Los
guardapolvos blancos salían de la escuela en diferentes direcciones; no veía
las caras, las cabezas, las piernas, solo eran guardapolvos blancos que se
alejaban, hasta que las calles fueron quedando vacías.
Yo seguía caminando
lentamente, pensando en todo lo que había hablado la maestra durante esos días,
la semana de Colón, la semana del descubrimiento, o la semana de los
navegantes.
Ella no sabía
ni se imaginaba, que yo ya había leído algo sobre esos temas, que tenía mi
lugar de navegación, mi puerto, mis barcos, mis sueños.
Todavía se
veían algunos guardapolvos blancos a lo lejos, Seguramente serían de chicos que
caminaban tan lentos como yo, bajo el fuerte sol del mediodía. Me preguntaba si
alguno de ellos estaría imaginando lo mismo que yo y pensaba: “A lo mejor son
igual de soñadores, pero no creo que los sueños de ellos se parezcan a los
míos”.
Cuando vi la
laguna que estaba al frente de casa, empecé a planificar mis actividades de la
tarde después de almorzar, yo sería Magallanes, y la madera de un cajón de
frutas, sería la espada con la que descubriría nuevas tierras, la orilla de esa
laguna, sería el mejor lugar para imaginarlo. Había visto unos palos grandes de
postes y unas maderas, construiría una balsa de las que pueden flotar.
Pensaba: “La
maestra dice que yo soy de volar mucho, que no le presto atención, tal vez será
como ella dice, pero dejar volar sola a mi imaginación es lo que me hace
feliz”.
La laguna tenía
unos
Armábamos
pequeñas balsas con maderas y palos que sacábamos de una de las obras en
construcción, las empujábamos para que se desplacen sobre la superficie, pero,
si nos subíamos, era muy difícil hacerlas flotar, porque el fondo estaba lleno
de piedras, ladrillos rotos, fierros, vidrios, tarros oxidados, zapatos viejos,
parecía que durante un tiempo, los vecinos la habían utilizado como basural;
por eso se nos había ocurrido limpiarla, ya habíamos ocupado varias tardes de
trabajo sacando todo afuera del agua. Los demás chicos, de a poco sentían el
esfuerzo que eso representaba y se alejaban para jugar a otras cosas, decían
que yo estaba loco, que nadie me pagaba por hacer eso, que me estaba ensuciando
y mojando a cambio de nada, no notaban que a mí me divertía, hacerlo por
hacerlo. Finalmente quedé solo, terminar de limpiarla me llevó varias tardes
aguantando las risas y burlas de los demás.
A todos les
decía que me ayudaran, que por fin lograríamos que nuestras embarcaciones
flotasen con nosotros arriba, nos interesaban las balsas grandes, las que
podían llevarnos a nosotros con la emoción de flotar, aunque sea a pocos
centímetros del fondo.
Pedí a mis dos
hermanos mayores que me ayudasen con los tres palos que había visto, seguro que
se habían usado como postes para el cerco, los unimos con tablas más o menos de
un metro; para eso, había llevado clavos y martillos del taller de papá,
trabajamos duro hasta que la embarcación quedó lista. Nos costó mucho esfuerzo
botarla al agua, pero sentimos gran alegría al ver como flotaba.
Vimos que con
uno o dos arriba, se mantenía, pero con tres, ya rozaba entre las piedras del
fondo y no se desplazaba, entonces nos fuimos turnando para navegar de a uno, o
de a dos. Eso provocaba varias discusiones con gritos muy fuertes que
despertaban de la siesta a los mayores; los demás se aburrían esperando su
turno y se dedicaban a otros juegos, cazar sapos, probar puntería con las
manzanas verdes que caían del árbol, o agarrar la pelota de fútbol y hacer
tiros al arco del club que teníamos al lado de los baldíos; otros se
entretenían haciendo túneles en las montañas de arena, las que habían dejado
los camiones para el edificio que estaban por construir.
Recuerdo ese
día en que me alegré, cuando se fueron todos y me dejaron solo sobre la balsa,
en ese momento rogué que no volvieran, que me dejaran solo, porque yo había
sido el de la idea, siempre pasaba lo mismo, yo empezaba algo y rápidamente,
aparecían ellos, para divertirse con mi invento y, con un nudo en la garganta
endurecido por la bronca, debía conformarme con mirarlos desde afuera.
No tenía
fuerzas para defenderme y pedirles que se alejasen, yo tenía diez años y ellos
todos once y medio, doce, trece, o más, no les interesaban las mismas cosas que
a mí.
