CASIMIRO POCAONDA (AUTOBIOGRAFÍA FUNESTA).

 

Un buen día, por esas cosas del destino o vaya uno a saber por la maldición de quién, perdí la vista convirtiéndome en un pobre cieguito.

 

Menos mal que me sucedió a los 32 años, casi al final de mi vida. A pesar de mi valentía, algunos temores arrastraba de joven; pues nunca me agradó quedarme

solo, los roedores y las cucarachas me hacían temblar y dormía con la luz prendida. Por suerte en la vida fui muy bien educado; para todo solicito permiso,

agradezco y por las dudas siempre me disculpo.

 

Tembloroso ante un mundo desconocido llegué a la escuela de enseñanza especial; en el gabinete psicológico me recibieron dos señoritas que me saturaron

de insólitas preguntas, diciéndome cosas ridículas que debería hacer como ciego. Creo que me confundieron con un marciano o un robot.

 

Entendí que eran un par más de discapacitadas, "psicolocas", como les dicen, y me alejé de ellas. Mi cuñado solía acompañarme hasta la escuela cuando comencé

la rehabilitación, pero el desgraciado se volvía y la inseguridad se apoderaba de mí. En el curso de Orientación y Movilidad no tenía idea por donde andaba,

la profesora me hacía tocar todo con el bastón indicándome que caminara y pretendía hacerme cruzar una avenida. Era muy astuta porque ella veía, entonces

no fui más, ¡me volvía loco! Después me anoté para el curso de Actividades de la Vida Diaria, ahí comprendí que las profesoras eran verdaderas torturadoras.

Pelar una manzana, abrir una lata, encender el fuego, hacer un té. Me planté preguntándome: ¿y si me corto?, ¿si me lastimo con la lata o me quemo? ¡Qué

irresponsables! Por precaución no volví más. Ni pienso en usar el denigrante bastón blanco, ya que sería como llevar un cartel diciéndoles a todos que

soy un discapacitado, aunque lo único bueno es que a la gente le provoca lástima.

 

El despiadado de mi tío, con quien vivía, como no tenía nada que hacer se murió, dejándome inmerso en la triste soledad. Eso me complicó las cosas y así

se agilizó mi ingenio: aprendí a tomar tereré para no arriesgarme con el agua caliente, me convertí en vegetariano alimentándome con ensaladas para no

encender la cocina, y consumo mucho pan gracias a que la panadería se encuentra en la misma vereda de casa. Parezco gordo pero todo es ropa, pues ni pienso

prender la estufa ¡ni un fosforito!, ¡ni loco! Soy cauto, no soy ningún tipo aventurero.

 

Sin que le pidiera nada a doña Bety, una vecina, comenzó a visitarme y me ordenaba la casa. Su trato era apasionante, me decía: "pobrecito el cieguito Casimiro".

Yo sé que las empleadas domésticas roban lo que pueden, y si ella era voluntaria, por algo sería, y ante la duda la eché como corresponde. Un mal amigo

me aconsejó el matrimonio; y pensé: ¿a quién se le ocurriría casarse con un tipo ciego?, sólo a una mujer que le interese quedarse con todo lo de uno.

Además, las mujeres normalmente son inútiles y si encima son ciegas, son re-inútiles. Como soy tan hábil, seguiré arreglándome solo.

 

Conocí a un muchacho que también es no vidente, bastante rarito, que insistió tanto invitándome a una biblioteca parlante, hasta que me hizo perder la cordura

y más o menos me decidí. Siguiendo sus indicaciones fui hasta la esquina a tomar el micro. Una señora que habría pensado que yo era Rambo, me ayudó haciéndole

señas al micro y cuando se detuvo me advirtió que tenía tres escalones. Eso fue suficiente para hacerme reaccionar, qué pasaría si patino en los peldaños

o no llego a sujetarme de los pasamanos y la bestia del chofer arranca, ¡no subo ni loco! No sé qué quiso decirme el conductor cuando me gritó: ¡chicato

garcón! Algún comedido me ofreció un taxi, pero yo no le voy a dar de comer a esos oportunistas que te llevan por interés sacándote hasta las últimas monedas.

Por suerte le di pena a un matrimonio y me acercó en su auto.

 

Ingresé a esa biblioteca donde el olor a tabaco y humedad apestaba. Enseguida entró a preguntarme mis datos de filiación, quien dijo ser la Tesorera, informándome

que la cuota era dos pesos por mes. ¡Ni me habían saludado pero ya me querían exprimir! Cuando estaba huyendo, la Presidenta gritó que me declaraba socio

honorario, y entonces, como le di lástima, me quedé. Una mujer gorda me quiso prepotear con el Braille, y yo no voy a correr riesgos pinchándome con ese

amenazante punzón, escribiendo puntitos como los indios, que encima no los sé leer. Después un señor haciéndose el interesante sabelotodo pretendía que

oyera una lectura pesadísima y además que yo escribiera, ¿escribir, yo? Así demostró falta de compasión, pues conocía bien mi ceguera. Una anciana renga

me ofreció un café; seguramente esperando que me quemara para burlarse, entonces lo rechacé, porque además vaya uno a saber a cuánto me lo cobraría. Frente

a una computadora que hablaba incoherencias, Un charlatán que en cualquier momento morirá electrocutado entre los cables, trató de entusiasmarme con esa

cosa, inútil para mí, pues en casa ya tengo un tocadiscos Wincofón. Otra señora con voz de abuela, tocando alegremente la guitarra me proponía cantar.

Eso me dio mucha bronca porque cualquiera se da cuenta que soy invidente y no tengo porqué divertirme, y lo peor que los demás ciegos cantaban y aplaudían

como si fuesen normales. Desaparecí de ese infierno lamentando que en este mundo haya tanta gente malintencionada.

 

La Iglesia es la solución, don Casimiro, me dijo el portero, ese vago del edificio. Le respondí que si los santos existieran yo no sería ciego, pues Jesús

ya nos discriminaba, ¡ninguno de sus discípulos ni siquiera usaba anteojos! Al día siguiente un cura párroco golpeó mi puerta, y sabiendo que para lo único

que se acercan es para darle la extremaunción a los moribundos; sin perder tiempo, haciendo los cuernos, me escondí.

 

Por ventura cuento con mucho optimismo y un sano proyecto de vida: el gobierno, que se apiadó de mí, me alojará en un asilo donde no necesitaré salir a

la calle, pues me darán ropa, casa y comida. Mientras tanto, por mi experiencia aprendí a discrepar con esos ciegos trastornados que haciéndose los normales,

tienen amigos o aman a otras personas. Unos suben y bajan escaleras; se largan solos a viajar en cualquier medio de transporte, sin tener idea del peligro

que significa. Otros son enfermitos que practican deportes, usan la cocina con fuego o tratan de leer y escribir con los dedos; algunos re-locos que quieren

dibujar y pintar; o esos que inexplicablemente viven riéndose y cantando, y les da igual integrarse con gente que ve o no ve. Hasta hay suicidas que cruzan

calles guiándose por cualquier persona desconocida o algo peor: ¡por un perro! ¡Cuando más lejos de esos ciegos masoquistas, mejor!

 

Y si es por el resto de la gente de este mundo tan insensible, uno puede morirse tranquilamente, pues, ¡no te ayuda ni Dios, loco!

 

Autor: Edgardo González.

Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

 

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