Amor de madre

 

Había una vez una familia que vivía en una casa uebicada en medio de un hermoso bosque. La madre, proveniente de la sierra, no sabía leer ni escribir correctamente, pero era una mujer muy trabajadora y luchadora. Tuvo un hijo varón y cuatro mujeres. Una de ellas, Mía, nació invidente, lo cual, en un principio, a la madre le generó temor y preocupación. La pequeña Mía era una niña alegre, de espíritu noble y le encantaba jugar. Años más tarde, fue inscrita en un colegio de educación integral y especial, donde aprendió lo necesario para poder desarrollarse como los demás. A pesar de su condición, Mía logró culminar exitosamente su educación primaria y se vislumbraba en ella un futuro muy alentador. Durante su niñez, Mía resistió al ambiente hostil de su familia: muchas veces sus hermanos la maltrataban y la menospreciaban por su discapacidad, lo cual la entristecía sobremanera.

Cuando cumplió quince años, Mía conoció a Javier, un joven invidente como ella, quien le ofreció su amistad. Con el paso del tiempo, Javier empezó a conquistarla con palabras hermosas y románticas, y Mía, por vez primera, sintió deseos de amar. A pesar de las advertencias de su madre, Mía inició una relación amorosa con Javier y, tiempo después, decidió mudarse con él.

No obstante, al poco tiempo de convivencia, Mía descubrió el verdadero rostro de Javier, quien empezó a abusar de ella y a maltratarla. Lo que había empezado como una historia de amor se había convertido en una pesadilla. Cada vez que podía, Mía relataba los maltratos que sufría a diario, pero todos le restaban importancia e incluso su familia le reprochaba que ella se hubiera ganado eso por haberse ido de la casa.

Cuando Mía cumplió diecinueve años decidió perder el contacto con su madre. Ésta, al no tener noticias de su hija, decidió buscarla desesperadamente. Cuando finalmente la encontró, culpó a Mía por todo lo que le había pasado y no la escuchó. Una vez en casa, Mía volvió a sentir la hostilidad de sus familiares, lo cual le provocó decepción y aflicción. Días después, volvió a contactar a Javier y fue a su encuentro. Y la historia de sufrimiento continuó durante algunos años más.

Cierto día, cuando ya había cumplido veintitrés años, Mía, preocupada y dubitativa, se aplicó una prueba de embarazo que dio positivo. En un principio sintió susto, pero luego la embargó una emoción inefable: iba a tener un hermoso bebé a quien amaría con todo su corazón. Apenas llegó Javier, se acercó emocionada a contarle la maravillosa noticia. Pero este reaccionó de la peor manera: le dijo que debía abortar o, de lo contrario, ella tendría que hacerse cargo de ese niño, ya que él no estaba dispuesto a criar un hijo que probablemente no era suyo.

Mía, totalmente devastada, quedó entre la espada y la pared: no podía ir a su casa y contarle a su familia, pues sabía que no la apoyarían, y tampoco podía estar al lado de Javier porque él no quería tener al hijo. En esta encrucijada se mantuvo, embargada de preocupación y pena. Sin embargo, días después, de manera inesperada, Javier cambió de parecer: propuso que tuviesen al niño siempre y cuando ambos se mudasen a alguna provincia. Mía, quien se sentía sola y sin apoyo de nadie en Lima, aceptó la propuesta, sintiendo la tristeza de dejar atrás su ciudad natal.

A los pocos días, ambos se mudaron a Arequipa. Y la pesadilla se tornó más oscura: Javier se volvió mucho más violento y agresivo, le pegaba y abusaba de ella física, verbal y psicológicamente. Sin embargo, en medio de toda esta oscuridad, aún brillaba una luz de esperanza: en aquel hogar Mía encontró el apoyo y el cariño de su suegro y de su sobrina, quienes le llevaban sus antojos y algunas cosas que necesitaba.

