1
Unas cuantas consideraciones
introductorias:
En el entorno de nuestra vida se dan diferentes
circunstancias, que son motivadas por la influencia de diversos factores.
Aquellas circunstancias van condicionando nuestra afectividad desde su origen.
Entre los factores antes mencionados
podríamos hacer una distinción. Por una parte, están los endógenos, es decir
los que operan en el organismo de los seres, y por otro lado, los exógenos, o
sea los que actúan desde afuera del ser humano hacia él.
¿Existirá alguna relación entre esos dos
tipos de factores?
Por supuesto que sí, y para demostrarlo
un solo botón es suficiente. Veamos el maridaje entre la pobreza y la ceguera:
La pobreza se puede casi respirar en el
ambiente externo. La ceguera por su parte daría la impresión de limitarse a los
aspectos sensoriales de quienes la padecen, pero ambas se conectan, como
resultado de la interrelación que se da entre ciertas deficiencias
condicionadas en el ámbito orgánico del cuerpo humano, y algunos componentes
negativos del entorno exterior, que en concreto tienen que ver con lo
económico.
Algunas veces he oído decir cosas como
que ser ciego no sería muy diferente de estar gordo o flaco, de ser alto o
bajo. También he escuchado afirmar a los amantes de la autoayuda, con una gran
emoción, que uno mismo se pone condiciones negativas en su vida, y que por tanto
esas condiciones pueden ser superadas por uno mismo. ¡Y realmente qué lindo
sería que así fuera!
De ser tal el caso, también yo empezaría
a hablar, cantar, gritar, gemir, llorar, transpirar de tanta emoción y
entusiasmo junto. Repetiría a los cuatro vientos aquello de que la inclusión
está en mi capacidad de decidirme a ser incluido.
Pero, por experiencia propia podemos
constatar día a día, paso a paso, que simplemente nada de eso se ajusta a la
realidad, y digo esto, porque quiero dejar constancia que tengo amigas y amigos
ciegos, que al igual que yo no están dispuestos a pasarse la vida engañándose a
ellos mismos, sumergidos en mitos y leyendas. El camino hacia nuestra
superación no va por el lado del autoengaño.
La ceguera va mucho más allá de ser un simple
motivo de ciertos problemitas que habrían de manifestarse en una forma suave,
simple, casi imperceptible. No, absolutamente no. No, porque no conforme con
haber causado estragos y trastornos incluso orgánicos en nuestro interior, la
ceguera extiende su ámbito de influencia negativa desde adentro hacia afuera de
nosotros, y en su propósito de poner más obstáculos en nuestro ya complicado
camino, opera en las diversas esferas en las que los ciegos tratamos de
entablar relaciones con la gente, con el propósito de encontrar satisfacción a
nuestras necesidades.
Cuando hablo de esferas, me estoy
refiriendo a la económica, a la social, a la tecnológica, a la informativa,
siguiendo la idea que Alvin Toffler plantea en su libro La Tercera Ola. La
ceguera actúa en todas esas esferas, sin dar un solo instante de tregua.
2
Retrocediendo en el tiempo:
Viene a mi mente la conversación que
hace algún tiempo sostuve con otro amigo que tampoco ve. Empezamos a tocar el
tema de lo referente a nuestra ubicación en el marco de la civilización
presente, con todo lo que ello implica, y él me planteó que según su opinión
los ciegos de hoy estaríamos en una condición algo parecida a la de aquellas
mujeres, que en el siglo XIX luchaban por la consagración y reconocimiento de sus
derechos.
La conversación con mi amigo podría
pasar por algo anecdótico, pero la cito porque más allá de su opinión sí es
importante que nos ubiquemos en el contexto actual, desde una perspectiva
histórica. Así podremos entender nuestra situación como colectivo.
