ARENA Y SACRIFICIO
Abatido después de tantas ansiedades,
finalmente se cumplió mi sueño: un anhelado viaje con mi amada Karen por diversas
partes del mundo. Así fuimos alternando aviones, escalas, continentes y
estadías.
Durante uno de esos vuelos, con gran
asombro, un grupo de terroristas se apoderó de la aeronave. ¡Eso era un
auténtico secuestro! En consecuencia, aterrizamos ignorando en qué lugar lo
estábamos haciendo. Tensiones, eternas demoras y negociaciones se fueron
sucediendo. De pronto y en un confuso episodio nos liberaron junto al resto del
pasaje. Sentí temor por la integridad de Karen y en busca de protección
corrimos a la deriva, esquivando disparos y explosiones. Pero insólitamente una
patrulla de soldados nos detuvo a Karen y a mí tratándonos como si fuésemos
terroristas. Al rato y sin entender nada, aprovechamos el estallido en uno de
los vehículos que nos trasladaban y en medio de la agitación pudimos huir de
esa horrible situación. ¿Pero adónde ir? ¿A quién recurrir? Pues ni siquiera
sabíamos dónde estábamos.
Acercándonos a una ciudad desconocida,
nos encontramos con un adolescente que se compadeció de nuestro aspecto y
pudimos dialogar mezclando mi pobre inglés con gesticulaciones desesperadas.
Sin dejar de mirar con ojos libidinosos a mi amada Karen, el joven se ofreció
para guiarnos hasta un refugio. La desconfianza era total pero el miedo era
peor aún. Allí nos presentó a un hombre alto y de cuerpo fornido, tez morena y
de penetrante mirada. Su exótico rostro lucía impávido, como si fuese un
supremo. Tendría unos treinta y cinco años de edad. Toda su vestimenta era
blanca, de la más pura seda. En su cabeza un turbante con una esmeralda
incrustada de varios rubíes que formaban una estrella. Por suerte este hombre
dominaba varios idiomas y, en español, dijo llamarse Abdulaziz Jassaf. Nos
advirtió que éramos intrusos en la Casa de Sau, en Riad, capital de Arabia Saudita.
La dramática recepción militar nos había condenado y por ello estábamos en
serios problemas. Deben huir de inmediato o serán despedazados. -Enfatizó
seriamente el anfitrión.
Al señalar un mapa y trazarlo con el
dedo índice, comprendimos rápidamente que eso significaba que, para sobrevivir,
deberíamos enfrentarnos al mismísimo desierto del Sahara, y se nos frunció
hasta el alma. Si había algo que yo detestaba, era la arena. ¿Pero adónde,
cómo, con qué, con quién hacerlo?, esas preguntas antes de manifestarlas,
fueron expresadas en nuestros rostros.
- Yo podría guiarlos –Dijo Abdulaziz-,
pero eso tiene su precio… y es muy, muy caro.
Intentamos explicarle que éramos
argentinos, que sólo poseíamos la tarjeta de crédito, y que no contábamos con
la posibilidad de acercarnos a ningún banco.
- ¿Argentinos? ¡Ah, Me alegra que sean
sudafricanos! Merecen mi ayuda.
- ¿Sudafricanos nosotros?... Evitando
contradecirlo, le anticipé nuestras gracias y le repetí que dinero no había, ni
un mísero dólar. Asintió con la cabeza pero enseguida la remató arrojando una
terrible propuesta:
- Los pondré a salvo, -agregó Abdulaziz
Jassaf- pero luego, en recompensa, esta bella mujer se convertirá en una
agraciada de mi harem.
Apenas terminó de pronunciar ese
improperio, tomé un sable que estaba a mi alcance y, enceguecido por la
indignación, intenté dividirlo en dos. Él utilizando astucia y su agilidad pudo
impedirlo. Arrebatándome el arma lanzó una carcajada mientras me presionaba
contra el suelo.
