ALIXTA
María Moreno fue una buena mujer: De
pueblo, por que nació, se educó y vivió su juventud y madurez en Villanueva del
Infante, en el corazón de la comarca de La Serena. Trabajó en la siembra,
trabajó en la cosecha, trabajó en el huerto y trabajó en casa. Siempre le fue
fiel, al infiel de su marido, y le hizo cada día la comida y, por las buenas o
por las malas, nunca le negó nada.
Pero como en los pueblos la vida de las
mujeres es así, no se consideraba ni más desgraciada, ni feliz que las demás.
Tenía una hija que le dio la alegría de la maternidad y de revivir con ella los
años de la infancia, y el pesar de prever, cómo para ella iba a ser el resto de
su vida, ni más ni menos como la suya.
El anticipo de esos pesares ya los vivió
con el bautizo. La madre de su marido, (jamás se le hubiese ocurrido llamarla
“suegra”) se llamaba Calixta, y Calixta vivía y mandaba en su casa. A la niña
le pusieron Calixta.
Calixta fue a la amiga con las demás
niñas del pueblo. Fueron los primeros años felices. Calixta era aplicada, lista
y prometía ser una mocita de buen ver. Pero en cuanto sus compañeras cumplieron
los nueve o diez años comenzaron las envidias. Martina lideraba el grupo de
niñas rabisalsas que se metían con ella:
¡Calixta, Calixtilla!, ¿Te sabes la
cartilla?
Calixta intentaba no hacerles caso, pero
muchas veces las niñas, con Martina delante, le cerraban el paso a su casa y,
más de una vez, le tiraron los libros al suelo, y le deshojaron sus cuadernos,
todos ellos rellenos con una letra menudita y preciosa.
Calixta se lo había contado a su madre y
a la profesora. Pero ambas le decían que eso era cosa de niñas y que no tenía
que hacerles caso. La profesora una vez le llamó la atención a Martina, y fue
el remedio peor que la enfermedad. Martina, vengativa, esperó callada hasta el
domingo, en que aprovechó cuando Calixta volvía de la misa de la escuela, con
su trajecito de domingo a su casa por el prado. Martina salió corriendo de
detrás de un árbol, donde se había escondido, y con su mayor peso la empujó
fuera del camino y la echó a la cuneta, con todo el barro.
Empezó la preparación para la primera
comunión de las niñas. María y su marido se esmeraron en que Calixta fuera con
un traje bien bonito. En el pueblo el vestido de primera comunión de las niñas
es como un escaparate del éxito del padre.
¡Mi hija es la niña más guapa de este
pueblo y tiene que ir con el mejor traje!
Y efectivamente así fue, Calixta estaba
preciosa, pero Martina, por mucho que quisieron hacer sus padres no pudieron
disimular las grasas que le salían por todas partes.
Ese día Calixta y su madre fueron
felices. Hasta el padre sonreía.
Pero volvió el colegio y las críticas y
agresiones. Le quitaban los libros y cuadernos.
¡Calixta, Calixtilla!, ¿Dónde está tu
cartilla?
Le gritaban mientras le enseñaban sus
cuadernos o libros, haciéndole correr para intentar recuperarlos. Raro era el
día que no llegaba llorando a casa.
El sábado le tocó confesión y fue a
contarle sus penas al párroco:
- Hija
mía, debes tener paciencia, devolver bien por mal, y rézale al Señor. Ya verás
como todo se arregla. Reza tres Ave Marías.
Le habían quitado La Enciclopedia, y no
podía estudiar las lecciones. La maestra le preguntó qué le pasaba y ella se
calló. La mala experiencia anterior la tenía escarmentada. No era cosa de que
la volvieran a tirar a la acequia.
¡Calixta, Calixtilla!, ¿No te sabes la
cartilla?
El sábado siguiente volvió a la
confesión con el Párroco.
- Calixta,
¿No será que tú misma has perdido la enciclopedia? San Antonio es el abogado al
que hay que rezar para las cosas que se pierden.
El párroco se metió la mano entre los
muchos botones de la sotana y le dio una estampita.
- Toma
y ya verás como aparece tu enciclopedia.
Calixta miró la estampita en que había
un calvo haciendo malabarismos con un libro y un niño de rosa, le dio la
vuelta, y leyó:
San Antonio Bendito, que al monte fuiste,
el rosario y el silabario perdiste, te encontraste con Jesús, quien te consoló
y tres virtudes te dio: "Que lo Olvidado se Recordara", "Que lo
Perdido se Encontrara" y "Que lo Alejado se Acercara". Es por
esto San Antonio, que en este momento te pido desde lo más profundo de mi ser
que: (...aquí se hace la petición...). Te doy las gracias por haber concedido
mi petición (como si ya hubiese sido hecho el favor).
