ABUELA CLEO

 

(1)

 

—No, no es así. —Dijo Víctor mientras secaba los platos del almuerzo —Vos sabés muy bien que yo la adoro a tu mamá. Lo único que digo es que si Navidad

es el sábado con que la invitaras un par de días antes era suficiente. Una semana antes me parece un poco demasiado, nada más que eso.

 

—Terminá con eso Víctor. ¿A ver? Correte un poco —dijo Clara intentando pasar la escoba bajo los pies de Víctor —Ya lo discutimos, ya está decidido y además

ya está por llegar. Vos sabés que vive sola, que viene a visitarnos muy de vez en cuando, además... la extraño. Lo que pasa es que vos no la querés a mamá.

Yo entiendo que ella es un poco difícil, pero es así con todo el mundo y vos lo tomás como algo personal y eso es injusto, mamá te quiere mucho.

 

—En eso de que es así con todo el mundo estamos de acuerdo. Si cuando ella llega hasta el gato se esconde ¿o no? Pero a mí me dedica una atención especial.

Todo lo que digo está equivocado, todo lo que hago está mal, que estoy gordo, que mi trabajo no le gusta, que soy muy permisivo con Gastón, que no te doy

la vida que merecés, que...

 

—mamá dice esas cosas porque... pero no las siente... es su forma de ser... es como esos perros que ladran...

 

—...y te rompen los oídos.

 

—¡Víctor! No seas injusto... —en ese momento suena el timbre y a Víctor se le escapa un plato que se hace añicos contra el piso —¡Mirá lo que hacés! Andá,

andá a abrir que yo arreglo este desastre. ¡Dios mío! Como si tuviera pocas cosas que hacer.

 

—¡Gastón, abrile a la abuela!— gritó Víctor.

 

—No, andá vos —dijo Clara —que sos el dueño de casa.

 

—Claro, claro, está claro Clara —dándole un besito en la mejilla para bajar los decibeles.

 

—Andá, andá...

 

Víctor fue a la sala, abrió la puerta y allí estaba: 70 Kg de suegra en un envase de medio litro y envuelta en un apretado traje sastre Bordó oscuro. Cabello

negro, ojos grandes y redondos, nariz ganchuda y unos labios finitos pintados de un color que muy bien hacía juego con algún otro vestido. Pero solo tubo

un segundo para reconocerla. "Cómo le va seño..." Abuela Cleo dejó caer unos paquetes en el suelo y entró como una tromba hacia la cocina.

 

-¡Clarita, Clarita, aquí estoy, ya llegó mamita! ¿Dónde está mi amorcito? —se abrazan, se besan varias veces en ambas mejillas.

 

—Hola mamá, ¡qué linda que estás!

 

—¿Linda? ¡Debo tener una cara horrible! Estos zapatos me están matando. Con el calor que hace para ésta época salí bien tempranito para comprar los regalos

de Navidad y terminar antes de que me agarre el sol del mediodía. Bueno, al principio todo iba bien; pero no sabés lo que tuve que caminar para conseguir

ese bendito bate de béisbol para Víctor.

 

—¿un bate de béisbol? ¿Para Víctor? Pero mamá, estamos en la Argentina, eso es para los norteamericanos. Víctor no juega a eso.

 

—Pues debería, si parece embarazado. A propósito ¿No está en casa o no quiere saludarme?

 

—Pero mamá, si fue él quien te abrió la puerta.

 

—¿Ah sí? No lo vi. —Volviendo a la sala —¿Raro, no? Con la panza que tiene, como para no verlo... —dijo murmurando en voz lo suficientemente alta como para

que la escuchara Víctor que entraba cargando valijas, bolsos y paquetes

 

—¡Hola yerno! ¿Cómo le va? —Dijo ofreciéndole la mejilla para que la besase y retirándola antes de que lo logre —¿Cómo va el trabajo? ¿Bien? ¿Siempre vendiendo

pajaritos?

 

—No vendo pajaritos, señora —dijo Víctor con paciencia —Yo soy veterinario.

 

—¿Pero no vende pajaritos?

 

—Sí pero...

 

—¿Y yo que dije? Tanto estudiar para terminar vendiendo pajaritos.

 

—Víctor —dijo Clara —¿Por qué no llevás los paquetes al arbolito y aprovechás para mostrárselo a mamá?

 

Víctor cruza la sala a grandes pasos, coloca los paquetes un tanto bruscamente al pie de un gigantesco árbol navideño con un hermoso pesebre en un costado.

Imaginándose lo que venía, le preguntó:

 

-¿Qué le parece, señora? ¿Le gusta? Supongo que no, ¿no es cierto?

 

—¡Uy! ¡Que fama que me hacés! ¿A ver? No está mal, no está mal. Si no fuera porque los adornos más bonitos están un poco tapados... además, el Niño Jesús

aún no ha nacido y deberías incorporarlo recién el 24 a la noche... el resto está bastante bien. Hay que tener en cuenta que solo lo armás una vez por

año.

