LA CASA DE LOS AROMOS

La casa de los aromos está cargada de misterio. La conocimos también como la estancia de los Cooper. Está enclavada en la loma; una antigua y sólida portera de campo nos aísla de ella. Sólo podemos ver parte de sus techos, algo de un tejado, la ventana del mirador.

Los frondosos aromos ofrecen sus flores amarillas que en racimos parecen copiar del sol su color, luciéndose sobre las verdes hojas que parecen un manto que la tierra generosa levantara para sostener tanta belleza entre su corteza y el cielo.

Nada más se ve desde mi casa. Tampoco si nos acercamos ya que son los aromos los aparentes guardianes del misterio de aquella gran casa que hace disparar la imaginación y los cuentos de los ancianos.

El campo se extiende verde y vivo, cruzado por el arroyo que entre piedras canta su canción de vida con el coro de los pájaros nativos que en paz viven y se reproducen, oyéndose sin pausa sus cantos diurnos. En las noches de luna llena cuando la dulce brisa estival nos mantiene despiertos, podemos oír con claridad a los habitantes de la noche que con tranquilidad viven su ciclo.

Dicen los más ancianos que allí vivió aquella familia rusa que tenía muchas colmenas y que entonces el sonido de las abejas trabajando era como un motor de vida; esa vida dulce en la que trabajaba aquella familia rusa de piel curtida por el sol. Ellos hablaban poco porque su lengua era extraña pero el señor Klamarenko se entendía bien con los pocos habitantes del lugar a los que invitaba con su miel y algo muy especial: el vino de miel.

Entonces los campos estaban siempre floridos, era de aquellas floridas siembras que las laboriosas abejas obtenían su néctar...

No se sabe cuándo fue que los rusos se fueron... de boca a oído se trasmite la historia y las anécdotas de aquella gente de hablar raro, piel curtida, sonrisa simple y ojos muy azules.

Los árboles frutales sin la poda crecen y ocultan todos los días algo más de aquella casa.

Montada en mi caballo intentaba elevarme para tratar de ver algo más... la curiosidad era cada vez mayor. El silencio de la siesta con la vigilancia de los mayores era un disparador de esa mezcla de curiosidad, imaginación y temor; la idea no se aparta de mi mente, los concejos resuenan en mis oídos:"No te acerques, no se puede entrar en casa ajena..." y la larga sucesión de recomendaciones de siempre.

Mientras la vegetación crece, en una noche de tormenta cuando se desata un temporal de viento y agua, algunos de los aromos más antiguos se desploman. Al otro día el panorama es diferente, es como si una dualidad misteriosa dijera que no quiere seguir ocultando aquella casa, pero también los guardianes caídos no ceden el paso sino que lo obstaculizan.

Algunos días después se ve a un hombre alto, muy alto y delgado... nadie lo conoce. Yo paso en mi caballo pero no a paso lento; ahora el corazón late con más fuerza y mis talones le dicen al equino que debemos pasar más rápido y alejados del alambrado que separa la casa de la calle. Ahora las cosas cambian, siento más temor, o talvez desconfianza… en silencio trato de saber lo que los adultos dicen del nuevo habitante de los aromos.

El hombre es lampiño, muy blanco, delgado y no usa sombrero. En el campo todos usamos sombrero, no es bueno tener la cabeza al sol, según el decir de los mayores.

Al fin me entero que el hombre es Don Agustín Gómez. Sólo eso se sabe pero la gente ahora le dice no por su nombre sino por su característica física: "el pelado Gómez".

Hay ahora otra cuota de misterio: en mi guardia constante de aquella casa veo andar en silencio entre los árboles la silueta misteriosa del hombre alto, ‘menos mal que no tiene barba’ me digo mientras recuerdo el terrible cuento de Barba Azul.

Ahora tiene perros ¡son cuatro grandes perros! ladran fuerte... la ventana del mirador sigue inmutable.