Luego se le reza a San Antonio: un padrenuestro
y tres avemarías, en pago, o en agradecimiento por lo que nos ha ayudado a
conseguir.
Sin dudarlo y con la alegría inocente de
que sus males estaban en camino de resolverse, allí mismo en la iglesia rezó el
padrenuestro y las tres avemarías.
Pero la enciclopedia la había tirado
Martina al pozo. Y San Antonio no saca cosas de los pozos, eso es una
especialidad de San Isidro.
Muy desesperada, terminó contándole a su
madre entre llantos lo que le pasaba. Su madre la consoló, con esa efectividad
que sólo las madres tienen, y sacando de aquí y allí monedas y billetes
escondidos, le compró una nueva enciclopedia sin contárselo a nadie.
Calixta cogió la enciclopedia como un
tesoro. Ya no la llevaba a la escuela. Anotaba las cosas y presentaba sus trabajos
muy bien hechos.
Las niñas malas se dieron cuenta de que
Calixta tenía otra enciclopedia y se confabularon para quitársela.
Martina era hija de “Martinota”, y nieta
de la Venancia. Venancia y la Calixta, la abuela de Calixta eran amigas de
siempre. A veces aparecían por casa de María. Esas visitas eran una pesadilla.
Martina y su hermano revolvían la casa. Y Venancio, que ya era un zagalón de 19
años, iba detrás de las faldas de Martina. Calixta se quedaba pegada a su madre
todo el tiempo.
En aquella ocasión los dos hermanos
anduvieron revolviendo por la casa hasta que encontraron la nueva enciclopedia,
Martina se la metió bajo la ropa, y como era tan gorda, no se le notó. La pobre
Calixta no se enteró hasta que se habían ido.
Aunque María supo lo que había pasado,
no se atrevió a acusar a la familia de la amiga de su suegra. Ya bastantes
disgustos le daba Calixta-Suegra para que hubiese un motivo más para tenerla en
contra.
De nuevo Calixta empezó a ir regular en
la escuela:
¡Calixta, Calixtilla! ¿Tampoco hoy te
sabes la cartilla?
El sábado volvió a confesarse con el
párroco.
- Padre,
recé el padrenuestro a San Antonio, y no solo no me apareció la enciclopedia
sino que me han quitado la que me compró mi madre. ¿No tiene Usted una oración
para que Martina se muera?
El párroco se escandalizó.
- No
hija. No se le debe desear el mal a nadie. El mal es cosa del demonio. Tú debes
pedir sólo el bien. Toma esta estampita de Santa Mónica. Fue la madre de San Agustín,
y con sus rezos hizo que su marido y su hijo se hicieran buenos. Rézale tres
padrenuestros.
La estampita, con una mujer mora, con
aspecto de ida, haciendo manitas con un chico joven, ponía por detrás:
"Cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar
de buen genio. Cuando él grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan
dos y yo no acepto la pelea, pues....no peleamos".
Calixta apretó con rabia la estampita y
la tiró al suelo. Allí en el mismo suelo de la iglesia que, cuando el párroco
saliera del kiosco, la viera.
Se dirigía a la salida cuando levantó la
vista y vio como el rayo de luz, que entraba por la cristalera de poniente,
daba sobre un cuadro de San Miguel. Patrón de Tenerife. Eso ponía en la placa
inferior del cuadro.
Allí estaba el Arcángel en todo su
esplendor, las alas desplegadas de color dorado, la capa roja, el peto azul
brillante, y una faldita corta que no le tapaba nada, por que nada tenía que
taparle. Con la mano derecha portaba una espada en actitud de descabello sobre
un diablejo, al que tenía sujeta la cabeza con el pié izquierdo cubierto con
una zapatilla trenzada, de diseño. Pero el sol sólo daba en la parte inferior
del cuadro. Allí estaba el diablo. El abogado de las cosas malas, como le había
dicho el párroco.
Los ojillos del diablo la miraban con
simpatía. ¿O se lo parecía a ella? Se acercó a él, y mirando sus ojitos, le
dijo en voz alta.
- Vale…
no la mates. Pero quítame a Martina de encima para siempre.
Cruzó por delante del Santísimo sin
arrodillarse y salió de la iglesia con la cabeza alta.
El lunes Calixta, aunque su madre le
ayudó, no pudo preparar la lección de los Ovíparos y los Vivíparos. Su madre no
sabía qué bichos eran esos. Cuando le preguntaron se echó a llorar.
Al salir de clase Calixta tenía los ojos
rojos y toda la rabia en el cuerpo.
Desde los escalones de la escuela
Martina le gritó.
¡Calixta, Calixtilla! ¿Es ésta tú
cartilla?
