LA CALLE DE LAS ÁNIMAS

 

Todo sucedió hace ya muchos años, en el siglo XVII. La aparición repentina de unos extraños seres dolientes venidos del más allá aterrorizó por aquellos días a los habitantes del pueblo de Tacubaya. Decían que se trataba de auténticas almas en pena que agobiadas por los pecados cometidos en vida arrastraban sus culpas por esos rumbos del poniente de la ciudad de México.

 

La sorprendente historia estremeció de pies a cabeza a los tacubayenses y fue trasmitida de una generación a otra. Los padres la contaban a sus hijos, y éstos a su vez a sus descendientes. Los espeluznantes hechos ocurridos, que a más de uno le pusieron los cabellos de punta, pasaron de boca en boca, convirtiéndose así en una de las muchas leyendas de la tradición popular mexicana que en su momento le dieron nombre y presencia a una de las calles de nuestro histórico distrito Federal.

 

VISIONES MACABRAS.

 

En aquella época, contaban los lugareños del entonces apacible y solariego pueblo de Tacubaya, que al atardecer, a medida que se iba oscureciendo el día, la gente poco a poco regresaba a sus respectivas casas luego de haber cumplido con sus habituales responsabilidades de trabajo. Afuera, en las calles empedradas y polvorientas, allá de vez en vez interrumpía la calma el trote acompasado de algún caballo, el melancólico rebuzno de algún burro fatigado por la jornada del día, y los ladridos de los perros por aquí y por allá, que anunciaban a sus dueños y vecinos la presencia de personas ajenas que caminaban a esas horas entre las nopaleras y los magueyales. Ese era el panorama y la rutina de todos los días en aquel rumbo de Tacubaya.

 

Ocurrió una noche, después de las ocho, cuando ya la gente se hallaba en el interior de sus casas y jacales, de pronto los perros comenzaron a ladrar en forma incesante, y por demás angustiosa, como si algo extraño ocurriera. Algo habían visto escurriéndose en aquella penumbra, entre las sombras de la noche apenas iluminada por la tenue lucecilla de la luna menguante. Alguien alcanzó a escuchar muy cerca de su casa los pasos apresurados de una persona que corría por las entonces mal trazadas y retorcidas callejuelas del rumbo. Aquel individuo, un comerciante de hortalizas, de unos veinti tantos años, que regresaba en esos precisos momentos a su casa con un costal de yute vacío al hombro, apenas estuvo delante de su joven esposa, de unos catorce años de edad, que atizaba el fuego del anafre de carbón donde calentaba una olla de barro con café y echaba las tortillas en el comal, le contó, luego de reponerse del tremendo susto , y aún tembloroso de pies a cabeza y con la boca un tanto reseca, que acababa de ver allá muy cerca de la parroquia a una procesión de ánimas en pena.

 

Refirió con vivo estupor que a su paso vio a esos espíritus errabundos, que bajaban ordenadamente en fila desde la cima de la loma y se dirigían hacia el convento de los frailes dominicos de tacubaya. Dijo a su joven esposa que esas almas en pena eran como nubes luminosas.

 

¡Nubes a estas horas...! ¡Eso no es posible! –Exclamó la muchacha con evidente incredulidad.

 

¡Eso no puede ser! –Prosiguió-. Seguramente es la neblina.

 

No, no es neblina. –Replicó de inmediato el jovenzuelo-. Yo las vi con mis propios ojos. Eran nubes de las cuales surgía un resplandor muy extraño. ¡Son espantos, son almas en pena!

 

¡Pero qué cosas dices! Eso no existe más que en la imaginación de la gente. –Continuó la muchacha, que a pesar de mostrarse un tanto incrédula, en su fuero interno albergaba cierto miedo disfrazado de aparente seguridad.

 

¡Asómate, asómate allá afuerita! No estoy diciendo mentiras. Si ahora mismo te asomas a la puerta, vas a ver qué cosa tan horrible.

 

Entonces, la joven esposa, un tanto vacilante, se apartó por un momento del anafre. Abrió la puerta de la casucha de madera. Alargó la mirada escudriñando en la espesura de la noche fresca de aquel otoño, y no vio nada. Sin embargo, los perros aún continuaban ladrando en los alrededores.

 

Ya ves como no hay nada afuera. Sólo es tu imaginación. –Sostuvo la muchacha y cerró la puerta.

 

Al día siguiente, como sucedió también en los subsecuentes, otros vecinos del pueblo de Tacubaya fueron testigos presenciales de la extraña aparición. De igual modo, quedaron atónitos cuando vieron allá en la distancia, en las primeras horas de la noche ese singular desfile de almas en pena. En cuanto se percataban de la proseción de aquellos seres venidos de ultratumba, materializados en forma de nubecillas luminosas, de inmediato se echaban a correr despavoridos entre las nopaleras en busca de refugio seguro. Temían ser alcanzados y atrapados por alguna de esas ánimas vagabundas.

