LOS CIEGOS EN EL MUNDO DE HOY

 

Me resultaría muy entretenido, y hasta interesante, pasarme las horas de las horas recreando en palabras la imagen de un mundo, que ya ha sido descrito hasta el hartazgo y que como dice otro tango “Gira y gira”. Sin embargo, y aunque no me faltan ganas de pedirle al reloj: “No marques las horas”, deseo ir más allá de ello y tratar de identificar cuál podría ser el lugar que los ciegos estaríamos ocupando en el mundo de hoy. ¿Qué somos hoy? ¿Qué significamos? ¿Qué representamos? ¿Y qué inspiramos en medio de tanta tecnología? ¿Anhelo de superación, de integración, o esa pena y aquélla lástima de siempre? Claro que al respecto habría mucho que decir y que, por su puesto, en esta modesta colaboración no voy a poder abarcar todo lo que quisiera, pero, en todo caso, lo que aquí me propongo es poner sobre el tapete algunas ideas que ojalá sirvan de motivación e introducción a futuros debates.

Definitivamente, no soy el único que tiene la sensación de estar en una gran aldea, y es que, en efecto, no hace falta ver para percibir al mundo de hoy como eso: una gran aldea, en la que la pequeña versión del centralismo local o nacional ha sido remplazada por un centralismo global -¡ah, la globalización!- que lo envuelve todo, que en términos optimistas podría estar sentando las bases de una futura mega síntesis de razas, idiomas, culturas, pero que por el momento no hace más que ahondar el abismo que existe entre unos pocos privilegiados y un número impresionante de personas humanas-¡fundamentalmente eso, humanas!- que pueblan gran parte de la tierra, sumergidas en una pavorosa miseria que, lamentablemente, da la sensación de contar con la cómplice indiferencia, inclusive, de algunos entre aquellos santurrones que se andan golpeando el pecho en nombre de la justicia.

En aquel contexto centralista, podría verse a los países como condados (provincias si se quiere) de un estado eje, ubicado en el corazón de una civilización de tipo metropolitana que, de pronto, busca amurallarse. ¿Qué curioso no? ¿Será que la civilización post industrial está perdiendo piso? Dicho sea de paso, ya en este acápite conviene ir señalando que, por cierto, ciegos los hay en todas partes, y a este paso, los vamos a encontrar a los dos lados del muro. ¡Como si aquello de las barreras o impedimentos fuese algo nuevo para nosotros!

Y cabría la posibilidad (en mi opinión) de dividir a los países en tres grupos: los construidos, los destruidos y aquellos que están en proceso de construcción. Se trataría de tres tipos de escenarios, concretos, en los que ya podríamos ir situando a la ceguera con sus implicancias, las que cobran ciertos matices, como es lógico, según el tipo de escenario (medio social y económico) en el que se presentan. Aún cuando no es nada difícil intuir las abismales diferencias que hay entre los grupos de países mencionados, podríamos echar un vistazo alrededor.

Por una parte, los países ya construidos serían aquellos en los que casi todo ya habría sido hecho tanto en lo físico, como en lo económico, lo social, lo jurídico, lo cultural, lo político, etc. Para los habitantes de tales países el mundo giraría en torno a ellos, en torno a sus niveles de bienestar, y llegarían a sentir que ellos son el mundo, pese a que aún quedan problemas por resolver, como en el caso de los ciegos quienes, no obstante las facilidades con las que cuentan, todavía tienen motivos para seguir batallando.