En el primer capítulo de su Manifiesto
Comunista, al hablar del proletariado ante el desarrollo de la tecnología, Marx
se refería a las mujeres y de paso a los niños como la fuerza de trabajo sin
fuerza. Claro; podría decirse que eso fue escrito hace dos siglos, y sin
embargo, hoy se me ocurre una pequeña interrogante:
¿Cuál será la situación de los ciegos
telefonistas, que ante el avance tecnológico, poco a poco van siendo
remplazados en sus puestos por las centrales telefónicas, cada vez más sofisticadas,
las cuales le permiten a uno marcar el anexo deseado desde la casa?
Cuando se desencadenó el proceso de
industrialización, La Burguesía se constituyó en la clase dominante de las
nuevas fuerzas productivas, y una gran cantidad de habitantes del campo se
volcó a las ciudades. Las instalaciones y facilidades de estas fueron
desbordadas, y de ese modo fueron apareciendo los tugurios, así como las
barreadas.
La ceguera no se opuso, ni fue un
obstáculo frente a las olas migratorias. Sin embargo, ya en las ciudades
sometió a los ciegos a nuevas formas de exclusión.
Los ciegos no lograron liberarse ni del
estigma, ni de la postergación. Estas migraron del campo con ellos.
En el marco de las nuevas relaciones burguesas,
los ciegos no hubieran podido convertirse, y de hecho no se convirtieron en
propietarios de medios de producción, pero tampoco lograron engrosar las filas
del proletariado, y al respecto podría ensayarse dos explicaciones:
Una primera, está relacionada con la
necesidad de contar con la vista, para poder desempeñar el tipo de trabajos que
entonces se requería.
Una segunda, basada en que por encima de
los cambios producidos tanto en la base económica, como en la superestructura
de la sociedad, los ciegos han sido y siguen siendo vistos, como una
colectividad capaz de producir solamente pena, lástima, antes que valor de uso
y cambio.
El desarrollo de la esfera tecnológica,
que correspondía a la civilización industrial, fue dando lugar a la aparición de
medios y artefactos realmente maravillosos, como el radio a transistores y la
grabadora de cassette. Me refiero a tales artefactos, por lo que estos han
significado para mí y para los ciegos en general, pero también los menciono
para aprovechar de plantear la siguiente pregunta:
¿Acaso se pensó en nosotros al momento
de inventar aquellos artefactos?
Simplemente, no. En la medida en la que
la ceguera no nos permitió ocupar un lugar natural en la esfera económica,
porque no fuimos capaces de producir al igual que cualquier obrero u obrera,
los ciegos históricamente no logramos significar mucho para la civilización
industrial.
Permanecimos flotando en la esfera
social. Entre nosotros, algunos contaron con la suerte o el privilegio de gozar
del apoyo estatal; otros fueron sobreprotegidos por la solvencia de sus
familias, pero no pocos se quedaron viviendo en el abandono, en la mendicidad,
y hasta hoy la situación de los ciegos sigue siendo casi la misma.
No fueron pocos los que siguieron
aferrados a la música, y a propósito de aquello, sería muy interesante estudiar
la relación entre el mencionado arte y la ceguera. Sin embargo, al hablar de
esto, es indispensable aclarar que dicha relación no se produce porque todos
los ciegos fuésemos unos tremendos músicos, porque todos tuviésemos un oído
maravilloso, puro, mágico, limpio, o porque en nuestro interior habría la
capacidad de transmitir energías positivas, energías de luz, traídas por
nosotros desde otras dimensiones en las que no habría que ver con los ojos. No,
lo que entonces ocurría, y sigue ocurriendo, es que para nosotros la música ha
sido y continúa siendo uno de esos pocos aliados con los que contamos, cuando
queremos ser tomados en cuenta por la gente para ganarnos la vida.
3
Yo me pregunto:
¿Cómo podría haber afectado el devenir
histórico en nuestra afectividad?
¿Cómo nos sentimos en medio de la
situación en la que estamos?