 

 No se trataba de una simple masa vaporosa, eran numerosas nubes corpóreas que bajaban al paso por la escarpada pendiente del cerro. Todos los habitantes de esa zona coincidieron en lo mismo: que dichas ánimas venían de allá del rumbo del Molino de Valdés. Pasaban sigilosas por los llanos y los sembradíos de Huitzilan y Tlacateco, muy cerca del santuario de la santísima Trinidad y a un costado de la casa del arzobispado.

 

Los vecinos que las vieron afirmaban que tales ánimas destellantes de luz a veces bajaban al ras del suelo, y avanzaban penosamente arrastrándose sobre el empedrado de las callejuelas solitarias a esas horas de la noche. Más adelante se elevaban a las alturas, daban vuelcos en el aire, o permanecían suspendidas, imperturbables, envueltas en un sutil velo de misterio indescriptible. Avanzaban unas detrás de otras. Finalmente se perdían en el horizonte nocturno sin dejar ningún rastro de su enigmático paso por aquellos parajes.

 

¿Qué hacer para lograr el definitivo y eterno descanso de esas almas en pena? –Se preguntaba la gente con tal incertidumbre, sin dar con la respuesta exacta. Nadie dudaba que se tratara de ánimas pecadoras que volvían a este mundo en busca del perdón.

 

¿Qué más se podía hacer aparte de rezar fervorosamente por ellas, de implorar a dios que las exculpara de todo lo malo que hubieran cometido durante su vida pasada?

 

Un grupo de vecinos consultó entonces a un bachiller en teología muy leído y sabiondo. Cuando estuvieron delante de él, atisbando tras sus gafas redondas y dándole una profunda fumada a su grueso puro, escuchó con atención el relato. Una vez concluida la narración de las extrañas apariciones nocturnas, movió la cabeza, retiró con un pañuelo de seda de Manila el copioso sudor que escurría por su descubierta frente, y con mucha gravedad y preocupación confirmó las sospechas de aquella gente sobre el origen de esas nubecillas luminosas. “No cabe la menor duda, son almas en pena. –Argumentó con firmeza el estudioso de la fe católica-. Es muy probable que sean espíritus que tiempo atrás murieron cruelmente a manos de la santa Inquisición acusados en vida de herejía, de prácticas brujeriles o satánicas, o quizás fueron ajusticiados por adulterio o despojo de bienes”.

 

Les aconsejó que protegieran sus casas rociando todos los rincones con agua bendita tomada de la pila bautismal de la iglesia de los Dominicos, mejor conocida como La Candelaria; también encargó a las mujeres que todos los días rezaran el Rosario en punto de las seis de la tarde; y que platicaran a este respecto con los propios frailes dominicos y muy en particular con don Juan de Aguilar, tribuno del santo Oficio en Tacubaya.

 

El caso es que también los religiosos de la Orden de santo domingo estaban verdaderamente asustados, debido a que justo en la cúspide del campanario de la iglesia esas mismas nubes luminosas revoloteaban todas las noches después de las ocho, deteniéndose por momentos ante el enorme crucifijo de piedra que se encontraba en las alturas del templo. Desde la primera aparición de aquellas ánimas dolientes, los frailes y las monjas del convento postrados ante la imagen de su santo patrono rezaban misericordiosamente para que Dios Nuestro señor se apiadara de ellas y les permitiera el descanso eterno.

 

VOCES AGÓNICAS.

 

Transcurrió un día más. Apenas languideció la tarde, los ladridos y prolongados aullidos de los perros anunciaron como de costumbre la terrorífica aparición. Desde ese momento, todas las casas de los confines de tacubaya permanecían cerradas a piedra y lodo, como si fueran las mismitas tumbas del cementerio herméticamente encriptadas. Nadie, absolutamente nadie se atrevía, ni por descuido, a asomarse para curiosear el fenómeno de todos conocido. En el interior de las residencias de los potentados, lo mismo que en las humildes casuchas de la gente de a pié, se escuchaba el murmullo de los rezos y las jaculatorias implorando con devoción y angustia a la santísima virgen de Guadalupe y a Dios Padre Omnipotente que acabara de una vez por todas con aquella horrenda pesadilla.

