TE ADORO, MUJER, PORQUE, PUDIENDO HABER
SIDO LA REINA DEL MUNDO, HAS QUERIDO SER LA ESCLAVA DE MI HOGAR
Dicen que decía Santa Teresa de Jesús,
tal vez para consolar a las pobres mujeres dedicadas a la cocina, que Dios anda
también entre los pucheros. Yo no le he visto desde que me atreví a entrar en
la cocina liberando a mi mujer del trabajo diario de preparar la pitanza
familiar, pero sí puedo afirmar que si no se me ha manifestado físicamente, he
sentido en cambio, que el alma se me habría a nuevas sensaciones y gratitudes
que, si debiera haberlas sentido durante tan larga vida en común, ha sido
necesario que me empeñara en pelar ajos o en separar claras de yemas, para que
empezara a darme cuenta del esfuerzo que la esposa realiza cada día preparando
los ricos manjares y las sencillas recetas de la comida diaria.
En más de una ocasión, al salvarme in
extremis de una quemadura o de un corte del avieso cuchillo que no corta nada
y, sin embargo, hiende las carnes de quienes tiene la tarea de usarlos. He
experimentado especial gratitud hacia la que por más de medio siglo, ha
arrostrado estos insidiosos peligros. Sobre todo las señoras se dirán y, hasta
es posible que me digan, que ya he tenido paciencia por tanto tiempo para llegar
a descubrir verdades tan sencillas como evidentes. Pues tienen razón quienes me
critiquen, pero solo en lo de sencillas, pero no evidentes: hasta que he tenido
que mondar patatas constatando que los cuchillos no son dóciles, no había yo
caído en la cuenta del esfuerzo y la atención que las sufridas mujeres tienen
que derrochar en su diario trajinar y, por añadidura, sin que se deje notar el
agradecimiento de marido e hijos, que, como si entendieran y lo entienden que
ese trabajo es el natural para ellas y que por nada tan simple hay que estar
dando gracias a cada momento. Que la comida llegue a la mesa caliente o fría;
que las distintas viandas sean presentadas en las óptimas condiciones de
aceptabilidad por los comensales, parece algo sencillo y espontáneo, pero la
verdad es que requieren mucha atención y, como dice mi mujer, mucho amor.
Pues sí, lo confieso: yo era de los que
no piensan en todo lo que mi esposa y madre de mis ocho hijos, ha tenido que
bregar para conseguir nuestra simple aceptación de lo que debería ser
retribuido con la más encendida gratitud. Razón tiene El Genial Tagore cuando
dice, más o menos: Te adoro, mujer, porque, pudiendo haber sido la reina del
mundo, has querido ser la esclava de mi hogar.
Autor: Saúl Orea.
Alicante, España.