El tremulante Océano invadía
con su clásico aroma la ciudad costera, en momentos que se abría la puerta del
“Restobar del Sol” y Rodolfo entraba encaminándose hacia a la barra para saborear
un trago, o quizás para embriagarse. Pero antes de llegar alguien gritó su
nombre:
- ¡Hey, Rodolfo!
Giró y pudo observar a dos viejos amigos
sentados a una de las mesas.
- ¡Vaya sorpresa, hombre! Tanto tiempo
sin vernos… ¡Qué casualidad! exclamó Néstor- ¿Qué andás haciendo por estos
lares, Rodolfito?
- ¡Qué bueno encontrarlos! No sé si
realmente esto es casualidad o causalidad, pues andaba necesitando de
verdaderos amigos…
Luego de intercambiar saludos, él se
ubicó para compartir aquel momento. Néstor y Gustavo se aprestaban para
almorzar porque debían continuar trabajando en la zona de Mar del Plata. Ellos
estaban jubilosos pues habían concretado una buena transa inmobiliaria.
De entrada pensaron compartir las
alegrías con el recién llegado, pero Rodolfo Maldonado –según les contó- estaba
destruido. Su mujer lo había dejado después de tres años de convivencia y no
podía acostumbrarse a vivir sin ella. Vino a esta ciudad balnearia en su
búsqueda porque sabía que a su mujer le encantaba. Cada día Se sentía como un
perro desamparado, vagando por las calles en busca de una cara amable, alguien
que le ofreciese albergue o ayuda. No podía soportarlo, Silvina había sido y
era todo en su vida, la ruptura lo había dejado tan desconcertado que aún no
había podido recuperarse.
Como su angustia era más que evidente, y
pretendiendo cambiar el clima, Gustavo intercedió haciéndoles una pregunta:
- Bueno, muchachos, ¿Qué van a pedir
para comer?
- La verdad que no sé -dijo Néstor -. ¿Y
a vos qué te gustaría comer, Rodolfo?
- Qué sé yo, no sé, no tengo ni idea.
Afuera estaba oscureciendo con
intenciones de llover. La luz solar ya no se asomaba por la ventana que daba a
la avenida costanera. Los dos hombres alegres leían el menú, al tiempo que el
mozo se acercaba para atender a la mesa.
- Yo voy a pedir un filete de merluza
con puré de papas –le dijo Gustavo.
- Para mí… una milanesa de atún con
ensalada mixta. -acotó Néstor, frotándose las manos.
- Muy bien- respondió el mozo y mirando
a Rodolfo le preguntó-: ¿Y a usted qué le sirvo, señor?
- Traeme unos canelones de
berberechos... a la suiza o como vengan…
- Hummm...… No puede ser… Disculpe, pero
eso recién estará listo a la noche.
- ¿Y entonces por qué carajo lo ponés en
la carta?
- Fíjese, caballero -señaló el mozo- ahí
está indicado que ese plato es parte de la cena, señor. Y ahora apenas son las
doce del mediodía…
- ¡Está bien, loco! Traé lo que se te de la gana… Para empezar quiero un trago
largo de cianuro con cubitos de arsénico… ¿O también es para la cena?
Los amigos irrumpieron buscando la forma
de sosegar la angustiosa ira que cargaba Rodolfo, pero no era fácil. Él les
contó que en los rincones que venía frecuentando no había un ambiente que
pudiera llamarse acogedor, que pudiera contenerlo, apenas encontraba bares con
olor a tabaco rancio, a porros hediondos y a humedad, veredas embarradas por
las últimas lluvias y gente indiferente por todos lados. Rodolfo se preguntaba
qué había hecho tan mal, si realmente merecía esa puta suerte.
Finalmente lo convencieron para que
almorzara un plato de rabas a la provenzal con papas fritas. Comió, sí, pero
muy nervioso y aunque no querían prestarle atención, Rodolfo contaba igual su
penar. Dijo que un mal día, al regresar del trabajo, se encontró a su mujer en
el hall del edificio con un par de bolsos. Silvina se dio vuelta y le descargó
la bronca en su cara: “Yo desaparezco para siempre… pero vos sabés bien a dónde te podés ir. ¡Andá que te aguante tu
madre!” Lo cual era una crueldad en todos los sentidos, porque Silvina sabía
bien que los padres de su marido llevaban años en el cielo. Pero ella era así,
impulsiva, se fue y lo dejó tirado. Repetía una y otra vez la salvajada
cometida por su desalmada esposa. Para él continuaba ocupando su vida.