Cualquier persona que ve podría
preguntarnos sobre nuestras sensaciones, y yo pienso que sería nuestro deber
tratar de dar respuesta a tan legítima interrogante. En vez de quejarnos porque
la gente no nos conoce, démosle a la gente todo el conocimiento que podamos
acerca de nosotros, de nuestros sentimientos, sin esconder lo crudo de nuestra
realidad, porque solo eso nos permitirá reforzar lo bueno y corregir lo malo
que pudiese haber en nuestras relaciones con los habitantes del mundo visual.
Ya que estamos hablando de afectividad,
me gustaría dejar muy claramente establecido que los problemas de tipo afectivo
no se dan solamente y en forma exclusiva en las personas ciegas. En su libro
Meditaciones Peruanas, Víctor Andrés Belaúnde hablaba de pobreza sentimental,
como uno de los rasgos de la psicología nacional.
Las condiciones objetivas de la realidad
son duras para con todos por supuesto, pero no podemos negar que la falta de
vista hace que la dureza de tales condiciones cobre un carácter muy peculiar,
muy singular en el entorno de los ciegos. El hecho de no ver nos cierra la
posibilidad de desarrollar, de un modo natural, una energía afectiva de
carácter positivo, capaz de empujarnos a enfrentarnos a nuestra problemática en
una forma coherente.
La gente desarrolla aquella energía
afectiva en forma espontánea, es decir viendo. Al respecto, pongamos un
ejemplo, partiendo de dos escenas para ilustrar esta idea:
En la primera, una señora va caminando
por el parque con su hijito de cinco años, y de pronto el niño ve que dos
pajaritos están uniendo sus piquitos como si se estuvieran dando un romántico
beso. Al ver eso con sus propios ojos, el niño experimenta la sensación de
ternura, y entonces tiene un motivo de estimulación afectiva, que bien puede
traducirse en un tema concreto de conversación, en el cual él puede volcar toda
su emoción al momento de hablar acerca de algo que nadie le ha tenido que
tratar de contar.
En cambio, en la segunda escena el niño
ciego va al mismo parque, pero no está en contacto con su entorno, y al no ver
escenas como la antes descrita no tiene como conseguir que su afectividad se
desarrolle en una forma espontánea.
En el caso de quienes han perdido la
vista ya de grandes, la cosa es distinta. Yo pienso que al respecto se podría
hablar de un trauma afectivo, porque definitivamente, por reiterativo que
parezca, la falta o pérdida de la visión no es cualquier cosa. No es tan simple
como cuando a uno se le cae un botón de la camisa.
Por eso, sin pretender adelantar
conclusiones, quisiera decir que los ciegos necesitamos que se nos someta a una
especie de gimnasia afectiva, de manera urgente, para estar en forma emocional.
En lo que se refiere a quienes nacieron sin ver, esa gimnasia que en el fondo
se refiere a la estimulación debe comenzar desde la misma cuna, y en cuanto a
los que pierden la vista, la rehabilitación y el apoyo afectivo deben darse de
inmediato.
Observemos las consecuencias de aquella
falta de afectividad, mediante algunas tendencias de conducta que a mí me
parece poder notar en nuestro colectivo. Es cierto que cada ciego es un ser
individual, irrepetible, pero también es verdad que por contradicción, entre
nosotros hay no pocas cosas que nos identifican.
Nuestra inercia:
En términos colectivos, los ciegos
andamos como el humo, sin un rumbo definitivo. No conseguimos organizarnos institucionalmente,
en una forma ordenada, efectiva y eficiente, para alcanzar si quiera un
objetivo concreto, por mínimo que este fuese, para beneficio de nosotros
mismos.
Nos quejamos de nuestra realidad, de las
condiciones en las que nos toca vivir, pero solo cuando se nos insita a
quejarnos. Por lo demás, parecería que no contásemos con la capacidad de tener
iniciativa propia de acción en forma positiva, para ir más allá de nuestras
quejas y tomar al toro por las astas.