Cuando el sol da sobre los vidrios parece que hay siluetas, ¿quién estará allí dentro?

Tal vez alguien olvidado, tal vez alguna persona que no puede caminar o… ¿y si es un fantasma?

Oí decir que cuando la gente muere y esperó en su vida a alguien que no llegó su espíritu sigue aguardando. ¿Sería ese hombre alto, lampiño y silencioso quien debía llegar antes?, ¿por qué no acudió a tiempo?

Oí decir a mi padre que Don Agustín vino desde lejos y que es familiar de los Cooper.

Desde ese día me apego más a mi padre, él seguramente sabría más de aquella casa y ese misterioso señor.

Pasan los días, todo está igual; los comentarios han menguado, hace días que no veo la alta figura de Don Agustín. Los perros están y ladran mucho, en la noche se escuchan aullidos lastimeros, algunos dicen que esos aullidos traen mala suerte; mi padre dice que no es verdad, que sólo es un perro que está atado o que extraña a su dueño.

Han nacido varios corderos, es la época de parición. Todo es vida nueva, los campos reverdecen y la policromía da esa señal inequívoca de la vida nueva. En el monte de naranjos las frutas remedan al oro en su color, el perfume es tentador. Las aves de corral lucen a sus polluelos y todo es vida que bulle.

En una mañana los vecinos alarmados descubren que varios corderitos han sido devorados. Ahora la alarma es general y se turnan para encontrar al predador. En la casa de los aromos no se ve a nadie, tampoco a los perros, y otra vez surge en mí aquella fuerza de querer saber más sobre aquel misterio. No he dejado de mirar la ventana del mirador.

En esa tarde cuando todo se anuncia como tranquilo, cuando no se oye nada especial, sólo a las aves nativas que viven sin prisa… eso es señal de paz. Entonces me atrevo y con el corazón latiendo mas fuerte, con el cabo del rebenque levanto la argolla que sostiene la parte superior de la portera enganchada y hago lo que siempre he querido: entrar en ese espacio de los vigilantes floridos, cruzo por entre los aromos, y bajando mi cabeza contra el pescuezo del caballo me hago más baja y paso entre los árboles frutales que rodean la casa. Me detengo entre unos enormes y añosos guindos; el perfume de los frutos maduros me hace olvidar en algo mi susto. Es que todo se siente tranquilo. Tomando confianza me vuelvo a mi postura normal de jinete, extiendo mi mano y tomo una guinda, roja, perfumada y muy dulce. Luego será la segunda y la tercera...nada me urge y las guindas son deliciosas. Giro en torno al árbol y olvido mi curiosidad; tan absorta estoy en el disfrute que solo eso me entretiene pero oigo crujir unas ramas y en ese momento veo la altísima figura de Don Agustín

¡Creo que voy a morir! quedo dura y casi helada de miedo, todo cuanto me han dicho pasa a la mayor velocidad por mi mente, estoy petrificada, no sé qué hacer ni qué decir. No creo poder salir de allí; la cara de aquel hombre se me antoja espectral, talvez no sea real. Está detenido y me mira, no sonríe, tampoco gesticula; no se parece a nada conocido, Siento que el corazón se me sale del pecho y que mis padres están lejos, que mi mamá me dijo que los desconocidos... oigo una voz que viene no sé de dónde y me dice:

- Buenas tardes, ¿usted es la hija de Don Taco?, ¿no tiene temor de comer frutas sin lavar? Regrese a su casa y dígale a Don Taco que Don Agustín Gomes lo saluda. Tenga cuidado con las ramas porque esto está muy dejado de la mano de Dios. Vaya despacio y no se preocupe de la portera, yo la cierro...

Nada pude responder. No sé cómo llegué hasta la portera y alcancé la calle.

Autora: Marie Díaz.

Montevideo, Uruguay.

mariediaz@adinet.com.uy

 

 

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