 

Pocos días después, con asombro la gente atestiguó el resultado de sus oraciones. Las ánimas no volvieron a deambular por esos rumbos. Sin embargo, una semana más tarde, al viernes siguiente, a partir de las ocho de la noche reaparecieron en medio de la negrura del cielo. Esta vez eran más numerosas aquellas nubes corpóreas, aquellos espíritus revestidos de luz fosforescente y difusa. Quienes las vieron comentaron impresionados que dichas nubes cambiaban de forma, de color y de tamaño. Esta vez, el suceso fue aún más aterrador. Nuevamente los vecinos se refugiaron en sus casonas y jacaluchos. Los niños lloraban paralizados por el miedo, pues temían que alguna de esas almas en pena entrara a la media noche o en la madrugada para llevárselos al más allá. Las mujeres volvieron a tomar el rosario y arrodilladas rezaban hasta que el sueño cerraba sus ojos.

 

Con el paso de los días, las oraciones apaciguaron a las almas fugitivas hasta cierto punto. Los viernes se convirtieron en el día predilecto de aquellos seres atormentados. Reaparecían como de costumbre, desfilando cuesta abajo por la loma con rumbo al templo de los Dominicos. Esta vez, las nubes tomaron formas vivientes, se materializaron como lánguidos esqueletos, o arropadas con hábitos clericales, con el rostro descarnado y las cuencas vacías emitiendo destellos fosforescentes. Desde la distancia se escuchaban dolientes quejidos, lastimosos alaridos y voces agónicas que suplicaban al unísono: “¡Señor, ten piedad de nosotros...!” “¡Cristo, lava nuestras culpas!”.

 

 El ulular del viento y el aullido de los perros hacía más tétrico el panorama. A su paso, los huesos de aquellos seres crujían; ruidos de cadenas arrastrándose sobre las piedras de las calles acompañaban la penosa marcha. En más de una ocasión, al amanecer del siguiente día, los lugareños de tacubaya al momento de encaminarse a sus labores cotidianas encontraron entre las milpas el cuerpo ya sin vida de algún parroquiano trasnochado que fue sorprendido por las ánimas. Otros noctámbulos que lograron escapar milagrosamente de la potestad de la muerte, narraron horrorizados su encuentro con aquellas siniestras criaturas; ellos las vieron con sus propios ojos, cara a cara, y contaron a sus familiares y vecinos que se trataba de esqueléticos cadáveres envueltos en sudarios blancos que olían a trapo chamuscado y que llevaban en las manos grandes cirios verdes, que proyectaban a su paso sombras aterradoras. Estas almas penitentes emitían profundos suspiros, ayes de dolor, y luego de avanzar algún trecho caminando con lentitud, poco a poco se elevaban convertidas nuevamente en nubes luminosas.

 

Tiempo después, alguien averiguó por aquí y por allá el origen de aquellas siniestras apariciones. Se supo entonces que aquellos seres venidos del otro mundo eran las almas de los judíos que vivieron años atrás en el pueblo de tacubaya, justo en el perímetro del Molino de Valdés. Uno de esos judíos fue Sebastián Cardoso que le arrendaba al inquisidor Medina y rico una de sus muchas fincas en aquellos rumbos de la ciudad de México. Dicen que ese hombre de sangre judía fue sorprendido por un religioso cuando en plena misa, durante la consagración eucarística escupió en el suelo. Asimismo, se supo que Manuel de la Riva, un comerciante también judío fue ajusticiado, lo mismo que cardoso, por el Tribunal de la Santa Inquisición acusado de usura y profanación de imágenes sagradas.

 

SANGRIENTA INFIDELIDAD.

 

Otra de las almas en pena fue la de don Antonio Rocafuerte y Samaniego, quien llegó en el siglo XVII a la Nueva España. Lo mismo que sus padres, para esas fechas ya fallecidos, se convirtió por conveniencia personal al catolicismo. A los 45 años de edad, una vez afincado en una solariega quinta de Tacubaya, fue llamado a trabajar en el despacho de comercio y finanzas del Virreinato. Su esposa, Maura del Toro, veinte años menor que él, nació en Sevilla, y aunque procedía de buena cuna era totalmente iletrada; no obstante, la muchacha de cara angelical y pícara sonrisa, aprendió de su esposo los buenos modales para comportarse con toda propiedad en las reuniones sociales.

 

Se cuenta que este peninsular era un gran apostador en las peleas de gallos. De esta suerte amasó una cuantiosa fortuna que, a su vez, le permitió comprar varias haciendas en Texcoco. Al cabo del tiempo renunció a su empleo burocrático para vivir única y exclusivamente de sus rentas. A menudo, él y su esposa organizaban suntuosas fiestas y comelitones en su casa a las que acudían encumbradas personalidades de la época. En una de esas reuniones, Maura conoció a un joven pintor criollo. Ambos se gustaron a tal punto que ella pasaba día y noche soñando con el artista. Después del tercer encuentro, durante una tertulia, Adelino Ruiz, que así se llamaba el pintor, le deslizó discretamente a la muchacha una carta de amor, que ella guardó de inmediato en su regazo.

