ACTA DE NACIMIENTO

 

DE DOS NOVELAS Y UN NOVELISTA

I

 

Fue precisamente en el año 1999, cuando amenazaba con cumplir 75 años, que inicié mi trabajo como novelista. Mas yo mismo no lo entendí sino hasta ya avanzado el 2000, cuando supe que lo que había escrito –La Grande y el Diablo--, era una novela. Alejandro Aura, director entonces del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, lo relata con fidelidad en el acto de presentación, el 3 de mayo del 2001:

 

“Quizás lo que me atrajo de primera intención fue esa resistencia a reconocerse a sí mismo, en boca de su autor, como obra literaria; quizás la insistencia en evadir el género, que me llamaba mucho la atención cada vez que hablábamos del manuscrito; porque la estructura original que pretendía darle Gerardo era la de colección de cuentos hilados por un íntimo vínculo de sangre que evidentemente acabó en rebeldía e impuso su estructura de narración novelada, de novela, en la que los personajes viven, crecen, se reproducen, sueñan, desean, dudan, aman, acumulan verbos y más acciones y, al fin, mueren pasando estafetas afectivas, morales, éticas, políticas, laborales, y caudales de memorias a otros personajes que acumularán su propio tesoro de acciones a lo largo del libro...”

 

Es decir, yo pretendía hacer un libro de cuentos, siguiendo el rumbo de muchos autores contemporáneos que me habían impresionado. Y es que concebía la historia de mi abuela –La Grande—como una serie de episodios sin una relación plena. Acudí a Alejandro, con quien había establecido relación afectiva gracias a mi trabajo parlamentario como asesor del gobierno del D.F., con la idea de participar en concursos de cuento. “Si me sometes esto como colección de cuentos, te lo rechazo; estos no son cuentos, es una novela que hay que trabajar como tal”.

 

Ya tenía antecedentes. Dos compañeros de trabajo, al conocer los primeros relatos de lo que había de ser la novela, me estimularon poderosamente. Un maestro de literatura y un doctor en filosofía, Carlos Moncada y Gerardo de la Fuente, se entusiasmaron con los primeros “cuentos” que ahora forman los tres capítulos iniciales de la obra: El negro Santos, Sara, Sarita y El honor. Mi tocayo, De la Fuente no sólo filósofo, también escritor, me hizo un vigoroso reclamo: “¡Que jijos de la chingada estás haciendo en la política!: tu eres un escritor; dedícate a eso.”

 

El trabajo del año 2000 lo dediqué a la elaboración novelística de los episodios. Durante años había sido lector de novelas, más por placer que por formación literaria. Pero ahora todo adquiría una dimensión distinta; volví a mis viejos autores: Anatole France, William Faulkner, Allan Poe, Oscar Wilde, Alejo Carpentier; los mexicanos Rulfo, Valadez y, desde luego, Revueltas; traté de agotar el boom latinoamericano. Pero me detuve a tiempo; debía escribir, hacer la autocrítica que me pedía Alejandro Aura. Aprendí algo importante en esos meses: dejar fluir hacia las páginas en blanco lo adquirido como sensación uniéndolo a la trama que ya poseía.

 

Pero ¿poseía la trama o había que inventarla? Viví muchos años con mi abuela; algunos menos con mi padre y, sólo al final, otros con mi madre. Debido a la tuberculosis ósea que padecí, tuve oportunidad de escuchar los relatos que La Grande hacía; de mi padre sólo algunos indicios de su labor como dirigente sindical; de mi madre sólo sus padeceres. De allí en delante, llenar de vida los indicios; recrear vidas y elaborar epopeyas como las de la guerra civil en Celaya, de las acciones de los trabajadores petroleros, desentrañar los elementos biográficos de cada personaje en toda su crudeza pero también en su verosimilitud.

 

Todo el año 2000 dediqué a esa tarea. Los cinco primeros capítulos y parcialmente el sexto y el séptimo recogen con amplitud la tradición familiar: quién era El Negro Santos, cómo fueron los primeros años de Sara Santos, su despertar sexual con el adolescente Isidro Unzueta, la juventud de la abuela y su rechazo a la viudez monacal, sus primeras experiencias en la convulsión revolucionaria de los años 10-15, su incorporación al ejército de Álvaro Obregón como soldadera de su hijo y su deserción bajo el brutal impacto de la batalla de Celaya. El relato refleja hechos contados por la propia abuela y por su hijo, pero las anécdotas no alcanzaban a constituir un fragmento novelesco. Fue necesaria una acuciosa investigación en Atizapán de Zaragoza (cómo cambió de San Francisco Atizapán para adquirir el apellido del militar liberal, cómo llegó a ese pueblo el refugiado vasco Isidro Unzueta y cómo dos décadas después regresó a Pamplona, etc.), hallé un auxilio venturoso en las Memorias de Daniel Cosío Villegas, y, en fin, de un detalle conversado con Sara Santos imaginar y escribir el decurso de una vida llena de pasión, en las circunstancias de las primeras décadas del acontecer nacional.