Cierta mañana, cuando ya llevaba ocho meses de embarazo, Mía sufrió inesperadamente un terrible accidente: cayó en una zanja y su barriga y su cuerpo sufrieron fuertes golpes. Inmediatamente, sus tíos la ayudaron a levantarse y la llevaron a un centro de salud para que la atendieran. Luego de unas horas de susto y preocupación, los exámenes que le realizaron indicaron que su hijo se encontraba sano y salvo y que sería un hermoso varoncito. Entre otras cosas, el médico recomendó que Mía fuese trasladada a Lima. Y así fue como Mía volvió a su hogar, con sus hermanos y su madre. Y a pesar de que una vez más se sentía incómoda y excluida por algunos de ellos, consideraba que en esta casa estaría más tranquila que junto a Javier.

Aunque Mía no podría ver a su hijo, el hecho de sentirlo moviéndose en su vientre la hacía muy feliz. Un 17 de julio dio a luz a un bello bebé, a quien llamó Jesús y sintió que este nacimiento fue lo más bonito que le pudo haber pasado en la vida. A su lado estuvo su mamá y algunas vecinas, quienes muy amablemente le brindaron y donaron ropa y víveres.

Con el paso del tiempo, ante la presión de su hermano y de su madre, Mía decidió empezar a trabajar y esperar que su hijo tuviera seis meses para poder llevarlo a un nido del Estado con el fin de seguir trabajando. Pero no fue necesario. La madre de Mía, encariñada con su nieto, empezó a cuidarlo mientras su hija trabajaba.

Por otra parte, Javier se desentendió del niño y, muy de vez en cuando, cuando se le exigía, brindaba un poco de apoyo. Mía, quien durante todo este tiempo se había dedicado a vender dulces y reciclar botellas y cartones, decidió buscar un mejor empleo que le permitiese obtener más dinero para brindar una mejor vida a su hijo.

Entretanto, Javier, el padre de Jesús, quiso perder todo contacto con Mía y desentenderse completamente de su hijo. Pero ella, que ya no estaba dispuesta a permitir ese tipo de injusticias, demandó a Javier, y solo así logró que este empezase a girar un poco de dinero para su hijo. Esto no duró mucho tiempo pues Javier y su abogado desaparecieron del mapa y empezaron a huir de la ley.

Cuando el pequeño Jesús había cumplido cinco años, Mía inició su trabajo como masajista y todo el dinero que ganaba se lo daba a su madre, pues era ella quien cuidaba a su hijo. Las cosas empezaron a andar mejor, sin embargo, el niño Jesús empezó a preguntar quién era su padre. Con ayuda de un psicólogo, Mía decidió que era momento de que padre e hijo se conocieran, y pactó un encuentro.

Javier, que había desaparecido durante mucho tiempo, fue a visitar a su hijo, pero la situación empeoró porque ahora quería llevarse consigo a Jesús a vivir con él. Le propuso a Mía que fuesen a vivir juntos como una familia. Pero Mía, que ya había salido de ese infierno, dijo que no. Javier, irritado ante el rechazo, decidió llevarse a su hijo a la fuerza.

Mía, en un arrebato de desesperación, salió en busca de su hijo con ayuda de su madre. Acudieron a las autoridades, pero todos le cerraban las puertas argumentando que la demanda no podía proceder porque quien se había llevado al niño era su propio padre y eso no era ilegal.

Luego de un considerable tiempo, Mía encontró a su hijo Jesús en pésimas condiciones. Tenía una severa dermatitis y ácaros en la piel: durante todo ese tiempo su pobre hijo había estado durmiendo en el suelo y alrededor de basura. El reencuentro con su hijo fue un motivo de alegría. Sin embargo, al poco tiempo, la madre de Mía enfermó gravemente de pulmonía y al cabo de quince días falleció. Y peor aún: ante la ausencia de un testamento, los hermanos empezaron a pelear y entraron en disputa por la herencia de la casa.