Gracias al crecimiento de sus economías, los habitantes de los países mencionados tienen la facilidad de poder hacer que sus instalaciones y estructuras físicas sean mantenidas y limpiadas por una gran legión de inmigrantes, quienes llegan a esas tierras desde la periferia de la civilización -¿habrán ciegos entre estos?- dispuestos a descender socialmente al nivel de proletarios pese a que en sus lugares de origen podrían haber sido miembros de las clases medias. Sicológicamente, estos ya se han predispuesto desde antes de partir, para desempeñar cualquier tipo de tareas -¡no importa!- incluyendo las que jamás hubiesen realizado en sus pueblos, pero, no saben que a cambio de ello habrán de recibir una paga, que no necesariamente compensará los esfuerzos hechos por alcanzar ese futuro tantas veces soñado. Ah, ese futuro, que estando ya en la “tierra prometida” de repente se presenta con toda su crudeza tal cual es, en una realidad que por sí misma se encarga de ponerle fin a cualquier sueño o ilusión por la que no pocos se lanzan a la aventura, muchas veces como sea.

Mientras las estructuras de su construcción no se deterioren, lo único que les preocuparía a los habitantes de aquellos países sería ir renovando o innovando sus acabados. Cuentan para eso con una gran tecnología que no tiene cuando dejar de revolucionar, de generar y generar facilidades tras facilidades, rompiendo así diversos tipos de barreras que van mucho más allá de las arquitectónicas, pero que -¡eso sí!- no han logrado forjar un paraíso para la inclusión, integración -¡lo mismo da Juana que Chana!- o como se le quiera llamar, de las personas ciegas. ¡Ah, eso sí que no!

Aquí me gustaría aportar en forma muy breve, con alguito de mi experiencia como observador. Hace unos tres años decidí ir a Los Ángeles -¡vaya qué linda ciudad!- para examinar la posibilidad de radicar por allá. No logré quedarme, pero debo decir que adquirí una experiencia muy rica por todo lo que pude observar. Allí tuve la ocasión, o digamos el privilegio, de ver (por así decirlo) lo bueno, lo malo y lo feo de la película, pero ya no desde una cómoda butaca de cine si no en el mismo lugar de los hechos. Me di cuenta de lo que realmente significa ser ciudadano de un país desarrollado (construido) y sin embargo también percibí cosas que me llevan a preguntarme: ¿Qué sería de los ciegos norteamericanos si no contaran con la asistencia y el apoyo que su estado les da? Allá la lucha de nuestros hermanos no ha terminado.

Una de las lecciones más claras que aprendí en aquel recordado viaje, por cierto, está íntimamente relacionada con el papel que por naturaleza el estado debe cumplir. Aquella idea, según la cual, este debe intervenir lo menos posible en lo social, porque la sociedad misma puede solucionar sus problemas con la ayuda de la herramienta llamada mercado, no tiene sustento en los hechos. Ocurre lo mismo que con esa otra idea que plantea, desde el extremo totalmente opuesto, que el estado tiene que hacerlo todo, hasta el punto de anular toda iniciativa por parte de los particulares, es decir de los ciudadanos. Lo que el estado debe hacer (me permito usar una metáfora a modo de ilustración) es funcionar como el bastón que, según las circunstancias, los miembros de la sociedad pudiesen necesitar para apoyarse.

La problemática de las personas ciegas (esa problemática nuestra de cada día) es verdaderamente álgida, y es que, aunque nos duela decirlo por cuestiones algunas veces de complejos, nosotros bien sabemos que la ausencia de la vista no es cualquier cosa. El no ver, de hecho, repercute en nuestras vidas, y en las de nuestras familias, en una forma integral, es decir, en lo emocional, lo cultural, lo social y, por supuesto en lo económico, como lo hizo notar el economista Amartya Sen a través de una brillante ponencia en la Segunda Conferencia Internacional Sobre Discapacidad y Desarrollo Inclusivo, organizada por el Banco Mundial, en Diciembre del 2004. De allí que el estado tenga el deber de intervenir, pero, tiene que hacerse presente -¿acaso no lo hace en los países construidos?- mediante tareas de un apoyo concreto, que requiere ir mucho más allá de la simple emisión de leyes, decretos o declaraciones puramente líricas, y en todo caso, lo que resulta indispensable es promover una relación equilibrada, socialmente organizada entre la intervención del estado y la dinámica del mercado que, en efecto, también es indispensable para alcanzar nuestra integración.