Calixta se volvió, y allí estaba su
enciclopedia, en manos de Martina.
La señaló con el dedo y dijo para sí
¡Ojalá te partas una pierna! Y se le presentaron los ojillos sonrientes de
Belcebú a los pies del prepotente San Miguel.
Fue cosa de un instante, Martina
resbaló, se le cruzó la pierna y cayó sobre la pantorrilla con todo su peso.
Hasta Calixta que estaba a 6 metros oyó el crujido del hueso al partirse y los
gritos inacabables de Martina.
Los gritos fueron tales, que toda la
gente del pueblo vino a ver qué pasaba.
En sus gritos, Martina recordaba el dedo
de Calixta señalándola, y decía, ¡Ha sido ellaaaa! Pero nadie sabía a lo que se
refería, por que todos la habían visto caerse sola.
Llegaban, miraban, y se iban, ¡A la hija
de la Martota se le ha roto un hueso!, otros menos finos afirmaban ¡Se a roto
una pata!
Entre el bullicio Calixta recogió su
enciclopedia y se fue a su casa despacito, disfrutando del sol y la primavera.
La asistencia médica, en aquellos años
no era lo que tenemos hoy. En primer lugar, Martota sin su marido o su hijo,
que habían ido a la feria de ganado de Don Benito, no se atrevía a moverse. A
la niña la acostaron en su cama y a esperar.
Padre e hijo, que ya hacían pareja en
las juergas, tardaron cinco días en volver. Hubo que esperar dos días más hasta
que estuvieron en condiciones de reaccionar. Cuando finalmente Martina cayó en
manos del médico éste ya detectó que el hueso había empezado a soldarse, mal,
pero viable. La escayoló tal como estaba, Pasaron los días, y quitaron la
escayola. Y para siempre Martina tuvo un andar modulando el paso con una cojera
indisimulable. Tacones no se los pudo poner nunca. Y en todo el pueblo se dijo
desde entonces, “... esa, para vestir santos”.
Durante los siguientes siete años la
vida para Calixta fue casi feliz. Ella quería haber sido taquimecanógrafa. En
las novelas de Corín Tellado, que alquilaba en el kiosco, las taquimecanógrafas
siempre se casaban con un ingeniero o un abogado guapo y educado. Pero entre el
huerto, los conejos y las gallinas no había posibilidad más que para la vida
del pueblo.
El Venancio se casó con la Enrica. Como
era de los ricos del pueblo, por que su padre le había dejado muchas tierras,
la boda fue sonada. La Enrica tenía también muchas tierras. La boda la había
organizado la abuela Venancia.
Enrica era de las amigas buenas de
Calixta. Y ella estaba muy triste. Sabía que a su amiga Enrica no le esperaba
buen porvenir. Lo único bueno que se decía del Venancio, “En esa casa, ¡De
comer no te va a faltar!”
El matrimonio de la Enrica y el
Venancio, sólo duró dos años y medio. Una mañana Enrica apareció ahorcada en el
almacén del grano.
La Martinota, la Venancia y Martina
explicaron que la hija / nieta / cuñada después de la boda se había ido
volviendo loca, y eso que ellas le habían ayudado en todo mucho. Martina “la
coja”, Martinota y Venancia vivían en la casa. Achacaban el caso a que la
Enrica era estéril. La Venancia, a la que los años habían hecho cada vez más
burra, decía…”Es de las que tienen el coño seco”.
- Y
eso que Venancio era cariñoso con ella, - decían- pero a la Enrica solo se la
oía gritar en el dormitorio y se pasaba el día llorando. Sólo estaba más
tranquila cuando Venancio se iba de viaje a las ferias de ganado.
Después de la muerte de Enrica, Venancio
estuvo en el notario, registró todas las tierras de Enrica como patrimonio
propio, y se fue de lo más contento a la siguiente feria de ganado.
Y no habían pasado ni cuatro meses,
cuando la bomba se le vino encima a Calixta. Su abuela Calixta, en
conversaciones con la Venancia, pensaron en Calixta como nueva mujer para el
Venancio.
¡Pero chica si es muy buen mozo! Alto y
fuerte. Y además, ¡En esa casa no vas a pasar hambre!
Su padre había muerto llevándose la
llave de la despensa, y su madre y su abuela veían en la boda una solución a
sus problemas. Y la abuela tenía un carácter tan fuerte que, ni ella ni su
madre, supieron oponerse.
Concertada la boda, la abuela Calixta lo
celebró, quizás en exceso, con sus habituales copas de aguardiente. Fue un
entierro rápido y sin ceremonias, para que no interfiriera en la boda
inminente.
Así que Calixta, se encontró, sin
comerlo ni beberlo, probándose el traje de novia.