A todo esto, Mía conoció a Carlos, un joven quien se mostró siempre cariñoso y amable. Mía, que ya había sufrido bastante, se dijo que quizá era momento de darse una segunda oportunidad de vivir el amor. Dejó atrás el temor y la desconfianza e inició una relación con Carlos, y al poco tiempo se fue a vivir con él. Todo estaba bien hasta que un día Carlos, furioso de celos, se mostró agresivo y la agredió en una cafetería. En un principio, Mía creía que quizá ella había tenido la culpa de aquella reacción de su pareja y creyó, con esperanza, que él iba a cambiar, pero no fue así. Con el paso del tiempo, Mía, quien siempre había sido una mujer alegre, amiguera y risueña, dejó de ser la misma: ya no reía, se escondía de las personas y descuidó su forma de vestir. La relación fue empeorando cada vez más. Cierta mañana, Carlos quiso tener relaciones sexuales y Mía le dijo que no, lo cual desató la cólera de aquel. Ella fue al baño y él fue tras ella persiguiéndola, tuvieron un forcejeo hasta que Mía cayó al suelo y se golpeó el cuerpo. Lamentablemente, la historia de maltratos y desprecios se repitió.

En otra ocasión, mientras se encontraban en su habitación Carlos se irritó y la volvió a golpear. Esta vez le dejó el brazo moreteado. Sintiendo vergüenza, Mía se cubría con chompas o polos de mangas largas. Pero una de sus amigas se percató de los moretones, fue en busca de Carlos y le dijo que lo iba a denunciar. Luego, animó a Mía a que lo denunciara. Y así lo hizo.

Mía decidió ir al psicólogo con el fin de entender por qué le pasaban estas cosas. Luego de algunas sesiones de terapia, Mía consideró que lo mejor era abandonar su hogar y dejar atrás a Carlos para empezar una nueva vida. Así, fue a parar a la casa de uno de sus hermanos, quien le dio cobijo. Debido a que Mía no contaba con un trabajo estable, empezó a vender caramelos en las calles hasta altas horas de la noche. Sentía que ese sacrificio valía la pena porque el amor hacia su hijo estaba primero.

A pesar de sentir que generaba cierta incomodidad en la casa de su hermano, Mía nunca dejó de soñar y de intentar superarse. A partir de entonces siguió estudiando todo lo que pudo. Y gracias al apoyo de sus profesores, logró estudiar atención telefónica y pronto consiguió un empleo como teleoperadora. Pero aún el sueldo que ganaba no era suficiente para poder mantener a su pequeño Jesús. Ya no había marcha atrás: Mía sabía que no volvería a casa de su expareja ni viviría ningún tipo de maltrato. Por ello, se armó de fuerzas y salió a la calle a buscar un empleo para salir adelante.

Con una fe inquebrantable, Mía caminó y caminó, durante varias semanas, buscando trabajo en diferentes lugares. Y cuando ya parecía haber intentado todo, la Defensoría del Pueblo le abrió las puertas y fue esta institución la que a partir de entonces se encargó de su caso.

Desde entonces, la vida de Mía y de su pequeño Jesús empezó a mejorar.

Mía volvió a sentir tranquilidad y paz. Y recobró la libertad que había perdido en algún momento.

El amor triunfó finalmente.

 

Nota final de la autora

 

Este cuento está basado en mi propia experiencia.

La vida me enseñó que primero debemos cultivar el amor hacia uno mismo, y solo después amar a los demás. Cuando nos amamos a nosotros mismos somos capaces de establecer límites a todo tipo de violencia. Cuántas mujeres por vergüenza y miedo no denuncian los maltratos que sufren. ¡No te sientas menos que los demás, porque tú vales más! ¡Levántate y pide ayuda!

Si una puerta se cierra, mil puertas se abren. El éxito solo depende de ti, solo es cuestión de creer en ti y lograrás muchas cosas más. La clave en esta vida es estudiar, trabajar, ahorrar y no depender de nadie sino solo de ti. Solo lucha hasta el final. Todos tenemos problemas en la vida, pero no dejes que estos te detengan. Sigue luchando por tus metas y sueños, el éxito y la felicidad solo dependen de ti. Recuerda que tus hijos seguirán tus pasos y que la mejor herencia que les podrás dejar es la educación. Confía en ti misma porque tu esfuerzo darás sus frutos. Nosotras las mujeres somos madres, amigas y consejeras. Somos únicas e inigualables. Somos guerreras. Somos luz y somos amor.

 

Autora: Denisse Félix Cajas, 37 años, persona con discapacidad visual. Es de la ciudad de Lima, Perú. Es estudiante y trabaja en la calle.

dfelixcajas@gmail.com

 

 

 

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