Cuando reaccionamos colectivamente
frente a una situación –si es que reaccionamos- lo hacemos pero no
necesariamente por nosotros mismos, sino porque otros (videntes) vienen, cual
salvadores a los que me parece estar escuchando: “A ver, ¡que estos amigos míos
ciegos me dan pena!”
Debido a la falta de energía de tipo
afectivo que padecemos, No tenemos la capacidad de movernos por impulsos
propios de carácter positivo. Actuamos como consecuencia de impulsos externos,
y en todo caso, nos dejamos llevar por nuestra conveniencia enfermiza y egoísta.
Nos pasamos la vida sin haber transitado
del dicho al hecho, y nos quedamos en el terreno verbal. Muchas veces, entre
nosotros no hay más que palabras, palabras, palabras, y palabras huecas, que
nos esforzamos por adornar, pero que al final se van con el viento, antes que
hayamos resuelto aquel dilema de Hamlet: Ser o no ser.
Nos enredamos en conceptos vagos y en
ideas inconclusas, que entonces escondemos en frases que repetimos una y otra
vez. Creemos que así vamos a quedar verbalmente muy bien, ¡y vaya que si no
seremos repetitivos!
En la práctica, no tenemos la suficiente
fuerza afectiva como para ser verbo, fuente de acción. Nos reducimos a ser
sujetos de reacción, y en ciertos casos, daríamos la impresión de no tener otra
capacidad más que la de actuar por inercia, antes que por convicción, en contra
de nosotros mismos frente a las circunstancias.
Es por eso que hay quienes se han
especializado en utilizar a los cieguitos, porque saben muy bien que no hace
tanta falta esperar algún indicio de iniciativa coherente de parte nuestra. Han
descubierto que debido a nuestra inercia pueden hasta pensar por nosotros,
antes que pensar con nosotros, en temas como el de la inclusión por ejemplo.
Estamos como un barco al garete, pero
resulta que en medio del mar de implicancias de la ceguera, seguimos allí como
si con nosotros no fuera. Nos va y nos viene la cosa, como si tales
implicancias no nos fuesen duras, adversas, y quizás perversas, o como si
frente a ellas no tuviéramos que reaccionar.
Las mentes de los ciegos lúcidos, que sí
los hay, nos proponen conceptos, planes, proyectos. Sin embargo, todos esos
planes y proyectos se estrellan finalmente en nuestro colectivo, con algo así
como una masa que ante la propuesta se queda indiferente, o que en todo caso reacciona,
pero para responder de una manera negativa, y luego vuelve a su estado
permanente de inercia.
Podría ser por eso que entre nosotros a
veces hay quienes sienten impotencia, desilusión, y no quieren saber nada de
los asuntos gremiales, llegando a decir: “Las cosas del colectivo cieguno no me
interesan”.
Antes que unidos, andamos revueltos,
como en un laberinto en el cual el peor enemigo del ciego no parecería ser otro
más que un ciego igual que él. La prueba de ello está en el sinnúmero de
instituciones que entre nosotros aparecen porque aparecen, porque aparecen y
porque aparecen.
Deberíamos ir hacia arriba, pero si la
moda de los videntes es ir hacia abajo, allí vamos. Sí, vamos, ¡porque no es
difícil que se nos maneje como a borregos! Y tendríamos que ir al sur, pero en
nuestro deseo compulsivo por estar bien con Dios y con el diablo, vamos hacia
el norte, sí, sí claro al norte, ¡aunque el norte no sea el paraíso! ¿Por qué?
Por nuestra inercia.
Nuestra amargura:
Hay quienes piensan, y hasta nos afirman
con gran seguridad, que nosotros no vemos con los ojos, pero que en cambio sí
vemos con el corazón, con el alma, y al respecto, en más de una ocasión me han
dicho: “Ah, ¡qué suerte la suya de no estar contaminado con las cochinadas de
este mundo! Oiga, ¡usted no se está perdiendo de nada, y por el contrario puede
vivir en paz con su ceguera!”.