Un medio pretendiente, que tenía,
Conrado el Honrado le llamaban, salió por piernas. Sabía que donde entrara el
Venancio se salía escaldado. Nunca se supo de qué había muerto el padre de la
Enrica. Apareció una mañana con la cabeza rota detrás de la era. Se pensó en
que fue una caída del caballo, pero nadie estaba seguro, y nadie comentó nada.
Tendría que vivir en la misma casa con
Martina “la coja”, que siempre la odió, por que la consideraba culpable de su
andar flamenco (así lo decían por el pueblo).
- ¡Va
bailando sevillanas en línea recta!
Con la suegra Marinota y la madre de la
suegra, Venancia, ¡Que tres desgracias! Conviviendo con las tres en la misma
casa no podría ser feliz por más ánimo que le pusiera al asunto. Corín Tellado
nunca había descrito una boda así para terminar una novela.
Su madre le decía, ¡Hija, que la
necesidad es muy mala, y tu no vas a pasar por ella, alégrate!, y haz como yo
con tu padre. A tu marido dale todo lo que te pida. A mí nunca me gustó eso,
pero a algunas mujeres dicen que les va. A ver si tienes suerte.
Había en la parroquia un nuevo cura
párroco, que parecía más simpático que el anterior, y decidió sincerarse con
él.
Calixta le contó sus iras de niña contra
Martina y cómo le había pedido al diablo de San Miguel, que le echara una mano
para recuperar la enciclopedia. Le contó sus temores sobre su futuro marido y
del terror que le inspiraba la boda con él, y la desgraciada vida que le esperaba
compartiendo lo que debería ser su casa con cuñada, suegra y resuegra.
- ¡Hija
mía! – exclamó el párroco. Todo lo que te pasa, y te va a pasar, lo tienes bien
merecido por adorar a Satanás. La única esperanza que le queda a tu alma es el
sacrificio. Debes de ser humilde y callada, y ofrecer a Dios todos tus
sufrimientos, y sólo así, verás la señal de Dios cuando dentro de diez o veinte
años Él te perdone y te lleve. Mira tu amiga Enrica, por orgullo, no sólo
sufrió en este mundo, sino que, además, por su mala cabeza y falta de espíritu
de sacrificio, ahora está quemándose en el infierno, por el pecado imperdonable
del suicidio.
- Debes
de tomar como modelo de tu vida a Santa Rita de Cascia, y como ella, atraer al
camino de la religión a tu marido Que colabore con la iglesia y de fondos para
el culto. Sólo así lograrás el perdón de Dios.
Después de estas palabras el párroco le
dio una estampita de Santa Rita, la puso a rezar dos rosarios en cruz, y le dio
la bendición. - Puedes ir en paz hija mía -, le dijo.
Leyó lo que ponía la estampita por
detrás:
La santa de lo imposible. Fue una hija
obediente, esposa fiel, esposa maltratada, madre, viuda, religiosa,
estigmatizada y santa incorrupta. Santa Rita lo experimentó todo pero llegó a la
santidad, porque en su corazón reinaba Jesucristo.
¡Pues vaya porvenir que me espera!,
pensó Calixta, además de lo que ya preveo, encima estigmatizada e incorrupta.
Pero Calixta tenía su fondo de inocencia
y bondad, y con el consuelo de su madre, llegó a pensar, que igual Enrica se
había vuelto loca de verdad, que el Venancio algo bueno tendría y que las tres
mujeres podrían dejarlas de lado si lograba irse a vivir con Venancio a una
casa que tenía, desocupada, a las afueras del pueblo.
El día de visita a su casa para pedirle
a María la mano de Calixta, comenzó a ver que las cosas no serían fáciles.
María Moreno había gastado una parte de su menguado capital en comprar un reloj
para Venancio, y las mujeres de Venancio, así las llamaban en el pueblo, le
regalaron 12 toallas para el ajuar. Venancio cogió el reloj y se lo guardó en
el bolsillo sin dar las gracias.
En ese momento, Calixta, con su mejor
sonrisa y roja como una amapola, se lanzó:
- Venancio,
ya que vamos a vivir juntos, y como “la casada casa quiere”, podías arreglar,
en estas semanas que faltan para la boda, la casa que tienes junto a la
carretera y nos vamos a vivir allí.
Fue como si el coro estuviera preparado.
Al unísono las tres desgracias, comenzaron sus carcajadas.
- La
casa de la carretera…. Ja, Ja Já.
Venancio, que aún guardaba algún respeto
a María Moreno, conteniendo la risa, dijo.
- Calixta,
esa casa es… para otra cosa…, pero no te preocupes. Que la casa nuestra te
gustará mucho. Mi madre ya ha puesto sábanas limpias en la cama. Estando allí,
las labores de casa te serán más fáciles. Claro que, tanto mi madre como mi
abuela, están ya mayores, y mi hermana con su cojera, poco te podrán ayudar,
pero no te faltará compañía.