Cada tanto
aparecía un vecino que tenía un año menos que yo, nueve, pero quería imponer
sus ideas, todo le resultaba pesado y no quería esforzarse, terminábamos
peleando, siempre se las ingeniaba para hacerme sentir mal de alguna forma,
entonces susurré: “no… ojalá que tampoco aparezca él, quiero estar
definitivamente… solo.
Había comenzado
a flotar sentado en las maderas, el silencio era mi mejor amigo en esos
momentos, los gritos de mis hermanos y de otros chicos del barrio, los
escuchaba cada vez más lejos, el único que no me molestaba era Chicho, mi
perro, que se quedaba en la orilla y con sus orejas bien paradas no me sacaba
la vista de encima, por momentos lloraba o ladraba mientras caminaba alrededor;
era mi compañero, porque aunque todos lo llamaban, siempre elegía quedarse
conmigo.
La laguna tenía
unos cincuenta centímetros de profundidad máxima, no había ningún peligro, de
modo que los padres, no se preocupaban por nosotros.
Al medio,
estaba la piedra grande que no habíamos conseguido sacar, esa sería la isla
donde el navegante podría descansar; Entonces remaba varias vueltas alrededor
hasta que, desembarcaba, primero como Cristóbal Colón, después como Magallanes,
por momentos como pirata inglés, por último como Robinson Crusoe… podía pasar
ahí varios minutos, hasta que me cansaba y volvía al mar.
Me quedaba
quieto y observaba la vida en el agua, ranas, sapos y renacuajos de todos los
tamaños, hasta descubría como les nacían patas y de a poco perdían su cola. El
sol se reflejaba en la superficie y si venía alguna brisa, la luz se rompía en
distintas formas y colores, las ondas se dibujaban reflejadas en la pared del
edificio vecino y en los árboles. Se me ocurrió volver a la orilla, porque
Chicho reclamaba mi presencia; fue cuando me rodearon todos preguntando por la
balsa, pensé que ya habría terminado el partido de fútbol, o la guerra de manzanas
silvestres. Les dije que flotar era hermoso, que probaran, porque yo ya estaba
algo cansado y me iría un rato a casa; pero cuando volví, entendí que los más
grandes como siempre, lo estropeaban todo, se divertían más mirando y cazando
tantos renacuajos, persiguiendo ranas, tirando piedras o palos para salpicarse,
tratando de empujarse al agua, o haciendo patitos, compitiendo a ver quién
hacía rebotar más veces su piedra en la superficie.
Se notaba que a
ellos les divertían otras cosas.
Habían
desarmado la balsa, los palos y maderas las habían utilizado para construir un
puente, que estaban usando para llegar caminando hasta la isla. No me quedó
otra que acoplarme a ellos, sumarme a sus juegos, reírme y gritar como ellos.
Pero sabía que en mi interior subsistía la idea de flotar en una balsa,
entonces, me prometí a mí mismo que volvería a construirla.
Pasaron los
días, ya habían terminado las clases.
Papá nos
llevaba con él a los tres hermanos, para que le ayudásemos en las casas que
estaba construyendo, alcanzar ladrillos al albañil que levantaba paredes, no
era difícil y también resultaba divertido, juntar leña para el asado del
mediodía que compartían todos los obreros, mojar con la manguera, las paredes
que ya estaban revocadas, todo era muy importante para papá, pero nosotros lo
hacíamos jugando, todo eso nos divertía.
Un día él,
necesitaba solo a los dos mayores, así que me quedé en casa, mis dos hermanitas
menores que yo, tenían sus amigas, además estaba establecido que las mujeres
ayudarían a mamá. Entonces disfruté de mi soledad toda esa tarde.
Crucé la calle
hasta la laguna, pensé en la balsa, pero me aterrorizaba la idea de que en
cualquier momento llegarían los más grandes para opinar, para usar mis
inventos, o simplemente para reírse de lo que yo hacía; sabía que a ellos no
les interesaba flotar, imaginando que daban la vuelta al mundo en las
carabelas. Si construía de nuevo la embarcación, se subirían o la desarmarían,
pensé unos minutos y… por fin se me ocurrió una idea mejor.
Llevar la balsa
desarmada hasta el lago grande, aunque estuviera a tres cuadras, eso no me
acobardaba. Primero un palo, después el otro, y finalmente el tercero, por
suerte cada viaje arrastrando el palo, era cuesta abajo. Un vecino salió de su
negocio para preguntarme qué estaba haciendo con esos postes, le respondí sin
bacilar:
“¡Me los pidió
mi papá!”
Sonrió y
asintiendo con su cabeza comentó:
“Es muy bueno
que todos ayuden a sus padres”.
Se cruzó de brazos
y quedó observando mi trabajo desde la puerta de su negocio.
Las dos últimas
caminatas fueron para llevar las tablas de alrededor de un metro de largo, las
que clavaría atravesadas sobre los tres palos grandes.