 

Sin decir nada Víctor se aleja sonriendo bobaliconamente. Al pasar junto a Clara murmura:

 

-¡Cómo ansío ese bate de béisbol!

 

—¡Víctor! —dijo Clara dándole un disimulado pellizcón.

 

(2)

 

El jueves 23, sentada en el sofá de la sala, Clara escuchaba a abuela Cleo que se quejaba gesticulando con los brazos yendo y viniendo por la habitación.

 

—...y yo le dije al carnicero "Mire, esta vez vuelvo a llevar esto que usted llama milanesas, pero si llegan a estar tan duras como las del otro día se

las traigo y se las come delante mío, me oyó...

 

Clara tenía la vista fija en la puerta ventana de vidrio que daba al jardín, a través de la cual observaba a su hijo Gastón sentado en el banco del jardín

junto a Roberto, su amigo.

 

—Cangrejo. Triángulo isósceles. Abracadabra. Clarita, me parece que no me estás escuchando... Clarita... ¡Clarita!

 

—¿Eh? Si, no, si te estaba escuchando... Bueno, perdoname, lo que pasa es que estoy un poco preocupada por los chicos, pero no me hagas caso, no importa.

¿Qué decías?

 

—¿Cómo que no importa? con la cara que tenías. ¿Le pasa algo a Gastón?

 

—A Gastón no, a Robertito. Gastón lo sufre también porque Robertito es su mejor amigo, vos sabés. Lo que pasa es que al papá lo despidieron del trabajo

hace unos meses y está con problemas económicos serios... Pero bueno, así es la vida en éste país, son cosas que pasan. Pero, ¿a dónde vas mamá? No mamá,

mejor...

 

Pero abuela Cleo ya estaba abriendo la puerta —ventana y salía al jardín. Dio un par de pasos y se detuvo a observarlos. Gastón y Roberto Sentados en un

banco en el fondo del jardín, la cara entre las manos, los codos en las rodillas, serios y callados, miraban como una paloma picoteaba unas semillas cercas

del cantero de rosas.

 

—¡Será posible que en esta casa no se pueda dormir la siesta! —avanzó hacia ellos con paso rápido y dijo con voz autoritaria y gesticulando con los brazos.

Los chicos se sobresaltaron y poniéndose de pie se disponían a huir —¡Ah! ¡No, no, mocositos! El gato podrá esconderse pero ustedes van a tener una charla

conmigo.

 

—Pero abuela, si nosotros no estábamos haciendo nada. —dijo Gastón.

 

—¿Ah no? No me contradiga mocosito. Y ahora vienen acá y se sientan a escuchar a esta vieja. Ya veo que están gordos pero con un poco de buena voluntad

entramos los tres en este sucio banco. Miren, anteayer se pasaron toda la tarde gritando y haciendo bochinche con las bicicletas y yo no pude pegar un

ojo. Pero como yo soy una persona tolerante no dije nada. Ayer se pasaron toda la tarde jugando a la pelota y yo no pude pegar un ojo. Pero como "a veces"

soy una persona "muy" tolerante, tampoco dije nada. ¡Pero lo de hoy es el colmo!

 

—Pero abuela, si no estábamos haciendo nada. Nosotros...

 

—¿Y te parece poco? Ustedes son dos terremotos que arrasan con la paciencia del más santo, viven haciendo lío, jugando y gritando. Y de pronto se corta

la corriente y se quedan quietos, inmóviles, con cara de haber pisado caca de perro. Entonces, una se muere de curiosidad y así tampoco se puede dormir

la siesta. A ver, cuéntenme que les pasa.

 

Los chicos se miraron entre sí y luego clavaron la vista en el suelo sin decir palabra.

 

—Miren, yo sé que si hay alguien que no les puede solucionar los problemas es una vieja de setentilargos como yo. Pero a veces hablar hace bien. ¿Por qué

no aprovechan que hoy este oído me está funcionando bastante bien?

 

—Lo que pasa —dijo Roberto sin dejar de mirar el piso para que no se le notaran las lágrimas que asomaban en sus ojos —es que a mi papá lo despidieron del

trabajo hace unos meses y a la edad que tiene le cuesta mucho conseguir otro empleo.

 

—Bueno Roberto eso si que es un problema. Un problema que en este país tiene mucha gente, pero de algún modo tu papá lo va a resolver. Solo hay que darle

un poco de tiempo, pero por la cara que tienen me parece que debe haber algo más.

 

—Si, hay algo más. —Dijo Gastón — A fin de año vence una hipoteca sobre la casa de Roberto y se la van a rematar. —Roberto rompió a llorar — El padre habló

con el Banco muchas veces pero parece que no hay caso.

 

—Ya veo. Pero, ¿decime una cosa Robertito? ¿Tu papá no trabajaba en una joyería? Era un buen empleo ¿qué le pasó?

 

—El papá de Roberto –dijo Gastón- trabajó casi veinte años en esa joyería pero un buen día el jefe, que siempre había sido un buen amigo de la familia,

se divorció y se puso de novio con una chica muy joven que trabajaba en la joyería. Esta mujer, la señorita Sofía, es una mujer muy mala...