Sin embargo, cuando oigo algo así me
sonrío, pero al mismo tiempo siento algo de pena y lástima por quien me lo dice
porque, ah, si él o ella supiera cómo son las cosas entre nosotros, no sé qué
impresión se llevaría. Quizás, ¡se llevaría el más grande de los desengaños! Y
es que como bien dice el refrán: “Del dicho al hecho hay mucho trecho”.
La ausencia de energía afectiva deja en
nosotros un profundo vacío. Este empieza a ser llenado muy pronto por una
amargura que a su vez es estimulada por las condiciones negativas, generadas en
nuestra realidad cotidiana por la ceguera.
Lo que quiero decir en cuanto a ello es
que a cada paso que damos nos encontramos con uno y mil obstáculos, y que al no
contar con una energía afectiva que sirva para amortiguar el impacto de tales
obstáculos, se produce en nosotros una profunda amargura. Dicha amargura podría
llegar a intoxicar el espíritu.
No es casual que los ciegos nos estemos
enfrentando entre nosotros mismos. Lo hacemos, con una fuerza que debería ser
utilizada para derrumbar el muro con el que la ceguera nos separa de los que
ven, convirtiéndonos en algo así como prisioneros de un régimen totalitario.
¡Cuántas cortinas y muros se han caído a
lo largo de la historia! Al respecto, estoy pensando en las murallas chinas, y
entre otros en aquel muro de Berlín, que increíblemente hasta mediados de los
años 80 del siglo pasado no se sospechaba que se pudiese caer, pero que ya no
existe.
Sin embargo, el muro construido por la
ceguera hasta ahora permanece en pie. ¿Por qué? En parte se debe a nosotros
mismos, a nuestros enfrentamientos.
Las campañas de sensibilización, las
charlitas, las conferencias ya sea a favor de la integración, o de la inclusión
–lo mismo da Juana que Chana- no le han hecho ni el más mínimo rasguño al muro
imperial que circunda al régimen dictatorial de la ceguera. Aquel muro sigue
igual que siempre, y permanece bien custodiado por todo un ejército de mitos, prejuicios
y leyendas que trabajan sin desmayo, cual esvirros fieles a la ceguera, que
muchas veces nosotros alimentamos mediante nuestras conductas.
Ante cualquier intento por cruzar hacia
el exterior, el mencionado ejército nos cierra las puertas. “Alto”. Los ciegos
vivimos bajo un régimen plagado de contradicciones complejas, que nos obligan a
vivir en este mundo, y al mismo tiempo alejados de él.
Nosotros podríamos intentar suavizar la
dureza del tipo de condiciones en las que nos toca vivir. Deberíamos dejar de
lado nuestras cuestiones individuales para trabajar por el bien común nuestro,
pero es preciso reiterar que para eso necesitaríamos una urgente estimulación
afectiva que contrarreste nuestras frustraciones y la amargura que nos asfixia.
Si fuésemos gitanos, podríamos decir que
entre nosotros no haría falta leernos las manos. ¿Por qué? Es que para nadie es
un secreto la de broncas, bronquitas, y broncasas que se arman en nuestro
colectivo, ¡por mírame y no me toques! “Dime a qué institución perteneces, y
dependiendo de eso, te diré si puedes entrar a la mía”. “¿y a quién representas
tú?”. “Ah, bueno, yo a los honestos, a los decentes, a los legales, a los que
realmente representan a…..”
Cuando estamos entre los videntes, los
cieguitos –así nos suelen llamar- los ciegos nos portamos como niños buenos,
para ver si de ese modo nos aceptan, nos integran, nos dan la carta de
ciudadanía. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance, para ver si así dejamos
de ser exiliados en este mundo visual.