Al cabo, Calixta se enteró que la casa
de la carretera la utilizaban los fines de semana y festivos, el Venancio y sus
amigos, para “cosas de hombres”, con compañías femeninas, traídas en furgoneta,
de los clubs de carretera de los alrededores.
Le comentaron que, eso era una
bendición, así los hombres del pueblo ya no se empeñaban en traerlas a casa y
cuando volvían de uno de esos festejos, ya volvían con el vino pasado, por que
la mona, la dormían allí.
Esos razonamientos no convencían nada de
nada a Calixta, que seguía sin encontrar la más mínima correspondencia entre su
boda y las descritas por Corín Tellado en sus novelas.
Llegó el día de la boda. Domingo de sol.
Calixta, que era guapa y lo sabía, se vio vestida de novia y no pudo evitar
sentir la vanidad.
Entró en la Iglesia del brazo de su tío Ramiro
(venido de Madrid para la ocasión). El órgano tocó algunas notas más o menos
musicales, y en ese momento Calixta se pensó:
-
En este momento me siento feliz, ¿Volveré a sentirme alguna vez como ahora?
Sabiendo que la felicidad sería muy, muy
breve, aprovechó los segundos como tesoros.
Miró con cariño a su madre y a sus
amigas, con indiferencia y superioridad a las que siempre la envidiaron, y al
trío de las desgracias con rencor y odio.
Cuando se puso junto a Venancio ya le
llegó el cante. Olía a sudor de axila.
El cura atacó el proceso del casorio con
las inconexas palabras de siempre.
El pueblo de Villanueva del Infante es
de esos pueblos de la comarca de La Serena en que los que la abundancia sólo
corresponde a la pizarra y al granito.
Pocos árboles, jara, tomillo, y retamas.
Muy bonito todo. Pero la producción nunca dio para alimentar a todos. Ello
obligó a la emigración. Particularmente en el siglo XVI.
De los emigrados, uno de ellos hizo
fortuna, El Adelantado de Espinosa, primero en Sur América, y después en las
Islas Afortunadas. En uno de sus viajes a España estuvo en la corte de Felipe
IV, y coincidió e intimó brevemente con Carlos Manuel II, de la línea de los
Saboya.
Como resultado de esa amistad, y con la
ayuda del duque de Medina de las Torres, al Adelantado le adjudicaron el título
de Conde de Villanueva del Infante.
Este nombre de la villa, se debe,
simplemente, al paso por esa ciudad, donde durmió una noche, el Infante
Fernando II, hijo de Berenguela de Barcelona y Alfonso VII.
Pues bien, el Adelantado de Espinosa, ya
convertido en Conde, se instaló en sus nuevas posesiones, y a él se deben la
renovación del castillo residencial que preside el pueblo y la total
remodelación de la iglesia.
Nuestro Adelantado se trajo de Sur
América el dinero, y de Tenerife muchas de las obras de arte que adornaron su
palacio (hasta el incendio de 1936), y la iglesia, que ha tenido mejor suerte.
No debe extrañar por tanto, que en esta
iglesia abunden las obras dedicadas a la Virgen de Rosario, a San Amaro y sobre
todo al Arcángel San Miguel, de devoción particular en Tenerife.
Y por ahí paseaba sus ojos una Calixta,
que trataba de disimular, con la observación de cuadros e imágenes, el giro de
su nariz hacia otra dirección.
Y a las 12 y media, el sol entra casi en
vertical por el lucernario de la cúpula de iglesia. Y ahí estaba de nuevo. Esta
vez, San Miguel, en vez de llevar espada llevaba una lanza, iba a clavársela en
la espalda, igual que ella había hecho con algunas mariposas, a un diablito que
con cara de pena estaba leyendo un libro. Extendía sus manos hacia arriba como
pidiendo clemencia a un imperturbable San Miguel, con escudo capa roja y alas
negras.
El rayo de sol hacía brillar sus ojos. A
Calixta le pareció que era una mirada de confraternización.
- Pobrecito,
- pensó Calixta – te van a pinchar como a mí.
- Diablito,
diablito ¿Y si me ayudas otra vez?
Con estos pensamientos, el cura había
concluido el sermón. Más que un sermón a ella le pareció una amenaza. Las
palabras “obediencia”, “trabajo”, “fidelidad”, siempre las decía mirándola a
ella. Y la duración: De por vida, y con una extensión, de la vida en común, en
el más allá.
Salida, a paso pausado, del brazo del
Venancio, toque de órgano, flores, hasta arroz. Aquí Calixta sonrió. Por fin
encontraba algo de las novelas de Corín Tellado en su vida.
