ABUELO CACHIMBA

 

Hoy, contemplando ese trenecito de madera, me conmueven vivencias cargadas con nostalgias de mi infancia. Siendo yo muy pequeño fallecieron mis padres y, sin que nos uniera parentesco alguno, dos esposos mayores me adoptaron. Desde aquel entonces fui criado por doña Rosario, una mujer muy especial, y el Abuelo Cachimba, como se lo conocía a don Florentín. Un mote adquirido por la pipa y su denso aroma. Él usaba una boina ladeada caprichosamente simulando canas, y tenía un semblante rugoso lleno de paz, con dolores de vida reflejándose en sus ojos.

Habitábamos una modesta casa basada en un terreno de amplio fondo, donde los frutales crecían en silencio. Yo trabajaba en la huerta removiendo la tierra y sembrando para obtener verduras. Alimentaba a los animales de corral y también tendía al sol la ropa que, con suma dificultad, lavaba doña Rosario. No tuve muchas oportunidades de faltar a la escuela, y ellos me exigían las mejores notas. Cuando me invadían temores del triste pasado, la abuela me hacía comprender que no debía herirme más, sino avanzar y crecer; y cuando me negué a crecer, él me hizo razonar que yo acumulaba sabiduría día a día.

El Abuelo Cachimba pasaba gran parte de los días haciendo cosas en su banco de carpintero. Así un día hizo un trenecito compuesto por una locomotora y cuatro vagones, especialmente para mí. Pero al compararlo con los trenes electrónicos de un amigo me avergoncé tanto que, a escondidas, lo regalé.

Eran épocas difíciles y en nuestro hogar se acostumbraba a compartir el almuerzo con dos niños vecinos, porque según comentaba el abuelo, ellos eran muchos de familia y no contaban con lo suficiente. Yo protestaba porque a veces tenía que servirlos y luego limpiar. Además al compadecerse de tantas carencias, mi abuela, en algunas ocasiones los vestía con ropas mías. Llegué a suponer que se abusaban de mi condición, pero no obstante a ellos también les regalé otros juguetes elaborados por don Florentín.

Apenas había cumplido mis doce años, la abuela Doña Rosario que sufría dolores en los huesos y se agitaba, por lo cual no podía abandonar su silla de ruedas, en una triste mañana de invierno se durmió para siempre… y quedamos solos, el abuelo Cachimba y yo. Todo fue más difícil después de tanto amor junto a su compañera; a Don Florentín le pesaba demasiado la tristeza, y se iba encorvando. Pero finalmente me prometió resistir, aún había mucho por hacer, me faltaba madurar…

La diaria rutina de quehaceres hogareños cayó sobre mí, sin descuidar el colegio. El abuelo solía acompañarse del mate amargo y disfrutar al mecerse en un sillón bajo el alero, mientras manipulaba su cachimba. También le encantaba silbar imitando a los pájaros. Alternaba esas distracciones con su labor, armando muebles y otras cosas. En realidad yo no me interesaba mucho por lo que hacía, ni cómo lo lograba.

Fueron pasando los años, y un día al regresar de la Facultad me llamó la atención el hogar sin la bruma del tabaco. Traté de observar a través de los vidrios del taller y no fue posible por la oscuridad. Su labor con escasa luz era habitual, pero me inquietó el silencio. Tímidamente empuñé el picaporte de la puerta, y al irrumpir con el agudo chillido de las bisagras, encontré a Don Florentín en su banco de trabajo. Lo saludé diciéndole que ya era tarde y no me oyó, permanecía sentado, con la escofina y un listón entre sus manos… muy quieto, quieto por demás. Su cachimba estaba fría, se había apagado.

Mi mundo se convulsionó por completo. A pesar de haber padecido la ausencia de mis padres a poco de nacer, por primera vez me había sentido solo, muy solo frente a la incertidumbre. Me conmovieron sorpresas como que el Abuelo Cachimba había construido su propio féretro, porque “nadie le compraría uno de mejor calidad y confort”, según el humor negro con el cual lo escribió. También me sorprendió que, de acuerdo a unos papeles, fuese yo el propietario de la casa. Aunque lo más impactante fue hallar una réplica de aquel trenecito que yo había ignorado, y que en los laterales tenía una serie de signos en relieve que no supe interpretar. Lo que sí entendí fue que yo realmente había sido considerado por ellos, que siempre se habían preocupado por mi bienestar. Aquellos niños vecinos a los que tanto me fastidiaba servir, hacía tiempo que se encargaban de cuidar al Abuelo Cachimba durante mis ausencias, como también de mantener la huerta y el gallinero, y lo producido era aprovechado por ambas familias. Es decir que lo que los abuelos me enseñaron y que alguna vez pude dar, no había sido en vano. Tengo muy presente lo que el abuelo Cachimba me decía: usá tus ojos para ver las maravillas de la vida, como así la bondad en el alma de las personas.

Por eso ahora, contemplando un juguete, logré comprender el esfuerzo y el cariño que don Florentín volcaba al elaborar cada uno de ellos. Me acuerdo cuando armaba los trenecitos, que hacía discos cortando prolijamente un palo de escoba, y con papel de lija torneaba las ruedas una tras otra… El abuelo mantenía ordenadas las herramientas, las pinturas y pinceles, elementos que usaba con mucha magia, habilidad y que casi todo lo hacía para mí. Aunque era algo que yo, inmerso en la pequeñez, no valoraba, desacreditando su calidad frente a nuevas tecnologías.

Hoy atesoro la cachimba, como el símbolo que identificó a un ser ejemplar, de tantas bondades como arrugas tenía en su piel. No me canso de agradecer que, aunque sin haberlo advertido, siempre fui feliz. Ellos supieron cubrir con afecto el vacío de quienes no conocí, protegiéndome con cariño, brindándome educación y, cuando fue necesario, me dieron un reto. Doña Rosario dejando de lado su invalidez, me enseñó a cocinar y mantener el hogar ordenado, y a don Florentín que con pocas palabras me hizo aprender muchas cosas de la vida, guiándome en mis estudios, a ser solidario y a reconocer mis errores. Nunca te rindas, –me decía el abuelo- cuando tengas sueños, Dales vida aunque te traten de loco, pues si los abandonas romperás tu alma. Gracias a esa convicción logré mi carrera profesional.

Me arrepiento de no haber valorado en su momento el amor y el esfuerzo que significó cada rueda de sus trenes. Mis hijos hoy disfrutan con orgullo las artesanías del abuelo, y en especial aquellos que por años yo desconocí.

En su lugar de reposo le hice escribir una placa que expresa: “Te quiero mucho, papá”, empleando los mismos signos con los cuales el Abuelo Cachimba había grabado el último trenecito, los que eran en sistema Braille y decían: ”Hijo, siempre te amaré”. Y de ello estoy muy seguro aunque nunca me haya mirado a los ojos, porque aquella absurda carencia jamás le había permitido, ni siquiera, conocer el color del sol.

 

Autor: © Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

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