 

En las primeras Horas del día siguiente, don Antonio, completamente ajeno a lo que sucedía entre su esposa y el artista, salió de viaje a Nueva Galicia (hoy, estado de Jalisco) para atender sus negocios personales. Apenas se alejó el lujoso carruaje tirado por cuatro briosos caballos, la muchacha corrió a su habitación, sacó de una cajita de madera la carta perfumada y leyó, trémula de emoción, todo su contenido. Cuando terminó de leerla, la besó una y otra vez, mientras que una lágrima enamorada escapaba de sus ojos azules. ¿Cómo corresponderle al artista? Se preguntó a sí misma... Ella no sabía la dirección de su casa y no era correcto que una dama de sociedad, y mucho menos comprometida en matrimonio, fuera a buscarlo hasta su casa.

 

Transcurrieron los días. Maura, que en el fondo no amaba a su esposo, pasaba las noches en vela añorando la presencia de Adelino a su lado. Ella quería fugarse de la finca, correr al encuentro del pintor, pero todo eso nada más era un sueño imposible. De pronto, una tarde, cuando todavía el señor Rocafuerte estaba de viaje, llegó el pintor hasta la casona de Maura. Atónita, la muchacha no podía creerlo. Ambos estaban frente a frente. Sin pensarlo, en el acto se besaron y se abrazaron apasionadamente.

 

Esa noche, Maura y Adelino durmieron juntos. Al amanecer del día siguiente, cuando los gallos comenzaron a cantar en el corral, el muchacho se disponía a salir de la finca antes de que la servidumbre se despertara cuando repentinamente se escuchó el galope de un caballo. Sobresaltada la muchacha, le suplicó a adelino que se fuera lo más pronto posible ya que una corazonada le decía que su marido acababa de regresar a la finca. No hubo tiempo para huir. Antes de trasponer el huerto, don Antonio Rocafuerte vio al artista que inútilmente trató de esconderse detrás de un árbol. En segundos lo alcanzó, y sospechando lo que había ocurrido durante la noche, desenfundó su espadín, de un salto bajó del caballo, y sin mediar explicaciones le cortó la cabeza a Adelino.

 

La muchacha, que había presenciado desde lejos la sangrienta escena, no dejaba de llorar angustiosamente. Su marido, cegado por la ira, se aproximó a ella blandiendo su espadín, y de igual modo como acababa de hacer con el artista, también le cortó la cabeza. Agobiado por la traición de su esposa, el peninsular se quitó la vida en ese momento. Desde entonces el alma atribulada de aquel hombre no tuvo descanso.

 

También, entre las almas en pena se encontraban varias mujeres pecadoras, unas acusadas de brujería y otras más que fueron sorprendidas por sus propios maridos en adulterio con sus amantes. Tres de ellas llevaron en vida el mismo nombre: blanca Ribera, madre e hija, y Blanca Rodríguez Violante; además de Beatriz Ramírez Isabel Juárez y Elena de Silva.

 

 Aquellas macabras apariciones continuaron todavía durante mucho tiempo más. Los frailes dominicos esparcieron agua bendita, una y otra vez, por la mañana, al medio día y en el crepúsculo; recorrieron las callejuelas del pueblo de tacubaya, rosario en mano, rezando Padres Nuestros y Aves Marías por el eterno descanso de las ánimas. Incluso, se dice que practicaron varios exorcismos en más de una ocasión. Sólo así pudieron devolverle La tranquilidad a los tacubayenses.

 

Para hacer aún más perdurable el recuerdo de esta historia, con el paso de los años, los propios vecinos de Tacubaya pusieron en la calle colindante con el convento y parroquia de los dominicos, un retablo con la imagen de unas almas en el Purgatorio. A partir de ese momento, la calle conocida en el siglo XVII con el nombre de El Chopo, fue rebautizada como la Calle de Las Ánimas. Finalmente, a principios del siglo pasado, cuando dieron comienzo los primeros trabajos de urbanización de Tacubaya, se cambió el nombre de Calle de las Ánimas por el de Mártires de la Conquista. Dicha calle que hoy en día cruza de oriente a poniente desde Patriotismo, pasando por avenida Revolución, y a un costado de la Alameda de Tacubaya, hasta rematar en la intersección de Avenida Jalisco, consta de media docena de serpenteantes cuadras paralelas al viaducto Miguel Alemán y a la iglesia y convento de los dominicos, construido a partir de 1590.

 

Autor: Jorge Pulido.

México, Distrito Federal.

jorgepulido@prodigy.net.mx

 

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