La fiesta y baile, unido a lo que le
habían hecho beber se pasaron sin más recuerdo que el abrazo de su madre.
- Hija
mía, que lo sobrelleves lo mejor posible.
Esa noche fue mejor que lo que
imaginaba. Entraron en el dormitorio, él puso sus manos sobre ella, y Calixta
tuvo el valor de esbozar una sonrisa. Mejor ir por las buenas:
Venancio, si me ayudas a bajar la
cremallera, me daré más prisa. Necesito un minuto en el cuarto de baño.
Al salir del cuarto de baño, Venancio
estaba dormido como un tronco sobre la cama.
Tampoco esto pasaba en las novelas de
Corín Tellado.
Se acercó a él y lo miró despacio.
Seguía oliendo a sudor de axilas, pero además se le unían los aromas de
alcohol. Tenía la boca abierta, mostraba dos mellas laterales por donde expelía
el aliento produciendo un silbido, como para reunir un rebaño de cabras.
Cogió una almohada y se acostó sobre la
alfombra sin hacer ruido, tapándose con la toalla de baño, era una de las que
le dieron como regalo de pedida.
Como estaba cansadísima, y algo bebida,
se durmió enseguida.
Se despertó unas horas después. Entraba
la luna por la ventana. En los pueblos, por la noche los animales descansan, pero
siempre se oyen ladridos, aullidos, el cocear de las bestias, y si se anuncia
la madrugada, como este era el caso, el piar de los pájaros.
Buscó con cuidado y sin hacer ruido unos
pantalones, camisa y las alpargatas y salió discretamente por la misma ventana
por donde entraban los sonidos y la luna, y se fue a pasear por el campo,
dejando al Venancio ocupado con sus silbidos, ronquidos y otros sonidos
originados en el estómago y tracto intestinal.
El amanecer ya se percibía.
Cruzó la era, donde aún se arremolinaba
la paja con el aire suave de la mañana y siguió hacia la estación. Se
sorprendió de ver a Conrado con una maleta de madera en la mano.
- ¿Dónde
vas Conradito?
- Me
voy ya a la mili. ¿Pero que haces tu aquí? ¿No debías estar en casa con el
Venancio? ¡Te casaste ayer!
La sorpresa de Conrado estaba
justificada. Pero si esa fue su sorpresa, mayor fue a continuación. Calixta lo
cogió del brazo, y muy pegada a él le dijo:
- ¿Has
visto al pasar, qué bonita está la era? Ven conmigo.
Conrado llegó a coger el tren por los
pelos, y Calixta entró en casa haciendo ruido por la puerta principal con un
cubo de leche en la mano.
- ¡Buenos
días! El desayuno estará dentro de 10 minutos. ¡Arriba!
Se fue al dormitorio, Venancio seguía en
la misma posición. Se cambió de ropa interior y dejó el testigo de su pérdida
de la virginidad entre las sábanas. A continuación dijo suavemente:
- Maridoooo,
el desayuno.
Se aseguró de que Venancio abría los
ojos y salió hacia la cocina.
Añadió antracita a la cocina, movió los
rescoldos y puso la leche de cabra, recién ordeñada por ella, en un cazo a
calentar.
Poco a poco las tres desgracias fueron
apareciendo. Venancia, Martinota y casi media hora después Martina.
Venancio el último. Con unas profundas ojeras
y el ceño fruncido por el dolor de cabeza de la resaca.
- ¡Es
lunes y día de trabajo! – anunció Calixta.
Un buen desayuno es la mejor forma de
empezar el día.
- ¿Qué
pasó anoche? – preguntó Venancio con cara de ido.
- No
me hagas enrojecer marido – Contestó Calixta con la mirada baja.- Bien que lo
sabes. Esas cosas no se preguntan delante de la familia.
Venancio no se acordaba de nada, pero
pensó que ya habría días y días en el calendario. Tenía una resaca horrible y
le dolía la cabeza.
Desayunaron las hogazas de pan con
torreznos recién fritos por Calixta y las tres mujeres empezaron a sonreír.
Ahora ya tenían una buena cocinera.
En la puerta se presentaron dos hombres
y un perro. El pastor de las ovejas y su hijo.
- Venancio,
disculpe Usted y la compañía. Pero es que el Altamiro, llevando el tractor de
Usted se ha quedado atascado en medio de la loma del Cerrillo, y no va ni para
adelante ni para atrás.
- ¡Me
cago en vuestros muertos! ¡Es que ni por mi boda vais a hacer nada bien! Ahora
cojo el caballo y voy para allá.
Y tú, Calixta, a ver que haces de comer
para hoy. Volveré dentro de tres o cuatro horas.