 

No haré un relato tan detallado de la forma en que trabajé la parte que sigue a los dos intermedios: El petrolero y La nueva, donde se mezclan la información y la creación. Mas sí vale la pena señalar que el movimiento de los trabajadores petroleros de los años 25 y 26 requirió también una investigación acuciosa, en la que la pieza fundamental fue el libro de Rosendo Salazar Historia de las Luchas Proletarias en México.

         Quisiera referirme, por último, en cuanto se refiere a esta novela al capítulo llamado Alma en Pena. Se trata de un capítulo dedicada a la parte final de la vida de La Grande, que murió en 1969; lo característico de este capítulo es que después del fallecimiento de la mujer, en su habitación se sigue oyendo su voz y sigue preocupada por la prisión de su nieto, el General, a consecuencia de los acontecimientos de 1968. Sólo hasta el día en que el nieto recupera su libertad se advierte la presencia de La Grande. Al cesar la vigilia, su nuera exclama: “Gracias, Gracias señor por dar paz al alma de mi Grande”. Debo decir que el contenido del capítulo relata un hecho que mi hermano, su mujer y sus hijas reseñan como absolutamente verídico. Lo he situado en la novela como un elemento estético.

 

De esta manera, la novela estuvo lista, con la preciosa colaboración de Alejandro Miguel en el trabajo de corrección, en febrero de 2001. Un encuentro fortuito con el compañero José Ángel Leyva, que entonces era editor de la empresa Servicios de Edición e Información Galileo fue decisivo para su inmediata publicación, sobre la base de un convenio de coedición y comercialización, en el que participé con 20 mil pesos. Ahora se encuentra a la venta la segunda edición.

 

I I

 

Aunque parezca increíble, mi segunda novela tiene 50 años. Comencé su redacción en 1953, con el propósito de participar con ella en el concurso de la Federación Mundial de la Juventud Democrática que se realizaría al año siguiente. Jugaba con los títulos Pala 4, Camineros y algún otro que ahora no recuerdo. El argumento era, como ahora en La Julia, la lucha de los trabajadores de Constructora, S.A. por defender sus intereses obreros y construir su organización sindical, lucha en la que participé como una de mis primeras experiencias en el movimiento sindical.

 

El primer texto fue sometido a un grupo de intelectuales que entonces formaban parte del Partido Comunista; de ellos recibí numerosas y valiosas opiniones que finalmente no incorporé, pues las urgencias de la lucha política y mi actividad como jefe de redacción del órgano central del PCM me alejaron del propósito original. La novela pasó a someterse a la crítica roedora de los ratones.

 

El favorable resultado de la aparición de La Grande y el Diablo, los estímulos que entonces recibí, me condujeron a desenterrar aquel texto y a reelaborarlo con la nueva experiencia. Mas junto con esta decisión me advino otra: la de dar a mi actividad literaria una mayor profundidad histórica, recoger la crítica que se había hecho en el caso de la novela editada y satisfacer una exigencia que recibí en cada presentación de La Grande; quien la expresó con mayor certeza fue la poeta Margarita León, que al final de su intervención presentadora dijo: “Bien, ya tenemos la historia de La Grande y nos sentimos muy contentos; pero, ¿cuándo tendremos la historia de El Diablo?

 

En cuanto a la primera cuestión –“dar a mi actividad literaria mayor profundidad histórica”--, hallé que mi participación partidaria y social se ha realizado con especial importancia en cuatro momentos decisivos de la vida política de México: 1948, cuando se produjo la ruptura del gobierno mexicano, encabezado entonces por Miguel Alemán, con las organizaciones políticas de izquierda y con el movimiento obrero independiente, de clase; 1958, que registra una de las más importantes acciones de la clase obrera de la historia contemporánea, la de los obreros ferrocarrileros; 1968, con la irrupción propia del movimiento estudiantil en la lucha por la democracia y por la reestructuración de la vida nacional; 1988, que representa la insurgencia del movimiento ciudadano y su exigencia de refundación del Estado mexicano.