Cuando de otra parte los videntes cruzan
el muro imperial, y en un tour curioso, emocional, visitan lo que yo llamaría
el Varadero de la ceguera, es decir la parte tecnológica de nuestro mundo,
nosotros nos esforzamos por dar lo mejor de cada uno. Les mostramos cómo
manejamos el Jaws, cómo enviamos correos electrónicos, cómo podemos leer este o
aquel periódico, y hacemos que los turistas se vayan diciendo: “Ay, ¡los
cieguitos sí que son maravillosos! Sobre ellos, ¡debería filmarse un Buena
Vista Tiflo Club!”
Sin embargo, cuando estamos a solas,
entre nosotros se desatan las luchas intestinas. Los niños modositos, los
cieguitos puros, buenos y hasta casi angelicales nos transformamos en sujetos
que de pronto somos invadidos por una ira, una amargura interior de la que no
logramos liberarnos. ¡Qué tal transformación la nuestra!
Nuestra escasez de realidad:
Hay algunos ciegos excepcionales que
tienen la capacidad de tomar consciencia de su situación, y que pese a todas
sus limitaciones, sienten un profundo deseo por informarse, por enterarse de
todo lo más que puedan para así tratar de interiorizar la realidad. Se
encuentran con uno y mil obstáculos, debido a la falta de vista, pero cuentan
con una suficiente energía afectiva que los empuja a seguir, a seguir, y a
seguir sin desmayo.
Sin embargo, en muchos de nosotros la
amargura ahoga cualquier impulso sano por tratar de entrar en un contacto
esencial con la realidad, más aún si ese contacto demanda esfuerzo. Nos
mantiene atascados en una curiosidad ociosa, morbosa y enfermiza, que nos
insita a averiguar acerca de detalles, y cosas intrascendentes, que nos sirven
de entretenimiento, porque nos permiten jugar con nuestras fantasías, haciendo
una y mil historias de lo más alucinantes.
Es por eso que padecemos de una escasez
de realidad muy peculiar y agresiva. Esta puede llevarnos a adoptar una actitud
de negación de ella, en una forma mentirosa y violenta.
Nos aferramos a mitos y leyendas que,
como creo ya haber dicho, muchas veces son alimentados por nosotros mismos. Uno
de esos mitos tiene que ver con nuestro gran, ¡con nuestro tremendo nivel
cultural!
En efecto, en la actualidad habemos un
buen número de ciegos que hemos pasado por la universidad. Nos hemos graduado,
y luego de sustentar nuestras tesis, hemos recibido nuestros títulos, en medio
de grandes felicitaciones, palmaditas en el hombro, besos, abrazos y frases,
tales como aquella de: “Ah, realmente el esfuerzo de ustedes es digno de toda
admiración”.
¿Pero es que aquellos títulos le han
puesto fin a nuestra escasez de realidad?
No creamos que sí, por el hecho de tener
grabados en el cerebro unos veinte poemas de Machado, de Lope de Vega, De
Becker, para declamarlos en alguna reunión, y para que así la gente diga: “Ay,
mira al cieguito, ¡cómo recita!”
Tampoco creamos que si por habernos
aprendido de memoria lo que sucedió el día que maría Antonieta fue
guillotinada, y porque tenemos la habilidad de repetir textualmente, como
loros, más de una de las proclamas hechas en la asamblea nacional de la Francia
revolucionaria.
Ante lo que son las cosas frente a
nuestra escasez de realidad, me parece estar escuchando pretextos tales como el
siguiente: “Ah, yo no veo, pero me sé todas las capitales del mundo, y por si
eso fuese poco, te puedo decir qué hora es en Buenos Aires, en Toronto, en
Tokio, Sin mirar el reloj”.
Imaginemos al cieguito que trata de
esconder su falta de realidad, a la hora de responder un cuestionario, uno de
esos cuestionarios bien simples, que a lo mejor podrían aplicarse en alguna
esquina, en algún paradero, o en alguno de esos puestos de comida callejera,
mientras nos vamos saboreando un rico salchipapas.
¿Qué sabes acerca de la situación de los
ciegos en tu país?