Pero, veamos ahora qué estaría ocurriendo en aquellos países destruidos ya sea por efecto de guerras o catástrofes, y en los que están en proceso de construcción, o en vías de desarrollo, tal como se les ha dado en llamar. Cualquier coincidencia o semejanza es obra de la realidad y no mía, por si esta pudiese resultar ofensiva.

En dichos países todo, o casi todo estaría por hacerse desde los cimientos. Habría una gran descomposición institucional, partiendo de la familia (célula básica de la sociedad) que en muchos casos se encuentra destrozada, por la influencia nefasta de diversos factores, que le impiden consolidarse y que la convierten en el almácigo de un desorden, el cual se proyecta de un modo progresivo al resto de grupos intermedios de la sociedad, llegando en ciertos casos a dimensiones caóticas, intolerables.

Curiosamente, habría un autoritarismo algunas veces pavoroso, y en coincidencia con ello, se daría una predisposición o predilección por lo autoritario de parte de las masas, mientras que en el fondo se estaría sufriendo una clamorosa falta de autoridad, que ya en la familia se percibe. La autoridad parecería estar brillando por su ausencia, y por eso, cave anotar lo que dice el refrán: “Donde no manda capitán, manda marinero”.

La magnitud en la que se respetan, o se dejan de respetar las reglas de tránsito al manejar -¡vaya con el tráfico!- podría quizás constituirse en una forma de medir el nivel de caos que impera en los países destruidos o por construir. Claro que se trata de una forma informal, por decirlo de algún modo, pero, ocurre que precisamente es la informalidad (eso que los sociólogos llamamos anomia) lo que manda en aquellos países, poniendo de relieve en la práctica la sabiduría que encierra otro viejo refrán: “A río revuelto, ganancia de pescadores”. ¿No será de minorías? La interrogante es un agregado que me permito hacer.

Leyendo la encíclica del recordado Juan Pablo II Solicitude Rei Socialis.- pude percibir algo que se da, en una relación proporcionalmente inversa, entre los países destruidos o por construir, y los países ya construidos. Mientras entre estos últimos (los construidos o ricos) hay una miseria espantosa, que tiene un carácter marginal, en los países por construir (pobres) hay, en cambio, una riqueza extrema, también marginal, concentrada en muy pocas manos y que en el fondo representa, o significa, ni más ni menos que un escupitajo a las necesidades no satisfechas de millones de personas humanas, que viven –si eso es vivir- en el más completo abandono de todo tipo.

Pero, veámoslo en nuestro propio terreno: ¿Cuántas personas hubiesen podido librarse de la ceguera si hubiesen contado con los recursos indispensables para comprar las medicinas necesarias por ejemplo? En el fondo, no muchas, por no decir una gran minoría. Y es que, salvo imponderables de la vida (esos que no faltan) la ceguera no es cosa de ricos, de gente que ante cualquier eventualidad cuenta con la capacidad de viajar para ponerse en las manos de las eminencias de la oftalmología. En todo caso, cuando lo es, entre ellos hay el suficiente dinero como para ocultarla. Los ricos tienen chofer por ejemplo, y no necesitan ir bastoneando por las calles para buscarse el pan, pues en sus residencias lo tienen casi todo. Por eso, en los países destruidos o por construir, la ceguera tiene cara de pobre.

¿Qué es lo que el común de la gente suele ver por las calles y avenidas? Ah, bueno: miles de ciegos, a veces abandonados, maltragiados, descuidados, sucios, estirando la mano, sin otra cosa más que ir dando de palos (si es que usan bastón) o arrastrando los pies, en una realidad que, a cada paso, a punta de golpes y caídas, nos recuerda lo difícil que es tratar de sobrevivir, sin un apoyo adecuado, cuando falta la vista. “¿Pero, y qué de nosotros?”, me podría preguntar alguno de mis lectores ante lo que vengo sosteniendo, y entonces yo tendría que responder en un sentido que, quizás, pudiese sonar no muy simpático, pero es que la verdad sea dicha. 

