EL CIEGO QUE PINTA SIN PINCELES
Primera parte
Quería
compartir con todos ustedes una actividad que parecería vedada para nuestros
ojos y verán por lo que relato, todo lo contrario.
Mis más cordiales saludos y los dejo con el relato de mi experiencia.
¿Puede un
ciego pintar?, la teoría y los terceros dirían que no. Que es imposible. Qué
¡cómo un ciego va a pintar si no puede ver! Esto mismo me decía una persona muy
ilustrada en el tema del Braille y agregaba: ¿para qué si jamás vas a poder ver
lo que pintas y lo peor, nunca vas a disfrutar lo que pintas? Tremendo error
cometen algunas personas subestimando y aniquilando los deseos sin saber.
Recuerdo mi infancia y mis cuadernos de los primeros años cuando apenas podía
escribir algunas letras y palabras pero no faltaban en esas hojas figuras
pintadas a todo color: casas, árboles, personas, follaje, ríos, mares y buzos
con sus patas de ranas buceando por los corales de los mares. Pintados, sí, con
los pequeños lápices de colores, que más que pequeños eran verdaderos rastros
de lo que habían sido. Pequeños y en mi deseo que lo siguieran siendo.
Proveniente de un hogar de inmigrantes con cuatro hijos y donde todos los
gastos eran sumamente cuidados y estudiados, era imposible renovarlos o que me
compraran otros. Como hijo menor recibía lo que mis hermanos mayores me pasaban
y lo que pasaban era lo que les quedaba, esas ilusiones de colores en lápices.
En la secundaria ya los grandes despliegues tanto de la caligrafía como de los
dibujos, mapas y figuras componían las escenas. De adulto, dibujando cualquier
animalito del planeta, cuando me decían: “Tío, haceme una jirafa. Ahora un
caballo, y ¿por qué no me hacés un león?, y una vaca, y un loro”, y así desde
la gama zoológica hasta los más lejanos planetas, sol, Júpiter, Mercurio,
tomaban forma en el papel.
Con esos
cuadros que había pintado con macetas y flores y que estaban en la casa
familiar, hasta las guirnaldas de navidad pintadas para alegrar la cena de
navidad o la del año nuevo.
Y un día, todo
eso se esfumó, el placer por el dibujo y la pintura desapareció como por arte
de magia, esa magia que se beneficia de la oscuridad ahora me apocaba y me
cercenaba las posibilidades. Si casi como lo decía la señorita del Braille.
Pero en mi mente seguían esas imágenes y quienes hemos podido ver alguna vez,
podemos recrear en una imagen mental o en un sueño o en un relato o en una
reunión. Sí pueden aparecer. No se ven pero existen, forma parte de nuestra
biblioteca neuronal. No se borran a menos que uno lo quiera. Fue así que me
entero de un taller de pintar o más bien se llamaba: “Taller de pintura curar
con el arte”, y encima dirigido por un maestro casi ciego: escritor, escultor y
además fotógrafo. Allí estuve durante 12 encuentros. Un taller dirigido según
decía la gacetilla de prensa: “Curar con el arte, taller gratuito de pintura
para personas ciegas en particular y abierto al público en general”.
Allí marché, y
la primera sorpresa fue que de los particulares, o sea del gremio de los ciegos
yo era el único, y otras 29 personas que disponían ampliamente de su visión.
Un primer
encuentro y un primer contacto con el arte, una escultura. Juan, el maestro nos
dio 12 tablitas para construir una escalera. Con la forma y disposición que
queramos. Allí aparecería esa escalera casi como un caracol que tenía escrito
en sus peldaños la imaginación de una persona ciega que se enfrenta a un
desafío. Como si estuviera por ascender a esa escalera, escribí en el primer
peldaño: “Uuy que difícil, imposible, no lo podré hacer”. En el segundo: “¿Y si
lo intento?”, “¿y si me animo?”, hasta que en los últimos peldaños escribí:
“Uuy llegué, lo pude hacer”. Y el último dice: “Lo logré, me quiero mucho, me
felicito”.
Cada jueves se
nos daba una lámina de cartón y en la mesa habían cajitas con pasteles a la
tiza, trapos húmedos para limpiarnos los dedos luego de aplicar un color. Es
que todo se hacía, yo y todos, con los dedos, esfumando suavizando las líneas y
los espacios de color. “Claudia, por favor, me alcanzas un pastel color rojo por
favor, Justina, decime ¿hay algún pastel celeste? Mirta, ¿me pasas el fijador,
lo ves por algún lugar de la mesa?” Así se iban tejiendo lazos de amistad y de
camaradería. En cada encuentro Juan traía un texto que alguien leía y a partir
de allí brotaban día a día en cada jueves imágenes, líneas, trazos y garabatos.