 

—...y estaba celosa de la amistad que había entre el jefe de mi papá, el señor Barnatán, y mi papá, y entonces le tendió una trampa. Un día desapareció

un anillo muy caro, de diamantes, y le hizo creer al jefe que mi papá lo había robado, pero mi papá no fue, se lo juro señora...

 

—Ya lo sé Robertito, ¿y qué pasó después?

 

—Mi papá está seguro que el señor Barnatán sabía que él no había sido, pero tenía que elegir entre uno de los dos y prefirió despedir a mi papá y quedarse

con su novia.

 

—Y ahora el papá de Roberto se quedó sin trabajo, le están por rematar la casa y encima está muy triste por haber perdido lo que él consideraba su mejor

amigo. —agregó Gastón.

 

—Mirá Robertito, es una historia tan fea como poco original... los hombres por un par de buenas piernas... Pero con eso no ganamos nada. Tu papá es un buen

hombre y no debería estar pasando por esto. ¿Cuándo vence la hipoteca?

 

—A fin de año.

 

—¿y cuánto tiene que pagar?

 

— 10.000 dólares.

 

—¿10.000 dólares? Eso es mucho dinero. Pero "algo" hay que hacer, esto no puede quedar así. ¿Qué podemos hacer? —hablando consigo misma —"Algo". Que lindo

sería si una pudiera... Pero no, no, sería una locura... además sería imposible... únicamente...

 

—Abuela, yo no sé en qué estás pensando, -dijo Gastón —pero vos siempre decís que en la vida nada es imposible si uno lo desea con el corazón. Si se te

ocurre algo para ayudar al papá de Roberto...

 

—Ojalá pudiera, Gastoncito. ¿Pero qué puede hacer una vieja como yo? Lo único que les puedo decir es que no pierdan las esperanzas; siempre, hasta en el

último momento, algo bueno puede suceder.

 

—Un milagro, únicamente. —dijo Roberto, apesadumbrado.

 

—¿Un milagro? ¿Y por qué no? —dijo abuela Cleo levantándose para entrar en la casa —Estamos en Navidad ¿o lo olvidaron? —caminó unos pasos, se detuvo, se

dio vuelta y le preguntó a Roberto:

 

—-Decime una cosa Robertito ¿tu papá se sigue dedicando al mismo hobby de siempre?

 

—Sí señora. ¿Por qué me lo pregunta?

 

—Necesito que me hagas dos favores, pero mirá que son muy importantes ¿eh? El primero es el siguiente: asegurate de que mañana a las doce del mediodía tu

papá esté jugando con sus amiguitas. ¿Te parece que podés con eso?

 

—Sí, seguro, pero...

 

—Asegurate entonces, no te olvides. Y el segundo favor que necesito, escuchame bien...

 

(3)

 

El viernes 24 de diciembre a la mañana, como era de esperar, la joyería del señor Barnatán rebozaba de clientela de último momento. Afuera, el calor era

insoportable; adentro, el aire acondicionado procuraba una temperatura confortable. A eso de las 11 de la mañana abuela Cleo entró al local luciendo sus

mejores ropas, las mismas que pensaba ponerse a la noche. Una blusa color salmón de seda italiana con un pequeño escote que dejaba ver un hermoso collar

de perlas auténticas que había heredado de su madre muchos, muchos años atrás; una pollera negra muy fina que había comprado con los ahorros de seis meses;

los zapatos negros nuevos que le había regalado Clara para su cumpleaños; una estola de visón muy antigua que no pegaba con nada pero que a ella le gustaba

mucho y del brazo le colgaba un bolso grande mitad negro, mitad marrón, que llevaba siempre a todos lados. Con cara sufriente, arrastrando un pie y cojeando

visiblemente con el otro cruzó la puerta blíndex, dio unos pocos y lastimeros pasos y se detuvo frente a dos pequeños escalones que había en medio de la

sala. Con una sonrisa tierna y cara de angelito cansado buscó la mirada del empleado de seguridad que inmediatamente se acercó para ayudarla a subir.

 

—Eres muy amable hijito, que Dios te Bendiga.

 

—No tiene porqué abuela. —dijo el empleado enternecido.

 

—Si, si, eres muy amable y no me discutas —dijo abuela con una sonrisa encantadora —Pero me temo que fue un esfuerzo inútil. Yo necesito hacerle un regalito

a mi hija pero aquí hay tanta gente, y yo no puedo estar tanto tiempo parada ¿vio? Mejor me vuelvo a casa.

 

—De ninguna manera, señora. Espéreme un segundito por favor. —dijo y fue a conversar con una de las vendedoras que estaban detrás del mostrador. Luego de

unos instantes el guardia regresó, tomó suavemente a abuela Cleo del brazo y la acompañó hasta el mostrador diciéndole:

 

—En seguidita la van a atender.

 

—¡Oh! ¡Eres tan amable, muchacho! Esta noche estarás en mis oraciones.