- ¡Muy bien, muchacho! ¡Eres de los míos!–Gritó
alegremente. Así se defiende a una dama. Hay que ser un caballero con los
hombres, galante con las mujeres, tierno con los niños e implacable con los
malvados, como dice mi hermano Kalimán. Yo soy un jeque, o sea un superior
entre los musulmanes y soberano en mi territorio. Además me apasionan las
aventuras y el peligro. ¡Iremos juntos, prepárense!
A eso de las nueve de la noche ordenó el
alistamiento para la partida. Supuse que los vehículos tipo 4x4 adaptados para
la arena eran lo indicado y no me equivoqué, sólo que para ese viaje nos habían
preparado un camión de carga y luego el trasbordo al lomo de los camellos. Yo
tenía experiencia en montar a caballo y me preocupaba Karen porque apenas lo
había hecho en la calesita, en el tiovivo del barrio, y estos dromedarios no
eran cosa fácil ni confiable.
Salimos a medianoche y en pocas horas de
marcha estuvimos en pleno desierto, sobre la detestable arena. Formábamos una
caravana, algunos montados y otros iban a pié. Además del jeque Abdulaziz y nosotros,
los veinte acompañantes eran sarracenos, habitantes del Sahara. La primera
sorpresa la tuvimos al amanecer cuando se nos arrimó una jauría de hambrientos
coyotes en busca de comida, y de ser posible carne humana. El jefe árabe
lanzando carcajadas, mientras agitaba su gigantesco látigo, ahuyentó a los
canes salvajes. El incidente nos aterrorizó, aunque el jeque Jassaf nos calmó
advirtiéndonos que eso no era nada si lo pudiéramos comparar con los peligros
que asechan las arenas. ¿O por qué creen ustedes que traemos a veinte hombres
con rifles? –Prosiguió- aquí se necesita mucha serenidad y paciencia, pues
quien domina la mente lo domina todo… pero si hay armas, ¡mejor y más rápido!
Por la tarde armaron varias carpas,
comimos no sé qué porquerías y luego nos alistamos para descansar. Exhausto,
tomé la mano de Karen, un crucifijo en la otra y rogué la protección de Dios,
porque estábamos vivos aún en ese lugar, en ese inmenso mar de arena que se
movía a merced de los vientos y la violencia. Poco y nada duró aquel reposo ya
que un griterío nos alertaba de un ataque de los beduinos. ¿Y esos quiénes son?
–Pregunté-. Me explicaron que eran árabes nómadas que viven en el desierto,
algo así como gitanos o hippies. Temblando, abracé a Karen y desde el interior
de la carpa espiamos el suceso. Un dromedario se acercaba con parcimonia
trayendo a un beduino hacia al campamento, mientras más atrás un grupo de su
tribu esperaba atento el desenlace. El beduino comenzó a gritar mientras hacía
gestos de querer comer, y como su acento era tan inculto los sarracenos se
echaron a reír burlonamente. Enojado frunció el entrecejo de su cara barbada.
Era un tipo de dos metros de estatura y vigorosa complexión, parecía ser un
puñado de músculos con un colorido turbante y enormes ojos. En sus movimientos
se lo notaba muy diestro con una espada de doble filo, con la cual podía
atravesar un cráneo, cuello y otras cosas de un solo golpe. Nos produjo
escalofrío.
El jeque Abdulaziz Jassaf ordenó
entregarles víveres a esos muertos de hambre para que se marcharan en paz y así
se hizo. También nos comentó, como ejemplo, que en la vida uno debe ser
generoso y solidario con quienes lo necesitan. Mientras tanto, el jefe de los
sarracenos y sus hombres salieron tras ellos. Al regresar trajeron varios
camellos, los mismos víveres y el armamento de los beduinos.