En los países destruidos, o por construir como los he venido denominando, nosotros, los ciegos que tenemos acceso a la informática, los que nos hemos profesionalizado, los que podemos hablar de los viajecitos que hemos realizado, somos un grupo de privilegiados que no siempre valoramos lo que tenemos, frente a un número no determinado de individuos que, el día de hoy, ni siquiera conocen el sistema Braille. Fríamente visto, el Jaws, el Home Page Reader, brillan como joyas que muy pocos podemos lucir como propias.

Pero, si bien somos privilegiados, debemos reconocer que en realidad lo somos a medias. ¿Por qué? Ah, pues porque aquellas joyas que la tecnología nos ofrece, muchas veces, no nos han servido más que para lucirlas, y a lo mejor, para hacer alarde de nuestra destreza a la hora de mostrarlas. ¿Acaso estas nos permitieron ampliar el radio de nuestras posibilidades de empleo? No; si así hubiera sido, muchos de nosotros no podríamos darle todo el tiempo que le damos a la lectura de la de cosas -¡y qué cosas!- que a veces aparecen en las listas de interés que circulan. Estaríamos concentrados en producir, en vez de pasárnosla listeando -¡ah, neologismo!- pues sí, listeando, por no tener algo más que hacer. Y en todo caso, eso del listeo podría pasar a ser una cuestión de pasatiempo, o por último un medio de utilidad colectiva en cuanto a orientación y apoyo.

En los países destruidos o por construir, el grupo de ciegos privilegiados tendemos a soñar, con pretensiones o aires de ciegos del primer mundo, y soñar no es malo, pero, ocurre que a la hora de hacerlo partimos de un grave problema: no tenemos los pies sobre nuestra propia tierra, y por eso no somos capaces de darnos cuenta que, antes que soñar, debemos avocarnos en forma realista a la resolución de cuestiones concretas, que nos permitan encaminarnos a satisfacer las necesidades más elementales de nuestra comunidad, como paso previo a la puesta de los cimientos de una verdadera integración.

Frente a la magnitud de la tremenda problemática de los miles y miles de ciegos, que hay entre nosotros, lo primero que necesitamos hacer es empezar por integrarnos nosotros mismos, dejando de lado las desuniones, las divisioncitas, los protagonismos de individuos o de cofradías. ¿Por qué? Pues, porque si nosotros no hacemos nada por unirnos nadie nos va a venir a unir, y seguiremos a merced de aquellos que, en el fondo, no tienen más que dividirnos, y seguirnos dividiendo, para reinar, mientras que nuestra problemática se ahonda.

Está muy bien que reclamemos por nuestros derechos -¡vaya que si no los tendremos!- que hagamos escuchar nuestra voz de protesta -¡y bien fuerte!- frente a nuestros dirigentes políticos, pero también sería bueno que pongamos nuestras barbas en remojo y que nos hagamos el firme propósito de producir un profundo cambio en nuestras actitudes. Si no lo hacemos, en el 2020 nuestros hijos habrán heredado una problemática como la actual, o quizás peor que la presente. ¿Y es eso lo que deseamos? ¿Es eso lo que pensamos que nuestros hijos se merecen? ¿Tenemos derecho a decidir por su futuro y desde ya condenarlos a vivir como minusválidos? ¿Queremos que ellos también den pena, como lo hacemos muchos de nosotros hoy? Si la respuesta a todas las interrogantes es negativa, como me supongo, entonces y de una buena vez, dejémonos de cosas y pongámonos a sembrar, lo cual definitivamente es un gran reto, porque es verdad que nosotros nunca hemos cosechado. ¡Manos a la obra!

 

Autor: Lic. Luis Hernández Patiño.

Lima, Perú.

enfoque21_lhp@yahoo.es 

 

 

                           

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