 

—Gracias a usted, señora.

 

Una muchacha joven y bonita, una rubia exuberante, terminó de atender a un cliente y se acercó a abuela Cleo. Llevaba una chaqueta azul marino y en un bolsillito

se leía su nombre: Sofía.

 

—¿En qué puedo ayudarla, señora?

 

—Oh, muchas gracias por ser tan atenta conmigo. Usted sabe, a mi edad y con este calor, y con lo que me cuesta ponerme los zapatos. Pero sobre todo el calor,

este calor tremendo que está haciendo... ¡Ah! Cuando yo tenía su edad... me encantaba el calor, y no tenía problema con los zapatos, pero ahora... son

los años ¿vio? Parece que no, pero si, son los años...

 

—Si, es que hace mucho calor, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

 

—Cleopatra, mi nombre es Cleopatra, pero puede llamarme Cleo, porque todos me llaman Cleo, es más cortito y no tan antiguo como dice mi nieto. Yo tengo

un nieto ¿sabe...?

 

—Yo me llamo Sofía y estoy acá para atenderla ¿qué va a llevar, señora? —dijo aún con paciencia.

 

—Claro que se llama Sofía, a menos que la chaqueta sea prestada. Y no lo parece porque le queda muy bien. Es usted muy bonita si me permite decirlo...

 

—Mire, le agradezco mucho, señora, pero hay otros clientes que debo atender también, si me dice que necesita...

 

—¡Oh! Lo siento tanto, hijita. A veces me pongo a hablar y hablo, hablo... Pero usted está trabajando y yo no debo hacerle perder más tiempo, no señor.

Mire, hoy es Navidad ¿sabe? Claro ¿cómo no va a saberlo?, todo el mundo sabe que hoy es Navidad ¿no es cierto? Bueno, resulta que yo ahorré unos pesitos,

hace mucho que vengo ahorrando unos pesitos y ahora son unos cuantos pesitos ¿sabe? Bueno, tampoco son tantos no vaya a creer... Y me dije ¿qué mejor momento

que Navidad para hacerle un bonito regalo a mi hijita Clara, a ella que es tan buena y se preocupa tanto por mí siempre? Bueno, pero no quiero hacerle

perder tiempo. ¿Me podría mostrar algo de oro?

 

—Bueno, aquí hay muchas cosas de oro, señora. ¿O podría ser un poquito más explícita?

 

—Yo pensaba en un anillo. ¿A usted qué le parece?

 

—Me parece muy bien. —dijo y rápidamente fue a buscar un cajón-exhibidor con muchos anillos de oro —¿Puede ser alguno de éstos?

 

—¿A ver? ¿A ver? Éste, éste me gusta ¿cuánto cuesta?

 

—Bueno, la señora tiene buen gusto. Este anillo cuesta 200 dólares. ¿Qué le parece?

 

—No está mal, no está mal. Pero me parece muy... redondo. Además se parece mucho a un anillo de compromiso y ella ya tiene uno ¿vio? Porque ella está casada

¿sabe? si, si, con un veterinario; pero no con cualquier veterinario, con uno de los buenos. Pero mire jovencita, no se ofenda por favor pero en realidad

estoy un poco apurada. ¿No sería tan amable de mostrarme algo más bonito?, no sé... algo con una piedrita o... A ver, a ver... algo así, como ese que está

allá.

 

Señalaba una estantería que se encontraba detrás de Sofía, en cuyo interior había un exhibidor rectangular forrado en paño oscuro con unos 15 o 20 anillos

y en el centro, sobre una protuberancia que lo destacaba del resto, se encontraba el blanco al que apuntaba el índice de abuela Cleo.

 

—Como dije antes, se nota que la señora tiene muy buen gusto —dijo la empleada —pero me temo que esos anillos son muy caros, abuela.

 

Abuela Cleo, con una sonrisa fría y condescendiente, le clavó la mirada y se la sostuvo en silencio.

 

—De veras, señora, no se ofenda, no me mal interprete, pero sucede que esos anillos...

 

—Malo, malo, jovencita. —dijo sosteniéndole la mirada —Nunca subestimes a un posible comprador.

 

Con cierta irritación mal disimulada la empleada fue hacia la vidriera y apoyó sobre el mostrador, frente a su "simpática" clienta, el exhibidor con los

anillos.

 

—Algo así estaba buscando. —señalando el que sobresalía —¿Y éste cuánto cuesta?

 

—15.000 dólares, señora. —dijo con jactancia.

 

—¿Y por qué? Si es un anillito de plata con una piedrita arriba.

 

—No es plata, señora, es oro blanco. Y esa "piedrita", como usted la llama, es un diamante sudafricano casi perfecto, de una pureza poco común y tallado

por un experto.

 

—He visto piedritas mucho más bonitas y no tan caras. Creo que estos de abajo me gustan más. ¿Me puede decir los precios por favor?