Para colmo de la charla, a Gustavo se le
ocurrió preguntarle a Rodolfo si habían tenido algún hijo. Fue como meterle un
petardo en el… tapizado de la silla.
- ¡Linda pregunta la tuya, eh! ¡No, no!
Este asunto ha sido el centro de la discordia matrimonial. Yo soy estéril,
según los análisis, pero ahora, ahora… ¡antes sí podía!
- Claro, claro, todo tiempo pasado fue
mejor… -ironizó Gustavo-. Dale, seguí…
- Para que sepan, les cuento que hace
unos cinco años atrás tuve un noviazgo medio raro, uno de esos amores fuertes
de adolescentes, con una preciosa piba llamada Bibiana, la cual después de
quedar embarazada se fue y desapareció para evitar que los padres la mataran
por ello. El asunto es que no la vi nunca más, aunque apenas llegué a enterarme
que tuvo un hijo varón al que le puso de nombre Rodolfo, igual que yo. Ustedes
ni se imaginan lo que sufrí por Bibiana.
- ¿Todas las mujeres te abandonan,
hermano? –Dijo Néstor-. ¡Qué casualidad!
Y Gustavo, rascándose la cabeza,
comentó:
- Me parece que más que casualidad, esto
es causalidad…
Rodolfo continuó con su quimera: Dos
años después pude conocer a Silvina, de quien me enamoré y terminamos
casándonos. ¿Ustedes pueden creer que resultó ser prima de Bibiana?
- ¡Eso si que es casualidad! –exclamó
Néstor.
- La cosa fue que de entrada Silvina
quiso ser mamá, - continuó Rodolfo- pero no se dio. Aunque no dejaba de
reprocharme, echándome en cara que “con la otra”, con su prima, sí lo pude
hacer. Según los estudios me achacaban las culpas de la esterilidad a mí...
¡Pero son todas mentiras!
- ¿Mentiras?, –preguntó Gustavo con
cierto asombro-. Creo que con eso no se jode…
- Así es, muchachos, ¡ese diagnóstico es
falso!, porque fíjense que después tuve algunos encuentros esporádicos con
chicas, esas cosas que se dan por el trabajo de uno… Ustedes me entienden, ¿no?
Pero lo malo fue que una de ellas quedó embarazada y se pudrió todo. Se
presentó en casa a reclamarme no sé qué carajo, y como yo no estaba, justo,
justo la vino a atender Silvina…
- Mirá vos… ¡Qué casualidad! ¿No? –dijo
Néstor.
- Sí, ¡qué mala onda! Y no tienen idea
del lío que le hizo a mi mujer, a mi amada Silvina. Ahí comenzó este martirio…
- ¡Ah, muy bueno lo tuyo, Rodolfito! –le
dijo Gustavo en forma burlona-. Insisto que todo es por causalidad y nada de
casualidad. Te las buscás todas, hermano.
- No pudiste embarazar a tu esposa pero
sí a las compañeras de trabajo… -acotó Néstor-. Ahora andás como loco porque
ella te dejó… ¿Y qué pretendías? ¿Que premiara tu virilidad salvaje o qué?
- ¿Pero ustedes dos no me entienden? Yo
amo a Silvina y no puedo sacármela de la cabeza.
- Sabés qué sucede, hermano… -le dijo
Gustavo- Vos le complicaste la vida a esa mujer. Si verdaderamente la amabas no
podías andar de joda en joda con las chicas del trabajo, o de donde sean.
- Y menos aún, -acotó Néstor- probando
tus dotes de padrillo o de reproductor montando en pelo. ¿De qué te las das?
Nos pintás a Silvina como si fuese una turra, querés figurar como la víctima de
la película. ¡El calavera no chilla, loco! Y además, el que las hace se las
aguanta… En realidad te has comportado como un reverendo…
- ¡Basta, basta! ¡Ustedes no entienden
nada! ¡No quiero oírlos más! Por un momento creí haberme encontrado con amigos,
pero me equivoqué…
Rodolfo se levantó furioso y se encaminó
hacia la calle, pero antes de salir se dio vuelta y les gritó a sus “ex
amigos”:
- Ah… ¡Gracias por la invitación! ¡Y
hasta nunca!
Una vez en la calle comenzó a deambular
sin rumbo determinado. Corría un viento helado que no invitaba a pasear, y unos
gruesos nubarrones descargaban una densa cortina de lluvia que azotaba a los
caminantes. Entonces Rodolfo se refugió en un boliche y pidió algo de beber. Se
lo notaba perturbado e inseguro de sí mismo. Removió el largo vaso con coca y
fernet que sujetaba con ambas manos, inseguro de que se le pudiera caer. Su
rostro sin afeitar se reflejó en el espejo de la barra devolviéndole una mirada
perdida. Estaba convencido que él no merecía aquel abandono, había tratado de
ser un marido ejemplar y, bueno, la culpa de que no hubieran tenido hijos no
era suya, pero ahora… ¿qué podía hacer?