- No entiendo bien, don Abdulaziz, -le
dije- no comprendo esa solidaridad de la que usted habló. Por un lado les dan,
por otro les sacan…
- Entiéndeme jovencito occidental, -me
interrumpió- Si nosotros le damos el ejemplo, esos beduinos ¡también deben
practicar la solidaridad con nosotros! Uno debe satisfacer ansias íntimas del
ser humano, bajo los conceptos de paz, amor, razón y respeto. Se debe poner
siempre por encima de la fuerza bruta y del materialismo sensual, la fuerza
superior del espíritu y el poder inconmensurable de la mente humana, pero si
hay armas… ¡siempre será mejor y más rápido!
En realidad, cada vez lo comprendía
menos, pero debía continuar, pues era el camino a la vida y mi objetivo era
salvaguardar a mi amada Karen. Al día siguiente, al estar acampados junto a un
oasis, surcó el cielo un avión Airbus y se produjo un alboroto porque todos
corrían dispersándose entre las dunas. Pensé que habían enloquecido de repente.
Pasado el momento, Abdulaziz Jassaf, respiró profundo y nos pudo contar que
tuvieron temor de que ese avión fuese israelí y que arrojara sus bombas, como
es la costumbre de esta gente judía. Seguía más confundido sin comprender nada,
sentía que el mundo era blanco o era negro, que se dividía en los buenos y los
malos, pero no sabía quién era quién. Como el jeque demostraba sabiduría y
tenía una respuesta para todo, le pregunté: ¿Qué es lo que sucede entre
musulmanes y judíos?
- ¡Aaah, el judaísmo y nosotros! El dilema
es ¿Quién es David y quién es Goliat? Entre el Mediterráneo y el río Jordán,
Israel es un poderoso y despiadado Goliat y los musulmanes son David. Si uno ve
a Israel en el marco del mundo árabe e islámico, entonces Israel es David y
nosotros, los árabes somos Goliat. Todo es cuestión de como se lo mire. Si bien
llevamos muchos años de enfrentamientos no dejamos de buscar la paz, por eso
vivimos acumulando pólvora.
- ¿Paz y pólvora? –Murmuré y no pregunté
más. Después de explorar las dunas de esa horrible arena en busca del mejor
camino hacia el próximo oasis, seguimos avanzando en cauteloso silencio. El
viento del norte nos penetraba las carnes mientras caminábamos bajo un sol
aplastante. Una vez llegados, acampamos en el oasis. Los sarracenos dormían, menos
uno que había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse. Yo no podía
dormir y escuché cuando llamó a otro y le propuso abusar de nosotros… Eso me
inquietó demasiado, dentro de esa carpa que no era muy grande y en ella solo se
pisaba arena, se masticaba arena y se respiraba arena. De pronto irrumpió un
hombre de ojos saltones con una sonrisa sarcástica, dirigiéndose directamente
hacia mí. Traté de proteger a mi amada Karen, pero ya no la encontraba a mi
lado. Palpaba mi alrededor desesperado y solo hallaba arena, arena y más arena.
¡Maldición! –grité. Un escalofrío corrió por mi cuerpo cuando ese tipo con
aspecto de gorila me zamarreó. Sentí enmudecer y me esforzaba por gritar
llamando a mi Karen:
- ¡<Karen, Karen! ¿Dónde estás mi
amor? ¿Te ha tragado esta maldita arena?
A todo esto, el beduino degenerado
seguía zamarreándome y hasta dos cachetazos sonaron en mi cara, aunque yo no
dejaba de repetir el nombre de mi amada una y otra vez, entre las penumbras de
la noche. Sentí que era el Último Hombre en el mundo, sólo en un desierto de
arena, de esa maldita arena. Estaba, por decirlo así, al final de la atadura
del tiempo. Como algo mágico empecé a ver una luz candente, al tiempo que esa
bestia, con una gruesa y despectiva voz me gritaba:
- Son las siete de la mañana… ¡Yo soy
Ramón, el capataz! A la perra Karen hay que agradecerle que cuida la obra en
construcción del edificio, porque lo que es usted, durmiendo la borrachera en
la pila de arena, ¡Es un sereno que no sirve para nada!
Autor: ©Edgardo González. Buenos Aires,
Argentina.