 

—Por supuesto. Todos ellos oscilan entre los 1.000 y los 5.000 dólares. Éste de aquí por ejemplo es de oro 24 quilates con un pequeño rubí, y cuesta 1.500

dólares. Éste otro de aquí también es de oro 24 quilates pero esta piedrita verde es una esmeralda, y cuesta 1.800 dólares. Estos otros que están acá son

un poco más económicos pero también muy bonitos...

 

Mientras la empleada le mostraba los anillos a abuela Cleo le empezaron a temblar algunos músculos de la cara y comenzó a ponerse pálida.

 

—¿Se siente bien, señora?

 

—Si... si, no es más que el calor, no se preocupe.

 

—¿Seguro? Bueno, como le decía... éstos son un poco más económicos pero igualmente muy vistosos, son de plata y tienen una aguamarina. Cuestan... señora

¿qué le sucede?

 

Abuela Cleo se sujetaba con fuerza el pecho y respiraba con mucha dificultad.

 

–-Señora ¿le puedo ayudar?

 

De pronto abuela se tambaleó como desmayándose, cayó con fuerza sobre el mostrador y sobre las joyas desparramando todo por el piso. El guardia de seguridad

al oír el estrépito se apresuró a clausurar la salida y se puso a la defensiva. El señor Barnatán salió de su oficina —era un hombre alto y de buen porte,

canoso, de unos sesenta años y pulcramente vestido con un impecable traje gris claro —"¿Qué sucede aquí? —preguntó. Sofía, que había dado la vuelta al

mostrador y estaba tratando de ayudar a incorporarse a la abuela, le contestó: "Esta señora se descompuso Nicanor, llamá a una ambulancia por favor" Pero

el señor Barnatán, cuidándose de no pisar las joyas que había en el piso, se acercó a Sofía y tomándola a abuela Cleo del otro brazo ayudó a la empleada.

 

—¿Cómo se siente, señora? —le preguntó el señor Nicanor Barnatán.

 

—Avergonzada, muy avergonzada. Mire el lío que le hice.

 

—Por eso no se preocupe, ¿quiere que llame a un médico?

 

—Oh no, creo que no hace falta. ¡Que amable es usted! Y yo que le desparramé todo por el piso ¡que vergüenza! Discúlpeme por favor.

 

—¿Quiere que llame a algún familiar? ¿Prefiere que llame a un taxi?

 

—Oh no, no creo que haga falta, ya me siento un poco mejor... solo necesitaría... —se acercó a Sofía y le dijo algo al oído.

 

—La señora necesita ir al baño —dijo Sofía —Venga conmigo señora, yo la acompaño.

 

Abuela Cleo apoyó todo su peso sobre Sofía, que la sostenía con gran dificultad, y le propinó un fuerte pisotón. "¡Ay!" —se quejó Sofía —"¡Ay! Discúlpeme

señorita, es esta pierna caprichosa, yo voy para un lado y ella para el otro. Discúlpeme por favor".

 

—¿Quiere que entre con usted? —se ofreció la empleada al llegar al baño.

 

—Muchas gracias, pero no se preocupe, creo que estaré bien sola. Cualquier cosita la llamo. —dijo y se metió en el baño.

 

Una vez dentro del baño abuela Cleo se encerró con llave y se puso a buscar lo que sabía que encontraría. Calculó la altura y sonrió. Luego sacó de su corpiño

el anillo y fue en busca de su cartera.

 

(4)

 

Víctor y Clara llegaron a la joyería a eso de las tres de la tarde y se encontraron con un bonito espectáculo. En la puerta de la joyería se había concentrado

un gran número de curiosos, había también dos patrulleros estacionados y un par de agentes uniformados a ambos lados de la puerta que no dejaban entrar

ni salir a nadie. Cuando Víctor y Clara les explicaron quienes eran y les dijeron que los habían mandado llamar, uno de ellos entró al local y, luego de

confirmar lo que le decían, volvió y les franqueó la entrada.

 

En el interior todo era gritos y confusión. Lo primero que vieron fue a un hombre y a una mujer muy bien vestidos discutiendo acaloradamente con quién parecía

ser un agente de civil.

 

—¡Esto no va a quedar así, no señor! —decía el caballero y la señora agregaba furiosa:

 

—¡Por supuesto que no va a quedar así! ¡Ya van a tener noticias de nuestro abogado! Solo venimos a hacer una simple compra, a "gastar nuestro dinero" en

este sucio lugar ¿y qué sucede? Nos tratan como a ladrones. Nos hacen quitar la ropa, nos revisan como si fuéramos criminales y, encima, no nos dejan volver

a nuestra casa. Esto ya dejó de ser un atropello ¡esto es secuestro!

 

—Sólo le ruego un poquito más de paciencia, señora —decía el agente —En unos minutos más se va a poder retirar y levantar las demandas que desee, pero en

éste momento tenemos órdenes de no dejar salir a nadie hasta que se aclare lo de los anillos, es solo un momento más y... —El agente los vio entrar y les

preguntó —¿Y ustedes quienes son?

 

—Yo soy la hija de la señora que se descompuso...