 

Los “cuatro ochos” de la historia contemporánea exigen un tratamiento literario, que ha reclamado, entre otros, el ameritado periodista Mario Gil, aunque eso no quiere decir que el tratamiento por la ciencia política ya se haya hecho; ese tratamiento a partir de la acción, no de las grandes personalidades con cuyos nombres se ornamentan las calles, sino de “esas personalidades pequeñas, sin las que las historias pierden su belleza”—como se dice en El secreto de Zenaida--, o sea cómo y por qué el tallerista J. Guadalupe López propuso el aumento de salarios de 350 pesos mensuales por trabajador, con lo que inició el movimiento ferroviario de 1958; cómo Joel Arriaga combatió con cascos de refresco a los “comandos” carcelarios que el gobierno lanzó contra la huelga de hambre de los presos del movimiento estudiantil en Lecumberri; cómo Ovando y Gil entregaron sus vidas en vísperas de la gran insurrección ciudadana de 1988.

 

Si ha de contarse la historia de El Diablo no será a base de un elegante libro de memorias, en que el memorizador se convierta en protagonista de todo cuanto sucedió, sino en medio de las acciones del personaje colectivo que se forma a sí mismo en la vida y encuentra un narrador que nunca se le separa en busca de medallas.

 

Lo del año 53 era un esquema, en cierta manera influido por un libro de Carlos Manuel de Fallas Mamita Yunai. Hube de reconstruir la historia del microcosmos de Chivela, el proceso de formación del sindicato, e incorporar a personajes que desempeñan un papel principal como La Julia, los albañiles solidarios de Salina Cruz, los ferrocarrileros y mineros que rodean la acción de los camineros y la hacen fructificar. Un elemento de la mayor importancia, que aquel esquema sólo se rozaba –la coincidencia entre la represión a los ferrocarrileros y la agresión a los camineros--, tiene en esta novela un papel decisivo; de allí que se haya seguido paso a paso, sin romper la secuencia del relato principal. Y hube, finalmente, de ubicar los acontecimientos en su relación nacional, histórica.

 

La Julia y sus dos ataúdes es una expresión de realismo. “Realismo atípico” lo ha llamado Alejandro Miguel. Realismo con el que un comunista de toda la vida relata lo que en la vida le tocó ver y destaca aquello que se abre a la vida con belleza. En la dedicatoria de este libro a mis nietos los he llamado a que “con la nobleza de su pensamiento y la pureza de su acción ayuden a la tarea de todo artista: rescatar de la tragedia la belleza”. La Julia, Chayo, Pablo, Chicle, Larita, Raúl Rangel, Diablo, Gritón y, sobre todo, Picado, rescatan de la tragedia que son obligados a vivir, la belleza de su lucha, de su heroísmo, de su solidaridad de clase, de su amor sin mezquindades.

 

He de señalar que la novela es una novela histórica de clase, en la que los diferentes episodios reflejan los enfrentamientos sociales del proletariado. Ello se hace evidente en el enunciado de algunos de los capítulos: Yo soy un soldador, seis tarjetas, el sindicato, ¡nos la pelará!, el poder y la clase, ¿quién vence a quién?, la mercancía. Pero, por otra parte, no presenta a los trabajadores fuera de su contexto: La Julia, de punta a punta, amor en la carretera y, desde luego el secreto de Zenaida.

 

No quiero terminar esta formal Acta de Nacimiento de dos novelas y de un novelista sin referirme a la separata que acompaña a esta novela, titulada Entreacto. ¿Por qué la incluí? ¿No es una especie de renuncia al antiprotagonismo del “autor que no quiso ser personaje”? Me sinceraré: es una especie de concesión a aquellos que exigen que diga lo que en cada acción yo hice, pero lo hago de tal forma que la creación oculte la inmodestia. Su estructura de pieza teatral intenta reverdecer los lauros del teatro proletario de los años 30-40, en el que el público intervenía en los coros y acciones de masas, siguiendo la técnica de Bertold Brecht en La excepción a la regla y en otras obras.

 

El hallazgo de un cuento de Juan de la Cabada, El Viaje, en que mi aventura de cuatro días, el tránsito de Coatzacoalcos a Salina Cruz, se ve reproducida casi línea por línea, me permite traer a escena una plática que realmente tuve con Juan sobre la relación entre la lucha social y la literatura. Y por fin aparece la acción más combativa de la lucha de los camineros cuando invaden la empresa, la obligan a reponer a los trabajadores suspendidos y consiguen la liberación de sus líderes presos por el ejército. Todo ello conducido por un multipersonaje, reminiscencia también de Los fusiles de la señora Carrar, en que el gran Bertoldo introduce un narrador al margen de las escenas, como se hizo aquí en el Teatro del Pueblo, instalado en los altos del Mercado Abelardo L. Rodríguez, en el que recogí mis primarias experiencias teatrales.

 

 

Autor: Gerardo Unzueta.

México, Distrito Federal.

gerardounzueta@hotmail.com

 

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