La sala

 

La esquina es un páramo. El sol implacable del mediodía y el viento de la planicie no dan tregua. La piel arde bajo la ropa. Hace dos horas, caminando por la sombra, pensaba que no habría sido mala idea traer un abrigo. Ahora se felicita por no haberlo hecho.

En el vestíbulo, un jovencito pretencioso intenta conquistar -con gran éxito - a una aparentemente inexperta colega recién recibida. Ella se deshace en elogios, que él acepta con una sonrisa condescendiente que ni siquiera intenta ser discreta. No hace falta mucha imaginación para leerles las mentes. Ella ganaría esa partida, sólo porque él es un cretino, que se pretende astuto.

La recepcionista parece atenta. Sólo es impecablemente despreciativa. Por teléfono se mostró eficiente, y sin dudas lo era. Excelente selección del personal: atención ejecutiva y cero compromiso. Justo lo que se requiere aquí.

-¿Qué necesita, señor?- El “señor” es una atención que le molesta ofrecer. El señor hace la consulta. Recibe lo que espera, tiene que esperar, así que se hace a un lado.

-Lindo lugar- piensa. Impecable, impersonal, intimidante. Es justo lo que debe ser.

El visitante, como tiene tiempo, usa la imaginación. La cara de la recepcionista trasluce algo. Ella es bonita, pero no tanto como la pescadora de hombres. Ella es alta, pero tiene que usar tacos. Ella es joven, pero ya pasó el cuarto de siglo. Ella está adentro y la otra quiere entrar. Pero ella es la recepcionista y la otra es una flamante profesional. Si las miradas matasen, esta sala sería una carnicería.

Cenicienta -mientras atiende el teléfono - observa cómo el multicolor aprendiz de señorón traga, sin masticar, la carnada de la postulante. A él lo conoce. Y desde hace tiempo sueña, aunque jamás lo reconocerá, que vendrá un día con un zapatito de cristal y… Pero no, ya sabe que no es lo que sucederá, ya no tiene 12 años. Con un buen par de botas sería perfecto, pero no cualquier bota. A ella le gustan de cuero, de las buenas, de las caras. De esas que él sí puede pagar y ella no. Un rictus, que dura menos que el pellizco de un suspiro, revela que de aquel enamoramiento sólo queda rencor, de aquella esperanza sólo restan maldiciones.

Un amanuense de edad mediana se acerca al visitante. Pregunta si el señor es quien está esperando, y sin aguardar una respuesta da dos o tres indicaciones. Es probable que de haberlas seguido, jamás encontrase la salida. El conserje ve el desconcierto y se ofrece a fungir de guía turístico.

Mientras le sigue hasta la vereda, piensa que tal vez no valía la pena venir. El pensamiento y la respiración se interrumpen al abrir la puerta. El sol hace hoy horas extras, pero todas a la vez. El asfalto gorgoritea afuera; el pretencioso y la pretendiente gorgoritean adentro. Durante un microsegundo duda, pero se decide por el asfalto.

Son como treinta pasos, de los largos. Al asistente le molesta la luz, la temperatura y la tarea. Dice que, de haber sabido, hubiesen podido ir por dentro. Nadie sabrá qué es lo que debía haber sabido.

Una angosta, larguísima rampa se pegotea al muro, hasta el atrio. Del otro lado, una pendiente simétrica equilibra el adefesio. Un frontis poco original se sostiene en dos pares de columnas jónicas, asquerosamente fuera de contexto y estilo. Cuatro escalones impresentables completan el frente.

Estas puertas están hechas a imagen y semejanza. A imagen y semejanza de alguna interpretación soviética de las puertas del Averno. Parecen macizas, pero el peso las delata. Algún tipo de aglomerado barato, con pretensiones de madera noble. No hay picaporte, de modo que un empujón parece ser el medio de acceso. Y lo es.