Las cuatro mujeres se quedaron calladas.
Calixta sabía lo que pensaban. Así que les facilitó la tarea.
- Voy
a la jaula a elegir un par de conejos para la comida de hoy. Quiero que “mi
marido” (remarcó las palabras), se de cuenta que sé guisar. Se va a chupar los
dedos.
Las tres mujeres, en cuanto Calixta
salió al exterior, entraron decididas al dormitorio.
Martinota miró las ropas de la cama y la
ropa interior que Calixta había dejado allí.
- Pues
esta lagarta no se ha resistido como la Enrica. Hay que tener cuidado con ella,
por que igual se hace con el Venancio.
No hay caso madre, ya lo malmeteremos.
Será cuestión de pocos días. A esta le tengo muchas ganas.
Pero… las cosas cambian de un minuto al
siguiente.
El pastor apareció a lomos del caballo
de Venancio. Todos en el pueblo supieron que algo grave pasaba. Venancio no
dejaba que nadie se montara en su caballo.
- Señora,
señora, ¡Qué desgracia! ¡El Venancio se ha matado! El tractor lo ha
espanchurrado. Se le ha volcado encima. Le ha aplastado el pecho y la barriga.
Solo mi hijo ha oído sus últimas palabras. Ha dicho: ¡Me cago en leche!
Calixta, que ya tenía al conejo cogido
por las orejas, le perdonó la vida.
Iba a salir por la puerta cuando
Martinota le dijo - ¿Tu donde vas?
- Voy
a la iglesia, ¡Para que vaya al cielo!
Con el velo en la mano salió en
dirección a la Iglesia, pero en cuanto dobló la esquina, salió corriendo y
llegó jadeando a casa de su madre.
- ¿Está
todavía en casa el tío Ramiro?
- Sí,
se va en el tren de las 11. Está recogiendo sus cosas., pero hija ¿Qué te pasa?
Ramiro era el hermano de su padre, con
el que se había llevado regular. Su padre tuvo las tierras, pocas y malas, pero
las tuvo. Y Ramiro se dedicó a lo que pudo. Fue estraperlista, albañil,
chamarilero y finalmente, con treinta y dos, se casó, sentó cabeza y se colocó
en el mercado de Maravillas en el puesto de su suegro y de su cuñado vendiendo
carne. Hacía ya varios años que se había hecho con un hueco por su cuenta y se
había especializado en pollos y conejos. Desde la muerte de su hermano había
venido varias veces por el pueblo. Todos habían hecho las paces y accedió a ser
el padrino de la boda, a pesar de que no le satisfacía la elección del novio.
Calixta, fue clara y al grano.
- Tío
puedo perderlo todo o lograr la libertad y el bienestar para mi madre y para
mí.
Y haciendo de tripas corazón, les contó como
fue la boda, con su noche y su madrugada.
Su tío se quedó pensando un momento y le
dijo:
- Ahora
vendrá el velatorio, los llantos, - tu hija llora todo lo que puedas- y después
el funeral, - sigues llorando. Alguien vendrá a verte de mi parte. Te dará unos
papeles para que los firmes, procura que no te vean. Y dentro de una semana
volveré por aquí. Mientras tanto, tú te haces de viuda desconsolada.
Durante el velatorio, con sus
comentarios de unos y otros, y durante el incesante reparto de comidas y
bebidas a prácticamente a todo el pueblo, Calixta empezó a captar, que se había
convertido en la viuda más apetecible del pueblo.
Cuando salió el cortejo fúnebre camino
del cementerio, en la casa quedaron sólo las mujeres.
Tanto sus amigas buenas, como las malas,
le decían por lo bajo, para que no lo oyeran las tres desgracias:
- Ahora
te podrás casar con quién quieras. Vas a ser la viuda más joven y rica del
pueblo.
Alguna amiga, más del lado de Martina,
le dijo con cierto retintín:
- Calixta,
te quedarás a vivir en esta casa, ¿Verdad?, no vas a dejar a estas pobres
mujeres solas.
Calixta con su pañuelo en la mano
lloraba, o fingía llorar, y ponía cara de inocencia a cualquier tipo de
sugerencia o insinuación.
Una semana después fue el funeral. Con un
túmulo en el centro que simulaba el féretro. Calixta en un reclinatorio de raso
en el primer plano estuvo todo el tiempo con la mirada baja. Sólo la levantó
una vez para dirigírsela al cuadro de San Miguel, y apenas moviendo los labios
murmuró.
- Gracias,
diablito. Algo haré por ti. Has sido muy bueno conmigo.