 

—Ah sí. Acompáñenme por favor. —dijo el agente y los condujo a una oficina.

 

Mientras entraban escuchaban la vos de abuela Cleo que decía: "No voy a permitir que ponga sus sucias manos..." En el interior de la oficina se encontraban

el señor Barnatán, Sofía, el inspector Fernández y el doctor Quintana, médico de la policía. "¡Desde que falleció mi difunto esposo Juan Carlos, que Dios

lo tenga en su gloria, ningún hombre me ha visto desnuda y usted no va a ser la excepción jovencito!"¡Oh Clarita, Clarita que suerte que viniste!

 

—¿Usted es la hija de la señora? —preguntó el inspector Fernández.

 

—Si, y yo soy el yerno de la señora. —dijo Víctor —¿Me podría decir que sucede?

 

—Mi nombre es Fernández y soy el inspector a cargo. Bueno, mire, lo que sucede es que han desaparecido dos anillos muy valiosos, uno está tasado en 15.000

dólares y el otro en 5.000, y las mayores sospechas recaen sobre su suegra.

 

—¡Qué está diciendo! Discúlpeme señor pero eso es una locura, es un insulto. ¡Mi mamá no es una ladrona!

 

—Esa es mi hija. —dijo abuela Cleo.

 

—Es cierto inspector, mi suegra es muchas cosas, pero ladrona, no. Por lo menos, hasta que se demuestre lo contrario...

 

—Y ese es mi yerno...

 

—Pero, ¿por qué cree que mi mamá los ha robado?

 

—Yo no creo nada señora, pero sucede que los anillos han desaparecido y su mamá es la única de los doce clientes que había en el salón cuando desaparecieron

que no se deja revisar.

 

—Es que éste degenerado quiere verme desnuda y yo no lo voy a permitir.

 

—Yo no soy ningún degenerado, abuela. Yo soy médico. —dijo con paciencia el doctor Quintana.

 

—Pero ¿no se dan cuenta que no se deja revisar porque tiene los anillos escondidos en la ropa? —dijo Sofía indignada.

 

—¡Quiero un abogado! —gritó la abuela.

 

—Y lo tendrá señora. Esto es muy sencillo: si no nos deja revisarla aquí tendré que llevarla detenida y hacer que la revisen en la comisaría.

 

—Clarita, ésta es una terrible confusión que se puede aclarar de una manera muy sencilla ¿por qué no la convencés a tu mamá para que se deje revisar y nos

vamos a casa?

 

—Eso ¿por qué no la convence, eh? -dijo Sofía.

 

—Usted mejor métase en sus cosas, rubia teñida.

 

—Mamita, ¿por qué no lo dejás al doctor? Así nos vamos a casa y nos olvidamos de todo esto. Yo me voy a quedar al lado tuyo, ¿qué te parece?

 

—Está bien, está bien, pero ya van a ver lo caro que les va a salir todo esto.

 

(5)

 

En la oficina del señor Barnatán solo se habían quedado el doctor Quintana, abuela Cleo y Clara. Luego de media hora en la que se había escuchado solo dos

veces a abuela Cleo gritarle su enojo al doctor, se abrió la puerta y los demás, que estaban afuera esperando, pudieron entrar.

 

—¿Qué encontró, doctor? —preguntó el inspector Fernández.

 

—Absolutamente nada. —dijo el médico —Esta señora no tiene los anillos.

 

—¿Cómo que no tiene los anillos? —gritó Sofía.

 

—Tranquilizáte Sofía, —dijo el señor Barnatán —El doctor la revisó y...

 

—¡Pero no te podés quedar así tranquilo! —gritó Sofía fuera de sí —Te estoy diciendo que los tiene ella. Estoy segura de que los tiene ella. Si no los tiene

en la ropa los tiene en el bolso ese que lleva, y si no... y si no... ¡Se los tragó! ¡Eso es, se los tragó! ¡Esta vieja de mierda se los tragó!

 

—¡Está loca! ¡Esta rubia teñida está loca! ¿Cómo puede pensar que yo...? Deberían encerrarla ¡está totalmente loca!

 

El doctor Quintana y el inspector Fernández se miraron, se encogieron de hombros y asintieron. Finalmente el policía dijo:

 

—Yo sé que es desagradable y poco probable, pero debemos admitir que está dentro de lo posible. Después pueden encarar todas las demandas que deseen, pero

es nuestra obligación cubrir todas las posibilidades. Lo siento mucho pero la señora nos va a tener que acompañar a la comisaría para que podamos revisarla

con rayos X.

 

—¡Ni loca! Pero, ¿quién se cree que soy, mocosito? ¿Un faquir?

 

—Disculpemé inspector, pero me parece que esto ya es demasiado. ¿Por qué está tan seguro de que mi suegra tiene esos anillos?

 

—Porque los tiene ella. ¡Ella los robó! —dijo Sofía —Ella los agarró cuando tiró toda la mercadería por el suelo, fingiendo un ataque no sé de qué. Después

pidió permiso para ir al baño y los anillos ya no aparecieron más. ¡Porque se los tragó! Para eso fue al baño, ¡para tragárselos!

