A LA SOMBRA DE LA CEIBA
Queridos lectores, pequeños o adultos, que podemos contar por
cientos, en esta ocasión hemos dedicado nuestro tiempo de trabajo frente al
ordenador, y el espacio que ¡tan amablemente nos facilitan los amigos de nuestra
REVISTA ESPERANZA CIEGOS! A narrarles una inolvidable aventura, un tanto
perdida en las brumas del tiempo transcurrido, desde que aconteciera, hasta que
hoy aflorara a mi memoria.
El perro es siempre, o casi siempre, un buen amigo, por supuesto
para sus amos y un enemigo potencial, para los ajenos. Mas en el cuento de hoy no tratamos de la amistad entre el
hombre y los canes, sino de una amistad menos probable, como resulta esta
relación entre seres tan diametralmente dispares, como son un gato, mejor sea
dicho una gata, y un perro, por lo que les invitamos a que disfrutemos, como
merece, ser disfrutada.
¿AMISTAD?
Cuando dos personas mantienen relaciones
sociales, profesionales o de cualquier índole, en las que no se manifieste una
mutua aceptación, casi invariablemente quienes conocen de tal desencuentro, por
lo general se refieren a ello expresando que: son como el aceite y el vinagre,
en alusión a la diferencia entre las densidades de ambas sustancias, las que no
alcanzan a mezclarse por mucho que lo intentemos, o que son como el perro y el
gato, frase que no deja duda alguna de la imposibilidad de coexistencia entre
dos personas.
Pero, por raro que nos pudiera resultar, existen sus excepciones,
pues como sucede en casi todas las cosas de esta vida, suele acontecer que
seres humanos con diferentes intereses individuales, lleguen a verse sin
reflejar repudio, y se sabe que, incluidos perros y gatos, alcancen niveles de
sociabilidad insospechados.
Siendo casi un adolescente, viví una increíble aventura, sí una
aventura, por demás, aleccionadora, sabiendo que las dos mascotas que
compartieron espacio y tiempo en un determinado instante de mi vida en el seno
de mi hogar no mostraban interés en coexistir pacíficamente.
Todo, como cada hecho en este mundo, tuvo su inicio en el comienzo
de la primavera de 1957, época del año en la que llevé a mi casa un cachorrito
de perro de raza, mezcla de una especie denominada Pomeravia, o algo así, y un
can nacido sin definido pedigrí.
Les aseguro que al percatarme del rechazo que la gata, que
habitaba en casa desde un año antes, dudé si insistiría o aceptaría la casi
imposible adaptación, de dos criaturas no pensantes y con características
zoológicas habitualmente excluyentes dado el predominio de los instintos propios
de dichos especímenes.
Pero no soy de ese tipo de gente que acepta la derrota de
antemano, por lo que decidí, “contra viento y marea”, intentar la mutua
convivencia, ideando toda suerte de metodologías, habiendo sido la paciencia y
la vigilancia más acuciosa el método más apropiado y la vida puso el resto.
Los progresos iban notándose, lentamente primero, a mayor ritmo
luego, y antes de que mi cachorro ¡de sedoso y áureo pelambre! Estuviera
cumpliendo los cuatro meses, se notaban grandes progresos en las relaciones que
se tornaran día a día más fluidas y los signos de agresividad menos frecuentes,
hasta llegar a desaparecer totalmente.
Cada tarde al regresar del instituto en el que cursara la
enseñanza secundaria, disfrutaba del raro espectáculo que me regalaran Misuca y
Sultán, que así nombré a mi inteligente y juguetón compañero de mis mejores y
sin antecedentes, momentos de satisfacciones espirituales.
Gata y perro, recorrían decenas de veces cada tarde, una especie
de circuito de carreras, aunque a niveles diferentes, pues la gata cubría el
trayecto por encima de los muebles, Sultán cumplía idéntico itinerario, pero
por el piso. Ha de subrayarse que los sitios por donde cruzara la minina,
estaban atestados de objetos de cristal, loza e incluso de porcelana, sin que
los llegara a desplazar ni siquiera un fragmento de milímetro con respecto a su
posición original.