Cuando terminaron los actos funerarios,
Calixta, acompañada de su tío, fue a la casa de Venancio (que en paz
descansaba) y reunió a las tres mujeres. Y con un discursito, preparado por su
tío, les dijo muy despacito:
- Venancia,
Martinota, Martina: Como sabéis ahora soy la viuda del pobre Venancio. Él quiso
que la boda fuese en régimen de gananciales, es decir que compartiéramos los
bienes. Una vez fallecido, yo quedo en usufructo de esos bienes. Todas las
casas, tierras y dineros de las cuentas pasarán a mi hijo, si como resultado de
la noche que pasamos juntos me hubiese quedado embarazada, cosa que no
descarto.
Como administradora de los bienes, he pensado
que esta casa es excesiva para vosotras, y he dispuesto que podáis trasladaros
a la casa de la carretera. No os cobraré ningún alquiler. Ya he dicho que le
den una mano de cal. La próxima semana entrarán los albañiles aquí. Esta casa,
que está en el centro del pueblo, será una sucursal del Banco Rural, así que
tenéis hasta el domingo para recoger vuestras cosas.
Ni que decir tiene, que las tres
mujeres, esta vez si que se sintieron desgraciadas. Gritaron, fueron dando
voces por el pueblo, quisieron liar al párroco a su causa, pero todo les
resultó inútil. Calixta las vio salir precedidas de un carro lleno de baúles,
maletas, hatos y hatillos.
El párroco estaba de parte de Calixta.
Le había dado, además de los gastos del funeral, una cantidad apreciable para
la restauración de los cuadros de San Miguel.
María Moreno, aconsejada también por el
tío Ramiro, vendió las cuatro tierras del pueblo y se compró un pisito en Calle
Hermanos García Noblejas, con calefacción central y piscina comunitaria. Allí se
fueron a vivir madre e hija y se dieron cuenta de que la razón estaba en los
que habían emigrado del pueblo.
Calixta, tenía aún el remordimiento de
que su agradecimiento al pobre diablito, que le había ayudado, no estaba
todavía satisfecho.
Los recién llegados a Madrid son en
general los que más ocupan las calles, monumentos y jardines. Se les nota
enseguida. Van con cara de admiración girando la cabeza a diestro y siniestro.
Calixta dedicó ese domingo de sol al
Retiro. ¡Qué grande! ¡Qué bonito! Iba avanzando disfrutando del otoño
madrileño, cruzando desde el estanque hacia el paseo de coches cuando vio un
grupo de personas, reunidas alrededor de alguien que subido en una silla
plegable, hacía de orador. Y todo ello al pié de una hermosa estatua de piedra.
El orador improvisado estaba con su
tema:
- …
fue un acto de divina injusticia. Este que aquí veis, Demonio, Diablo, Lucifer,
Belcebú, Satanás, Luzbel, o cómo le queráis llamar, ha sido tratado por la
historia, la Biblia en este caso, con total injusticia.
¿Cuál fue su pecado? ¿Cuál fue su
batalla perdida?
Él sólo pretendía la implantación de la
democracia. Cansado de la dictadura celestial, trató de que hubiese una
voluntad popular entre los ángeles. Que Dios pasase a ejercer un poder
constitucional y que un consejo de Ángeles, elegido por mayoría, tomase el
relevo del poder ejecutivo.
Y,…digo yo… si condenamos a Franco, a
Musolini y a Hitler, por qué denigramos a este pobre luchador, pionero de la
democracia…
Él podría haber sido un Adolfo Suárez
celestial…
El orador siguió con su tesis, mientras
Calixta lo oía con toda su atención.
¡Claro que era así! El diablito que le
ayudó no podía ser malo. El malo siempre es el que hace daño, el que pincha,
con la espada o con la lanza. Realmente el fascista era el Ángel.
Esperó a que terminara su discurso, se
acercó a él, y sacando el billete doblado de 5000 pesetas, de reserva, que
siempre llevaba en el bolso por si le hicieran falta, le dijo:
- Amigo.
Lleva Usted mucha razón. Que esto le ayude a seguir con su campaña de
esclarecimiento de la verdad.
Calixta, a partir de ese momento se
consideró liberada de su deuda hacia el diablito. Quizás habría sido todo fruto
de la casualidad. ¿O no? Pero así, ya su conciencia quedaba en paz.
Conrado terminó el servicio militar, y
cuando volvió al pueblo flipó en colores al oír las noticias de Calixta. Fue a
verla a Madrid. Se abrazaron. Ella ya estaba de 5 meses.
El niño nació y para que no quedaran
dudas hicieron pruebas de sangre. No había duda. Además la naricita era toda la
del padre.
Se casaron y fueron felices y nunca más
aparecieron por el pueblo. Son unos madrileños más.
Sus vidas ahora sí que eran como en las
novelas de Corín Tellado.
FIN
Autor: Manuel Santos Greve. Madrid,
España.