Llegó a mi vida un caluroso día de
Diciembre, desnudo, desvalido arrancado de su hogar en el norte argentino
quizás, junto algún hermano. Gris desgarbado, con un movimiento continuo de cabeza,
en verdad daba pena. Lo acurruqué entre mis manos, naciendo un gran amor entre
ambos. Le tendría que dar un nombre y COCO fue el elegido. Siempre estaba
pidiendo que lo alimentaran y sus ojos me seguían donde me movía.
Aquella fea criatura, crece y unos
canutos asoman cubriendo todo su cuerpo. Pasa el tiempo, va creciendo, se hace
sentir, pide su comida a gritos. Los canutos cual flores en primavera, sueltan
su alegre colorido. Un hermoso plumaje lo empieza a vestir, las más variadas
tonalidades de verdes, rojos, amarillos y un celeste en su frente denotando que
el cielo quiso estar presente. Cambia sus estridentes gritos por algunas
palabras, aprendidas de tanto repetírselas, por ejemplo: “Quiero la papa”,
nombres de integrantes del hogar, ladraba y llamaba a Lara la perra de la casa,
imitaba el canto del gallo y aquel: “Papá, Papá” cada vez que me veía.
Cuántas gratas horas pasé junto a él,
enseñándole esas pocas palabras. Conocía de sobra en que estado emocional uno
estaba, se tiraba de su percha, caminando graciosamente con sus patas chuecas,
trepaba seguro hasta mi hombro y suavemente con su fuerte y enorme pico, capaz
de romper la más dura semilla, jugaba con el lóbulo de mi oreja, mientras
susurraba un “Papá”.
Debo de agregar que No era todo un buen
chico, tenía las suyas, pícaro e inteligente, a veces hacía de las suyas, se
podría decir que era casi humano. Tenía su percha en un gran árbol en el
jardín, un aro, una rama de coronilla atravesada, sus tarros para las distintas
comidas y el agua; una campanita que era a sazón su juguete preferido. Dentro
de la casa disponía de algo similar pero portátil; si algo lo asustaba se
largaba y si caía al suelo, pedía ayuda Repitiendo: “Coco, Coco”, no importaba
de quién viniera.
Eso sí, ni bien se sentía seguro y una
de sus patas se agarraba de la percha en vez de agradecer tiraba un picotazo.
Ven por lo que parecía casi Humano, ¿cuántas personas a quien se les ha
extendido una mano al sentirse seguras nos tiran un picotazo olvidándose de la
ayuda recibida? Esto no sucedía si era su Papá quien lo levantara erizaba sus
plumas de la cabeza y diciendo: “Piojito” esperaba que su Papá se la rascara.
Le gustaba salir de paseo con la
familia, en sus salidas, iba a la playa con nosotros y al sentir arrancar el
auto, imitaba el sonido del motor. La vida separa a los amigos que se quieren,
hoy Papá no tiene ha ese hijo llamado Coco, créanme que a veces lo extraño y
creo me gustaría sentirlo en mi hombro, picándome suavemente la oreja y sentir
su cariñoso Papá.
Autor: Walter
Auditore. Barcelona, España.