Eso de los trazos y garabatos a mí en particular me traía algún desconcierto.
Más bien una frustración. Hacer garabatos que jamás podría distinguir y que
otra vez se conformarían en otra turbia oscuridad de la ceguera, algo
totalmente invisible. Y como le dije a Juan que como
psicólogo no podría asumir mi transferencia ya que yo de ninguna manera haría
garabatos ni líneas y que lo que haría serían evocaciones de todos esos
recuerdos de figuras, colores, aromas y olores que perduran en mi memoria.
Así fueron
apareciendo: un amanecer con un sol radiante, un oasis y las palmeras en un
desierto. Un campo de girasoles, un velero en el mar, una telaraña de una
arañita que había muerto y que yo reviví en la pintura. Beneficiado por la
técnica del esfumado, mis evocaciones, querían decir, querían mostrar, sin
líneas perfectas, sin formas delineadas, una escena de la vida, de mi vida o de
la humanidad. Era así que terminada una obra preguntaba: ¿Y qué ves aquí?,
mostrando la lámina la respuesta era: “Es una estancia. Es un patio de una casa
de barrio, es un casco de estancia”. Yo decía: “Es la evocación de un patio.
Quise evocar un patio colonial, un patio de San Telmo”. Y la imagen solo traía
una maceta y un frondoso helecho más una verja negra y algunos dibujos de lo
que pretendían ser paredes descascaradas por el tiempo. Símbolos, como se puede
ver, símbolos universales que remiten a una instancia. Ese era mi recurso. Un
símbolo reconocible por todos aún para mí mismo. Ver a través de los ojos de
los otros las imágenes que mi mente trae, evoca y expresa a través de la
simbología de los colores y las formas.
Así era como
ver en espejo lo que hacía. Un espejo me devolvía las imágenes y los colores. Y
si la pintura, ayuda o cura, más bien el taller se llamaba, o rectifico, se
llama porque todavía está vigente para quienes quieren enfrentar el desafío.
Podría decir que algún cambio provocó en mi vida. Yo no pensé en ello ya que
solo quería pintar y compartir mi experiencia con otras personas ciegas, debo
decir que hubo una elipsis que me hizo reflexionar. Cuando terminó el taller,
Juan preguntó entre varios temas si habían aparecido nuevos colores en nuestra
vida a partir del taller. Recuerdo que le escribí diciendo: “Juan ¿sabes?,
hasta el taller tenía como colores preferidos el verde y el rojo, curiosamente
aparecieron en mí durante el taller la presencia del azul y del amarillo y
elimina cualquier otra burda asociación a esos colores porque para mí empezaron
a representar el día, la luz y la vida. Así como el agua el azul y el amarillo
la vida que impone el sol sobre la tierra y sus seres. Allí quedó hasta que un
sábado inmediato al cierre del taller en el grupo de danza integradora donde
estoy yendo desde hace un año se me produjo algo así como un clic. Susana la
coordinadora como siempre en cada encuentro trae sus palabras preeliminares más
la secuencia de los ejercicios que vamos a hacer. Ese día sentí una emotividad
que no había sentido antes. Y fue a partir de un pequeño ramillete de palabras
que decía: “Esto es lo que somos y es lo que tenemos”. Yo que estaba sentado,
internalicé esto y me puse de pié, desde ese momento me olvidé de mi problema
motriz en mi pierna izquierda y junto a todos reí, salté bailé y lloré. Una
emoción casi diría regresiva me sucumbió cuando terminado el trabajo musical
que estábamos haciendo todos los integrantes del grupo unido de un globo que
circulaba de a uno, de a pares por entre los compañeros sin que se nos
desprendiera de las manos. Todo el tiempo mientras lo sujetaba pensaba en el
color de ese globo que me había invadido la emoción. El cierre lo dio un
compañero con una discapacidad que no es visual, en rigor el único ciego del
grupo de danza soy yo, que termina a mi lado, a quien le pregunto: “Decime, por
favor, ¿de qué color es este globo?” “Amarillo” me dijo.
Curar con el
arte, me abrió todos los sentidos y me permitió expresar libremente mis
emociones. Susana no sabía que yo había hecho un taller de pintura y los globos
fueron entregados al azar. Pero yo siempre supe desde el momento que me puse a
inflarlo que ese globo tenía el color de la vida: Amarillo.
Tengo los 12
textos que Juan y su asistente Inés me enviaban luego de cada encuentro por
correo. Creo que a Juan no le molestará que los comparta con ustedes. Mientras
me despido sintiéndome muy agradecido de haber seguido un impulso. Chauu hasta
luego.
Miguel.
Escribiendo desde
Buenos Aires Argentina. Marzo de 2011.
Autor: Miguel Pedro Bisceglia. Buenos Aires, Argentina.
bisceglia.miguel@gmail.com