Otra forma en que se manifestaba el excelente estado de las
relaciones, se evidenciaba en que, acostumbraran a aceptar que mutuamente fueren
arrastrados por sus colas asidos con los dientes de su compañero de juegos.
Pero no todo fueron instantes de felicidad, también acontecieron
accidentes, enfermedades e incluso torpezas de seres de supuesto razonamiento,
que hicieron peligrar aquel evento único.
Una tarde mientras consumían sus alimentos, una gran tabla de
planchar, usada para alisar los vestidos de las personas que convivíamos en el
hogar, de forma accidental, se vino al piso, la que golpeara a la infeliz de la
Misuca, justo sobre el centro del lomo haciéndonos temer por su vida.
La agonía sufrida por el animalito ante la falta de aire, los
largos días sin que probara alimento de clase alguna, fueron asumidos del mismo
modo por Sultán que no se alejaba ni un segundo, se lo puedo afirmar, y tampoco
él, probó bocado alguno durante todo el lapso que permaneciera Misuca en riesgo
de perder su necesaria, por no afirmar, que insustituible compañía.
En posterior ocasión, el que estuvo seriamente afectado de salud,
fue mi inteligente ¡MASTÍN PIGMEO! por la imprudencia de un primo mío, que le
facilitara un crecido número de galletas de chocolate con crema de naranjas,
intoxicando al infeliz can, que se desquiciaba con tales golosinas.
Durante los tres días posteriores a la ingestión de las galletas,
Sultán se afectó en su funcionamiento renal, sin lograr expulsar la orina y
padeciendo fuertes dolores de riñones todo ese tiempo permaneció Misuca echada
junto a él, eliminando del pelo de su inseparable compañero de aventuras, toda
suerte de suciedades, idénticamente sin separarse de su sitio ni para ingerir
agua.
Unos meses transcurridos desde que ambos animalitos convivieran
Junto a la familia, me vi en la necesidad de ausentarme por un prolongado
período y mediando entre nosotros enormes distancias.
Cuando pude regresar a casa, vi con tristeza cómo no fui
reconocido de inmediato por parte de mi buen sultán. Me olfateaba, se movía en
mi entorno, como si intentara recordar, como si en lo íntimo de su instintivo reconocimiento
a sus seres queridos algo pugnara por aflorar.
Cuando ya la desilusión me sometía a la más dura prueba el hermoso
ejemplar canino inició unas locas carreras en torno a la silla en que estaba
sentado, y de manera inesperada SALTÓ yendo a refugiarse en mis piernas como
solía hacer en los días iniciales luego de su llegada a la casa.
¡No había duda alguna, al fin revivía en su cabeza el recuerdo del
amo ausente, y ya para siempre!
Pero he de reconocer que, puede ser a veces, muy absoluta la frase
¡PARA SIEMPRE! y sucediera que una mañana, en que estaba profundamente dormido,
no acudí a los reclamos de Sultán, que ante la urgencia fisiológica de evacuar
el intestino, aceptó salir de casa acompañado por otra persona que no fuera yo,
hecho que aconteciera por primera y única vez, aunque excepción fatal, pues al
salir a la calle, no observó la disciplina acostumbrada, cruzando la calle sin
percatarse de la cercanía de un auto que le impactara, para nuestra fatalidad,
justo en su dorada y hermosa cabeza, dejando de alentar entre mis manos, pues a
los lamentos de mi madre, abandoné el lecho para ir al último encuentro entre
ambos, o para ser más exacto, el penúltimo, porque nos dijimos adiós
físicamente, pero proseguimos vida arriba, sin que sintamos la separación, yo con
el arreo firmemente tomado de la mano, él uncido a su extremo.
Autor: Alberto López Villarías. La
Habana, Cuba.