Mi padre era
gemelo y cuando yo acertaba regresar de la escuela estando mi tío en casa, él
me recibía como si fuera su hijo para ver si lograba engañarme.
Claro que no lo
lograba porque aunque fueran gemelos idénticos y su voz también se pareciera,
yo los distinguía muy bien.
Más tarde,
pasé por muchas pruebas adivinatorias del tipo ¿Quién soy yo? Pregunta hecha
por una persona conocida quien impostaba su voz para despistarme.
Otros me daban
la mano y pedían a su compinche que me preguntara si sabía quien me daba la
mano.
Éstas y otras
formas de “entretenimiento” a costa de nosotros las personas ciegas se repiten
con frecuencia aún en la actualidad y para ello, ponemos en práctica una serie
de trucos para salir adelante en forma honrosa.
Si tenemos un
resto visual, se multiplican las pruebas: ¿Cuántos dedos tengo aquí? ¿Qué es
esto? ¿Quién es ella? Y nosotros buscando la mejor respuesta.
Reconozco que
en los primeros años me esforzaba por acertar, lo que me granjeaba la
admiración del “director del circo” y su improvisado asistente.
En una segunda
etapa, buscaba formas de desestimular dichas pruebas haciéndoles quedar en mal.
Si un barón
impostaba su voz para someterme a su reconocimiento, al preguntar ¿Quién soy
yo? Le decía un nombre de mujer y la persona chasqueada, con su voz natural me
decía que yo no estaba en nada que: que bárbaro, que como iba a ser una mujer.
Otras veces,
el sujeto de grandes y pesadas manos, tomaba la mía mientras por señas, le
pedía a una chica que me preguntara quien me daba la mano, yo le decía con
seguridad: “esta mano es de una mujer “, la reacción no se hacía esperar, cómo
se me ocurría confundirlo y delante de una chica, a veces apretaban mi mano con
enojo para demostrarme que era un hombre muy hombre quien me daba la mano.
En todos los
casos, la receta era infalible para desestimularlos a probar de nuevo mi
capacidad “adivinatoria”.
Ya con la
madurez que dan los años (casi 50 en mi caso) ahora no me complico la
existencia, si a alguien se le ocurre probar, sea desconocido o por el
contrario el más cercano a mí, en todos los casos niego saber de quién se
trata.
Si no hay
adivinanza, tampoco habrá razón para preguntar y así se acaba el molesto juego
que quieren imponernos.
Con el dinero
pasaba lo mismo, ¿de cuánto es este billete? ¿Y esta moneda? Yo decía la
denominación más baja en el caso de los billetes o bien, cuando lo tenía en mi
mano, hacía que me lo echaba al bolsillo y la persona por rescatarlo se
olvidaba de su intención inicial. Ahora el banco emisor los hace de diversos
tamaños según su valor y las monedas están bien definidas por lo que las
personas ciegas se libran de cualquier intento de estos individuos por
satisfacer su curiosidad respecto a nuestros recursos para conocer este o aquel
aspecto de la vida cotidiana.
Confieso que
desde hace mucho tiempo no me enfrento a estas pruebas, no sé si porque la
sociedad ha evolucionado, por mi edad o por otras causas que mi falta de
atención no ha detectado.
De todas
formas y por si acaso, no se extrañen si al querer ponerme a prueba con estas y
otras formas de probar la habilidad de una persona ciega, mi respuesta
invariable será: “No lo sé porque soy una persona ciega a prueba de pruebas”.
Autor: Roberto
Sancho Álvarez. San José, Costa Rica.