De pronto alguien lo irrumpió tocándole
el hombro, pero Rodolfo saboreó un trago más sin darse vuelta siquiera, ausente
del mundo. Silvina era su único pensamiento, no podía alejar esa obsesión de su
cabeza.
- Eh, hola, hola macho, estoy aquí.
¿Estás bien?
Un muchacho sonriente y con pelo largo
se sentó junto a él. Rodolfo se frotó los ojos, intentando inútilmente disipar
la neblina que se había formado. Dijo ser Darío, uno de los tantos vagos
habitúes del lugar.
- Escuchame… Se te ve muy preocupado,
macho. Si puedo hacer algo por vos, no tenés más que pedírmelo.
- ¡Sí, sí! ¡Tomátelas! Quiero estar
solo. O mejor dicho, con Silvina… quiero volver a tenerla… ¡y nada más! –dijo
Rodolfo al tiempo que pegaba un puñetazo al aire.
Darío no se marchó. Pidió una cerveza y
arrimó su taburete a la barra.
- Mirá, varón, las mujeres no merecen la
pena, creémelo. Aprovechá tu libertad, disfrutala. Ahora estás solito y podés
hacer lo que se te cante.
- Qué sabrás vos de mujeres… -le dijo
Rodolfo mientras le daba la espalda.
El ocasional amigo apoyó una pequeña
hoja de papel encima de la barra y le dijo:
- Fijate. Nuevas direcciones de
Internet, es una red privada absolutamente confidencial. Yo nunca he visto un
surtido igual. Te aseguro que te pueden enloquecer, macho.
- ¿Qué? ¿Minas por Internet? Andate al
carajo.
- Bueno, si vos andás en otra… Mirá qué
casualidad, aquí hay una que también se llama Silvina como esa que venís
llorando…
- ¿Qué? ¿Silvina puta por casualidad? ¡Qué
casualidad ni qué mierda! ¡Te dije que te rajes o te parto la jeta! -Rodolfo
clavó sus ojos en el rostro de aquel tipo pesado-. Desaparecé ya.
El vago Darío se fue, pero dejó la nota
sobre la barra. Rodolfo hizo un bollo con ella y la tiró al piso con toda la
bronca que venía acumulando.
- Me tomaré otra copa –le dijo al
barman-. Y para variar, dame un whisky doble con hielo.
Cuando ya eran como las cinco de la
tarde, Rodolfo salió errante bajo la intemperie, ignorando aquella llovizna que
no cesaba. Inconcientemente o quizás bien convencido, se encaminó hacia el
solitario muelle de pescadores. Alguna intención temeraria lo movilizaba, pues
la pesca jamás había sido de su interés. Todo olía a mal presagio.
Mientras caminaba atravesando las
galerías de la rambla, se lo veía abatido y confuso en sus acciones. Tal fue
así que luego de tropezar con unas sillas cayó al piso golpeándose en una
rodilla, lo que le dificultaba levantarse por sí solo. Una joven mujer que
casualmente pasaba por ahí, con su hijo de la mano, acudió de inmediato en
auxilio. Al tomarlo de los brazos para ayudarlo, ella lo miró fijamente y él
empalideció anonadado.
- Bibiana… ¿Sos vos de verdad? –balbuceó
Rodolfo conmocionado.
Ella no dijo ni una palabra, pero lo
abrazó fuertemente, a tal punto de olvidar que estaba caído y lastimado en el
suelo.
Lentamente se incorporaron y Bibiana
acercando al niño, le dijo:
- Rodolfito… este es tu papá…
El padre no estaba en las mejores
condiciones, justamente, pero atinó a abrazarlos sin contener sus lágrimas.
- Bibiana, mi amor… ¡no lo puedo creer!
Esto sí que es casualidad…
- No, Rodolfo, casualidad no, porque
hace casi cinco años que te ando buscando…
El trémulo océano pareció calmarse en
aquel borrascoso atardecer y en ese preciso momento se detuvo la lluvia... ¡Eso
sí que fue casualidad!
© Edgardo González
“Cuando la pluma se agita en manos de un
escritor, siempre se remueve algún polvillo de su alma”.
Autor: Edgardo González.
Buenos Aires, Argentina.