EL REY BATHAÚ.

 

Venían por él.

 

La hora desesperada que el Sumo Sacerdote le había presagiado un mes atrás, ya le explotaba en las manos. Pero, al anciano rey Bathaú, hijo del divino Rahú,

no lo vencerían tan fácilmente.

 

Venían por él, lo sabía, pero estaba preparado.

 

El malvado Kanahú, hijo adoptivo de su hijo muerto –pero heredero al fin –joven y ambicioso, no quería esperar a que su Rey partiera de este mundo cuando

los dioses lo llamaran entonando "el canto de la vida eterna" como lo mandaba el Theuskarmaderón. No esperaría, no. Quería asesinarlo. Quería ya mismo

su trono, es decir el poder y la riqueza que con él se heredaban.

 

El Theuskarmaderón, libro sagrado de los theronienses, escrito de puño y letra por Theus (dios del eterno devenir), y con la sangre de la circuncisión de

su primogénito Derón (el dulce intercesor), prometía la reencarnación de las almas de los buenos reyes, para que siguieran proveyendo con su amor, sabiduría

y protección, a las futuras generaciones. "El buen rey –decía el libro sagrado –será protegido por los dioses durante toda su vida hasta el día de su muerte,

que sucederá naturalmente. De manera calma, dulce y tranquilamente, su alma ascenderá a los cielos, un canto celestial la guiará hacia la morada de los

dioses que la recibirán amorosamente, la confortarán y la prepararán para su nueva vida".

 

Pero esto estaba reservado sólo para los buenos reyes; los malos, en cambio, "no gozarán de la protección de los dioses, sufrirán una muerte atroz y su

alma vagará eternamente en la oscuridad, padeciendo terribles calamidades".

 

El rey Bathaú no tenía miedo. Creía sinceramente haber sido un buen rey; el pueblo también lo creía así ya que lo reverenciaba con respeto y agradecimiento.

Por cierto que había cometido errores, era humano, y gobernar no siempre había sido fácil. Pero sus intenciones y sus esfuerzos siempre habían sido los

mejores. Sin embargo, esta rebelión, producida justo en el crepúsculo de su vida, le provocaba cierta inquietud. Bathaú sabía que los dioses lo protegerían.

Pero sabía también, que un buen rey, conocedor y respetuoso del carácter sagrado de la vida, debía defenderla por sus propios medios.

 

Afuera del palacio, el fragor de la batalla perdida se había casi extinguido. Pronto vendrían por él. Vendrían por él pero no lo encontrarían. No antes

que llegaran los refuerzos que había solicitado a su primo, el entrañable y poderoso rey Shaú.

 

Lentamente se apartó de su escritorio, fue en busca de la jaula de oro, la acercó a la ventana y la abrió despidiéndose de su viejo amigo, el ruiseñor,

con un cortés movimiento de cabeza. Luego, frente al espejo, acomodó minuciosamente sus vestiduras reales; echó un último vistazo a su amenazado trono

y, sin volver a mirar hacia atrás, se dirigió fuera de la sala hacia la escalera que lo conduciría al Panteón familiar.

 

Doscientos cincuenta y tres escalones más abajo, volvió a reencontrarse con los féretros, sobre pedestal de piedra, de sus seres queridos. Nuevamente sintió

que lo estaban esperando. Volvió a recorrer la sala féretro por féretro deteniéndose ante cada uno, acariciándolo y murmurando cosas. Quizás una oración,

un saludo. Tal vez una despedida.

 

Cuando llegó a la última tumba, la de su madre, repitió su ritual, sólo que esta vez duró un poco más de tiempo. Al finalizar, con lágrimas en los ojos,

posó su mano sobre el féretro de su madre y lo recorrió lentamente, de la cabeza a los pies. Allí se agachó, y tanteó en el piso buscando un resorte oculto.

Tiró de él e inmediatamente, se abrió una puerta en el pedestal que conducía, secretamente, a su interior.

 

Introdujo primero los brazos, luego la cabeza y los hombros; pero la cavidad, practicada en el interior del pedestal en forma paralela al féretro que sostenía,

era estrecha y algo corta, su interior húmedo, sucio y pestilente, y su superficie sin asideros no le permitía avanzar.

 

Podía escuchar como el enemigo (las fuerzas de su propio nieto) destruía su amado castillo buscándolo. Debía apurarse.

 

Salió e intentó penetrar en el agujero con los pies por delante. Fue inútil. Sus abultadas ropas le impedían el acceso y sólo logró fatigarse. Los soldados

comenzaban a bajar las escaleras, los oía perfectamente, debía darse prisa, pero sus viejos y cansados huesos no le respondían como antes.

 

Se puso de pie ya muy cansado, y comenzó a quitarse las vestiduras hasta quedar totalmente desnudo, luego las recogió y las escondió detrás de un viejo

mueble. Era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias.

 

Extenuado, fue a sentarse a los pies del pedestal, introdujo sus piernas flacas y, con las pocas fuerzas que le quedaban, comenzó a arrastrarse hacia el

interior empujándose con los brazos. La áspera y rugosa superficie del interior laceraba su cuerpo, lo hacía sangrar. Debió encoger las piernas hasta lastimar

sus rodillas para poder entrar completamente y, sólo a duras penas, cerrar la puerta-trampa.

 

Dentro del habitáculo la oscuridad era absoluta. El poco aire que contenía hedía una pestilencia insoportable. Su sangre y su sudor se mezclaban con la

porquería del ambiente. Desfallecía, no podía respirar. Debía resistir. Al principio sólo podía escuchar los latidos de su propio corazón pero, al poco

tiempo, el lejano rumor de pasos fue "in crescendo" hasta convertirse en un estruendo que colmaba la sala. Ansiaba desesperadamente un poco de aire puro,

deseaba salir a buscarlo, pero debía resistir... debía resistir... debía...

 

Creyó despertarse. ¿Se habría dormido? ¿Habría perdido el conocimiento? ¿Cuánto tiempo...? ¿segundos...? ¿minutos...? ¿¡Qué importaba!? Seguía encerrado

en el mismo lugar. Afuera los ruidos habían disminuido aunque persistían. No lo soportaba más, tenía que respirar. Tenía que salir, morir por morir, no

quería morir en la oscuridad sino en la luz, como había vivido siempre. Empujó con las piernas pero las fuerzas no le alcanzaron para lograrlo. Lo intentó

de nuevo, pero fue inútil. De pronto, intuyó una luz que penetraba; no podía verla, no podía abrir los ojos pegoteados con porquería. Sintió una mano que

aprisionaba con fuerza su cabeza. Luego, una voz desconocida, pronunció una frase extraña, en un idioma... incomprensible. Dijo algo así como:

 

–Enfermera, fórceps, por favor.

 

Autor: Omar González.

Nota del autor: Agradezco la colaboración de mi maestro y amigo Pedro Higuera.

 

 

 

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