó que la gente no sabe vivir feliz, pues
acostumbran a ver los canales de noticias o a leer los diarios, en lugar de oír
los índices estadísticos, los informes y los discursos oficiales.
Así fue que Gastón siguió viviendo
tranquilo, sin sensaciones extrañas, gracias a la eficaz orientación que le
brindó aquel psicólogo de la Secretaría de Asistencia Social de la Nación.
Autor: © Edgardo González. Buenos
Aires, Argentina.