“Eh, bueno, en este momento… No me
acuerdo de las leyes que existen, como para sustentar el diagnóstico que
pudiese darte, pero lo que sí tengo para contarte es algo de la vida de Hellen
Keller”.
¿Has tenido la ocasión de leer los
materiales que se refieren a Los objetivos del Milenio?
“No, porque la computadora se me colgó,
en el momento que empezaba a leer la biografía del cantante de los Rolling
Stones”.
¿Podrías decir cuándo se inició el
movimiento tiflológico en tu país?
“No me acuerdo muy bien, pero sí te
puedo decir que tengo muy presente aquel campeonato mundial de Football que se
realizó en Méjico, en 1970. El campeón fue Brasil, y hasta ahora recuerdo que
Pelé fue el que anotó uno de los cuatro goles con los que le ganaron a Italia
en la final. En todo caso, te podría contar alguito sobre la historia de los
ciegos españoles, y si quieres, te hago unas cinco citas, de memoria, de la
obra de ese gran ciego llamado Homero”.
Nuestro decoratismo:
Nos encontramos ante la imperiosa
necesidad de disfrazar nuestra falta de energía afectiva y aquella amargura,
que tanto daño nos hace a nosotros como también a quienes nos rodean. En la
práctica, los ciegos somos como actores que andamos buscando la mejor máscara
posible para ponérnosla, y ver si aunque sea de ese modo se nos da algún papel;
se nos integra, se nos incluye, o lo que sea, en el reparto social de la vida.
Lógicamente, entre nosotros no faltan
quienes están obsesionados, enfermizamente obsesionados, con la idea de
decorarse lo más que puedan, para ver si de ese modo logran dar su gatazo ante
la gente. Tal es el caso de aquel sujeto que inspiró mi artículo al que
irónicamente titulé: El Súper Ciego.
Podrá sonar irónico, pero los ciegos
somos unos grandes decoradores. ¿Y cómo se manifiesta nuestro decoratismo? En
un verbalismo que entre nosotros puede llegar a niveles increíbles.
Ante la incapacidad de recurrir a los
colores, hacemos un abuso sin límites del lenguaje hablado. Sufrimos de una
tremenda verborrea.
No nos preocupamos por el fondo de lo
que decimos porque, por último, para nosotros no importa que lo que decimos no
tenga fondo. Lo que nos preocupa es la forma en que vamos a decir lo que
decimos, y de ese modo, recargamos nuestras palabras.
Tejemos frases rebuscadas, y armamos
oraciones lo más enredadas que podamos, para según nosotros mismos quedar muy bien.
Por si acaso, no pueden faltar los adjetivos, y cuanto más exuberantes sean
estos, mejor.
Donde hay una exclamación, nos gustaría
poner dos, y para expresarnos mejor aún, si fuese posible, colocaríamos tres.
¡Una no es ninguna!
Nos prodigamos en los detalles que
nosotros creemos espectaculares, con el propósito de adornar nuestra oratoria
lo más que podamos. Si tenemos a nuestra mano la posibilidad de citar nombres
extranjeros, si sabemos proverbios en latín, frases en francés o refranes en
italiano, no dudamos en llenarnos la boca con todo eso. ¿Y para qué? Para
conseguir que el auditorio diga: “Ay, pero qué cieguito para más preparado”.
Al momento de empezar nuestra
intervención frente a la gente, respiramos para sugerir que estamos pensando, y
luego, ponemos toda una voz que según nosotros tiene un sonido señorial.
Entonces mis queridos amigos, y tal como les venía diciendo...”
Me gustaría ilustrar nuestro
decoratismo, valiéndome de un modelo imaginario de perorata. Desde ya, ofrezco
las disculpas necesarias por los errores de sintaxis, y por cualquier salvajada
que a continuación se pudiese percibir. Lo que ocurre es que estas van adrede,
como un homenaje a nuestros tiflotas.