 

(6)

 

En la oficina del inspector Fernández, en el departamento de policía, éste se encontraba sentado a su escritorio haciendo de cuenta que leía unos papeles.

Parecía verdaderamente abstraído en lo suyo pero, en realidad, vigilaba atentamente a las personas que lo acompañaban. En un rincón el señor Barnatán y

Sofía cuchicheaban en voz baja. Ella parecía muy consternada y él trataba de apaciguarla con palabras cálidas y algunos mimitos mal disimulados que denotaban

una relación más íntima que la que pretendían aparentar. En otro costado de la habitación, sentado, con la cartera de Clara y el bolso de su suegra sobre

las piernas, Víctor, aburrido, jugaba con éste último abriéndolo y husmeando en su interior mientras esperaba, igual que los demás, que terminaran de revisar

a abuela Cleo.

 

—¿Buscan un ladrón? ¡Pues ahí lo tienen! –chillaba abuela Cleo entrando en la oficina y señalando a Víctor con el dedo. Detrás de ella entraron Clara y

el doctor Quintana.- ¿Cómo se atreve a abrir el bolso de una dama, jovencito?

 

—Suegrita... –se quejó Víctor- Bueno, supongo que ahora sí nos podremos ir...

 

—Supongo que si, -dijo el doctor Quintana- los rayos X no mienten. Creo que le debemos una disculpa a la señora.

 

—¿Pero cómo...? ¿Y los anillos? –se levantó Sofía- Pero si los tiene ella. ¡Ella los tiene! ¿Por qué no se los encuentran de una vez? No van a dejar que

se salga con la suya...

 

—Sofía, por favor... –el señor Barnatán trataba de contenerla.

 

—¿Y a esta loca todavía no la encerraron? Escúcheme bien jovencita, quizá tenga suerte y se salve del manicomio, pero de lo que no se va a salvar es de

mi abogado. Usted ha manchado mi buen nombre y honor y por su culpa me vi sometida a horrorosas humillaciones. Tenga por seguro que esto me lo va a pagar

muy pero muy caro.

 

—No sé que hizo con los anillos pero las dos sabemos que los tiene usted.

 

—¡Esto es el colmo! Me han acusado, me han quitado la ropa, me han revisado por todos lados, hasta con rayos X me han revisado, ¿y usted insiste? ¡A usted

deberían revisarla!

 

—¿A mi? Pero usted que se cree... ¡yo no soy una ladrona!

 

—A usted también deberían revisarla. ¿Por qué no? Mi padre siempre decía: "Cuando hay olor a caca de perro, el que primero lo huele bajo la suela lo tiene".

 

—¿Pero usted qué se cree? ¡Habrase visto! ¡Llamarme a mí ladrona! A mí no hace falta que me revisen, yo me reviso sola. –dijo Sofía y arrancó su cartera

de la silla en donde se encontraba y la llevó hasta el escritorio, la abrió bruscamente y desparramó su contenido- Ahí tiene, mire cuantos anillos me robé.

¿Quiere más? Acá hay más –y metiendo la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta sacó una lapicera y una hebilla- ¿Quiere más? Acá tengo más, muchos

más, miren –dijo, y de su bolsillo izquierdo sacó un pañuelo muy arrugado del cual cayó, tintineando sobre el escritorio, un anillo de oro coronado por

un bonito zafiro. Se hizo un silencio sepulcral y todos se quedaron congelados mirando como el anillo dejaba de rodar por el escritorio. El primero en

vencer su inmovilidad fue el inspector Fernández que tomó el anillo, lo acercó a sus ojos e interrogó con la mirada al señor Barnatán quien asintió lentamente

sin poder dar crédito a lo que veía. El rostro de Sofía, que en un principio se había puesto lívido, comenzaba a enrojecer mientras miraba alternativamente

al señor Barnatán, al inspector Fernández y a abuela Cleo balbuceando:

 

—Pero... ¿por qué me miran así? ¿No creerán que yo...? Nicanor ¿no pensarás que yo...? Es una trampa. Te das cuenta ¿no? Me tendieron una trampa, una sucia

trampa, te das cuenta ¿no?

 

El señor Barnatán bajó la mirada.

 

—Miren a la mosquita muerta –dijo abuela Cleo y, con voz aflautada, imitando a Sofía- Nicanor ¿no pensarás que yo? –y mirando al inspector- ¿Se da cuenta

de todo por lo que tuve que pasar porque a usted no se le ocurrió revisarla a ella también?

 

—Creo que le debo una disculpa, señora. Cometí un error, pero como ya le dije antes, ahora está libre para levantar las demandas que crea convenientes.

 

—¿Cómo un error? ¿No se dan cuenta que es una trampa? Yo no robé ningún anillo, ella los robó.

 

—¡Que caradura! –dijo la abuela.

 

—Supongo que ya podremos irnos a casa, inspector... –dijo Víctor levantando la cartera de Clara y tomando a abuela Cleo de un brazo.