El interior no hace honor al texto ni al contexto del exterior. Una hilera de sillas a cada lado de la rectangular estancia, otra al fondo. Todos miran, alguno murmura una respuesta al saludo. Los más, se hacen los concentrados en algún papel. La temperatura es un eficiente remedo del clima polar. Tal vez es para evitar la podredumbre de la asistencia, piensa.

Alguien le indica un lugar vacío. Mientras llega, igual que todos, cuenta mentalmente: uno, dos, tres, cuatro,… nueve… y sigue. Es el doce.

Nadie habla. Tal vez no es la imitación mal ideada de un burocrático ingreso al Tártaro. Tal vez lo es de verdad. Tal vez sea una de sus entradas perdidas. Da igual, nadie habla.

Al rato aparece una longilínea madurita. Ella pretende aparentar experiencia con la ropa y juventud con el maquillaje. Está claro que no tiene demasiado de ninguna. Asigna turnos; la once y el doce se quedan sin lugar. Igual esperarán.

Vuelve el silencio. Alguien saca unos caramelos y ofrece, como avisando que no hay para todos. Alguien más, con experiencia en las esperas, avisa que va a preparar mate. Es la menos desesperada de los presentes. Trae unos pocos pliegos, dentro de una prolija carpetita.

Algunos pocos aceptan la invitación. El mate siempre ayuda a matar el tiempo. De todos modos, piensa, “matar” no es un verbo agradable, por caerle tan bien al lugarejo. Tiene el primer turno en la ronda, así que el mate llega pronto y tarda en volver. Está rico, agradable, al fin algo positivo. Un chiflete helado le congela la nuca. También los despojos de buena onda.

A la izquierda, la escalera diseñada por el Tribunal del Santo Oficio hace rebotar ecos de pesados tacones femeninos y bamboleantes pasos masculinos. Todos suenan a cuartel. La atmósfera pesa. Y el sitio huele a nada. Es el lugar con más olor a nada en que haya estado jamás.

Alguien suspira y, como si hiciera falta, se abanica con un pedazo de expediente. Algún carraspeo, otro suspiro. Volvió el mate. Está rico, después de todo. Tiene buena mano la doña, pero su ánimo de entablar alguna conversación termina deslizándose por debajo del portal, directo a la calle, con el firme propósito de evaporarse con propiedad.

Una mujer se queja del silencio. Una vecina de silla le da algo de conversación. Al rato el mutismo es el dueño del lugar otra vez. Alguien va al baño. Que queda, por supuesto, subiendo la inquisitorial escalera. Se escuchan los pasos. Varios calculan la altura, otros sólo cuentan los peldaños.

Es larga, tal vez también alta. Parece que los diseñadores mantienen alguna simpatía por la monumentalidad. O tal vez por la Cancillería del Reich. O tal vez por Lenin. O tal vez era un pedido expreso de los propietarios. Como sea, apabulla.

 

Indeterminada y eternamente más tarde, logra salir. El aire aún calcina los pulmones. El viento arrastra tierra y papeles. Suena, rodando por la cuesta, algún envase vacío de plástico. Desciende por los impresentables escalones, dejando al inmóvil mausoleo de la buena fe rostizarse lentamente.

El cretino y la nueva salen por el otro portal. Él la sigue, domesticado ya, con aires de triunfo. Le abre la puerta del flamante vehículo a ella, que casi flota, cual Cleopatra sobre el Nilo. El pretencioso pretendido aparece, con una sonrisa a lo Guasón, y sin darse cuenta de nada, sube, arranca el poderoso motor y la bestia ruge, dejando olor a neumáticos quemados en el aire.

El antro de la justicia se yergue, con la negrura interior supurando de los muros. Un escalofrío le invade la espalda, congela su sangre mientras el reflejo le hace hervir la piel. Apresura el paso y se aleja, sin alivio.

 

La tarde se incinera a sí misma. En algún sitio, la hoguera ha sido encendida. Ignorándola, buscándola, las víctimas se sonríen.

 

Autor: Germán Marconi.

                              

               

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