Escuchemos: “Estimados amigos y hermanos
con discapacidad visual de la ceguera, que en esta noche nos hemos reunido
juntos con lo cual celebramos pues el gran ¡gran nacimiento! de nuestra
institución con gran felicidad. Nos hemos reunido y tal parece pues en esta
noche por tanto que hubiera salido el sol por debajo de las tinieblas, que
alumbra el nombre victorioso, vibrante, progresista, reivindicativo, combativo,
que por tanto se refleja el carácter auténtico, diáfano, que como la luz de las
estrellas alumbra todas, pero todas las buenas intenciones de nuestros
henchidos corazones con discapacidad”.
Luego de ello, y dicho en buen mejicano
como se lo escuché a mi amiga María Auxiliadora Durán, los ciegos nos
preocupamos por decorar nuestro verbalismo lo suficiente, como para calentar el
lonche, ¡pero nada más! Creemos que haciendo aquello vamos a conquistar el
mundo, ¿pero cuánto lonche hemos calentado? ¿Y cuánto hemos conseguido con eso?
Simplemente, nada de nada.
Sin embargo, nuestro decoratismo no
termina en lo verbal. Decoramos nuestras actitudes; decoramos nuestros
supuestos modales, y estos últimos los exageramos frente a los videntes,
poniéndoles un acento que por la falta de vista no es natural, ni espontáneo.
Frente a los que ven, creemos que
pasamos por educaditos y finos. Sin embargo, en el terreno visual, la gente nos
descubre por encima de la ropa, cuando por ejemplo nos empezamos a mecer sin
control, cuando miramos hacia arriba, cuando nos metemos los dedos a los ojos o
a las narices, y cuando hablamos sin dominar el volumen de nuestra voz.
De otra parte, los profesionales,
aquellos ciegos que tenemos el privilegio de haber sido educados, nos
preocupamos por mencionar y lucir nuestros títulos cada vez que podemos. No
pueden dejar de llamarnos: doctor, licenciado –ha, ¡eso no puede ser!- y nos
preocupa cómo le vamos a llamar a la asociación que también habría que fundar
para decorar el ambiente por todo lo alto, recurriendo al mayor número de
bombos y platillos, como para producir la más grande de todas las bullas que
alguna vez se haya podido oír. Lo del ideario institucional ya se verá, pero lo
de la etiqueta, lo del nombre, no puede postergarse, y por el contrario debe
ser singular, inconfundible, más llamativo de lo que podrían ser los nombres de
otras instituciones.
En nuestra mentalidad decoratista, si no
hay una denominación espectacular no hay institución, y si en la institución el
nombre, el rótulo, la etiqueta son motivo de debate, no es de extrañar que
algunos se aparten, aduciendo que la denominación finalmente adoptada no llena
las expectativas suyas, ni las de las bases, esas bases populares que, en el
fondo, como tales, no son más que un elemento también decorativo de nuestros
incoherentes discursos.
Conclusión:
Frente a lo expuesto, sé que podría ser
tomado por un tremendo pesimista, pero al respecto me gustaría decir lo
siguiente:
Yo no considero que los ciegos seamos un
caso perdido y sin vuelta que darle. Si voy al fondo de nuestra problemática,
por crítica que esta sea, es porque deseo contribuir a remover nuestras
conciencias. ¿Y por qué? Porque, aunque parezca lo contrario, tengo la
esperanza que puedan darse formas y medios que nos permitan ayudarnos a
enfrentar la situación en la que nos encontramos.
Estamos frente a un gran desafío:
unirnos para luchar contra la ceguera. Sin embargo, para ello hay un requisito
fundamental, y es que si no somos capaces de ser protagonistas de nuestra
propia emancipación, nada hará que las cosas cambien por nosotros.
No sé si antes he planteado la siguiente
pregunta:
¿Qué estamos esperando para reaccionar
en forma civilizada?
Trabajemos por estimular en nosotros una
energía afectiva que permita transformar nuestro interior.
Autor: Luis Hernández Patiño.
Lima, Perú.