 

—Si, si, por supuesto.

 

—Pero inspector –dijo Sofía- ¡No puede dejarla ir! Ella...

 

—Mejor ahórrese las palabras. Le van a hacer mucha falta dentro de unos minutos cuando la interroguemos más tranquilamente.

 

(7)

 

En la seccional de policía, el inspector Fernández y el doctor Quintana, sentados en un escritorio, bebían café desconcertados.

 

—¿Así que el señor Barnatán no levantó cargos contra su minita? ¿Por qué era su minita no? –dijo Quintana.

 

—Si, por supuesto, se notaba a la legua. Pero no, no levantó cargos.

 

—Lo que puede un bomboncito como ese con un jovato con guita... Pero hay algo que no entiendo, ¿qué necesidad tiene de robarle a su amante si seguro que

él la tiene como a una reina? ¿No viste la cara que tenía? Pobre viejo...

 

—Mirá, no sé. Hay mujeres que son así, y peores también. Pero, no sé. Yo hubiera jurado que los anillos los tenía la vieja, pero las pruebas estaban claritas

en contra de Sofía.

 

—¿Y qué pasó con el otro anillo? ¿Porque eran dos, no?

 

—Si, eran dos. El que apareció es el de 5.000 dólares.

 

El otro, el de 15 mil... ¿qué querés que te diga? Yo hubiera jurado...

 

—Pero la tenías que soltar ¿qué otra cosa podías hacer? —dijo Quintana.

 

—Nada. Pero era lo más lógico.

 

—Bueno, pero mirá, yo la revisé bien. Por dentro y por fuera y no había nada. ¿Vos revisaste bien todo lo demás?

 

—Revisé todo, puse el local patas para arriba y nada.

 

—Revisaste bien el bolso, me imagino...

 

—Claro que lo revisé, y era extraño porque se supone que un bolso tan grande una mujer de esa edad lo llevaría repleto de porquerías, pero no. Solo tenía

un pequeño monedero y una cinta scotch. ¿Raro no? Estaba seguro que la había empleado para pegarse el anillo en alguna parte del cuerpo, pero...

 

—¿y a qué fue al baño? ¿Lo revisaste bien?

 

—Por supuesto. Pensé que tal vez pensó en esconderlo ahí y volver otro día o mandar a otra persona a buscarlo, pero en el baño no había nada. Bueno si,

había una ventana. Pensé que quizás lo arrojaría por la ventana y alguien, o ella misma, lo recuperaría luego. Pero no, la ventana daba al jardín de la

casa del señor Barnatán y allí no había nadie. Tampoco había huellas de pisadas bajo la ventana...

 

(8)

 

En el viaje de regreso a casa, en el auto de Víctor, Abuela Cleo no podía con su genio.

 

—¡Manejá más despacio, Víctor! Con la comisaría ya tuve bastante, ahora quisiera ir a casa, no al hospital.

 

—No voy rápido, señora. Pero es tarde y no quisiera pasar la Noche Buena en el auto, si es posible. Además quiero llevarla a casa prontito y convidarla

con el pan dulce y la sidra que compré. Este año no me los va a poder criticar como hace siempre, porque me imagino que van a saber más ricos que el pan

y el agua con que la quería convidar ese inspector Fernández.

 

—No te burles muchachito que todo fue por culpa tuya. Si hicieras un poco de deporte, si jugaras al beisbol, yo no hubiera tenido que cambiar tu regalo,

y tampoco me hubiera tentado de cambiar también el de Clarita, pasando por ese infierno.

 

—Bueno, no discutan. Pasamos por un mal momento pero tenemos que estar contentos porque, gracias a Dios, se arregló todo ¿no mamita? Además, gracias a vos

se descubrió a la ladrona, ¿no es cierto?

 

—¡Si, esa pispireta! No me hagas acordar. ¡Se robó los anillos y me lo quería achacar!a mi. ¡Que sinvergüenza!

 

—Sin embargo eran dos anillos y le encontraron uno solo. ¿Qué habrá hecho con el otro? -dijo Víctor.

 

—Es cierto –dijo abuela Cleo- ¿Qué habrá hecho con el otro?

 

(Epílogo)

 

Unas horas atrás, a eso de las doce del mediodía, en la casa del padre de Robertito, padre e hijo se divertían jugando con el pasatiempo preferido del padre.

 

—¿Otra vez las estás contando, papá? ¿Falta alguna? —preguntó Robertito.

 

—Si, si, falta una —dijo el padre preocupado —mi preferida, la buchona gris. ¿Se habrá escapado? Si se escapó debe andar cerca, vamos a buscarla.

 

Un revolotear de alas se escuchó claramente y ambos miraron hacia el cielo. La buchona gris, la paloma mensajera preferida por el padre de Robertito llegaba

de un pequeño paseo. Junto a su valiosa carga traía enrollado un papelito que decía: "Milagro de Navidad".

 

Omar González.

Buenos Aires, Argentina.

ogonzalez@tiflolibros.com.ar

 

 

 

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