Otro viaje
caminando fue para buscar martillo y clavo del taller.
Ya estaba en la
orilla, tenía a los tres palos juntos, cada uno de ellos con la mitad dentro
del agua y su otra mitad afuera, apoyados en las piedras pulidas y limpias.
Estaba
empezando a clavar la primera tabla y me preguntaba si realmente lo conseguiría
solo, sin la ayuda de mis hermanos.
Coloqué las
tablas apoyadas sobre los palos, sin los clavos, me senté arriba para ver si
todo iba bien, miraba los clavos y el martillo que tenía en mis manos y trataba
de recordar cómo habían clavado mis hermanos cuando me ayudaron.
Chicho empezó a
llorar con voz muy fina, levantó sus pelos del lomo y por momentos gruñía, era
evidente que algo quería avisarme.
Levanté la
cabeza y vi la figura de un hombre corpulento que se acercaba, sus movimientos
eran lentos, tenía miedo de mi perro, que le estaba mostrando todos los
dientes.
El hombre vio
que yo sentía miedo de él y levantó sus manos, como para demostrar que venía en
son de paz, pidió que yo calmase a mi perro; entonces, me arrodillé para
abrazarlo, acariciarle la cabeza y el hocico, darle suaves palmadas en sus
costillas, respondió lamiéndome las manos, hasta que se sentó relajado, pero
mirando con desconfianza.
El hombre
estaba muy desalineado, barbudo y sucio, aunque hacía calor de verano, se
vestía con ropa de invierno y olía muy mal. Nunca había visto tan de cerca a
uno de esos personajes.
Señaló unos
árboles cercanos y dijo: “Yo vivo ahí”.
Traté de ver
cómo sería su casa, pero no encontré ahí ninguna construcción, recordé entonces,
que en un momento había pasado por ese lugar, había visto ropa vieja extendida
y aplastada como si alguien durmiera encima. Ceniza de una fogata apagada y dos
tarros negros que, seguramente se habrían usado para cocinar o calentar agua,
también había botellas de vino vacías.
Cuando nombró a
Chicho, le pregunté cómo sabía el nombre, dijo que lo conocía y que también
conocía a mi familia, sobre todo a mi padre, porque alguna vez había trabajado
con él.
Tocó las
maderas donde me sentaba y miró hacia el camino que yo había recorrido para
llegar, entonces dijo: “Vi como trabajaste para traer todo esto”.
“¿Para qué?”
“¿Qué estás por hacer?” Y él mismo respondía a sus propias preguntas.
“Parece una
balsa, a lo mejor querés navegar en el lago, querés flotar arriba de esto…”
Le respondí con
una sonrisa y se alegró por haber adivinado mi intención.
Luego siguió
adivinando… “Yo podría ayudarte”.
Apenas vio que
me incorporé, se puso a trabajar, alineó los postes y presentó las tablas
atravesadas de mayor a menor y comentó: “Habría que conseguir clavos y
martillo”.
“¡Acá los
tengo!” Dije para su sorpresa.
Comenzó a
martillar entusiasmado, mientras comentaba que yo tenía todo organizado, que no
se me había escapado ningún detalle; martillaba bien, con fuerza, como si
supiera.
Terminó y con
un ademán me invitó a subir, parecía una tarima, de las que se usaban para
hablar en los actos de la escuela. Me acosté encima y vi que sobraba espacio,
pero no pude convencer a mi perro, cada vez que intentaba subirlo, él saltaba y
se alejaba desconfiado.
El hombre vio
que yo me esforzaba por navegar, por empujar la embarcación hacia adentro del
lago y se reía al ver que sería imposible; entonces me ayudó haciendo fuerza,
empujando.
Me preguntó:
“¿Tu padre sabe que estás haciendo esto?”
“¡Sí!” Le
respondí, pero no me creyó.
Entonces
encogiéndome de hombros agregué: “Bueno, más o menos… algo le conté…”
Luego le miré
los ojos y dije convencido: “¡No, en mi casa no saben nada!”
Empezó a reír,
mientras decía que él estaría en su casa, por si lo necesitaba, Dijo también
que quería terminar de dormir su borrachera; caminó hacia su arboleda y observé
su espalda, preguntándome cómo podría andar tan abrigado en un día de verano.
Me sentí mal, porque
no le dije gracias, no sabía cómo usar esa palabra, no le dije nada; pensé que
algún día podría encontrarlo, agradecerle por ese buen favor que me hizo y… ya
no tendría miedo a todos los que se visten como él.
Mis pies
mojados, estaban en la punta que ya flotaba, pero mi cabeza y mis hombros,
daban a la punta que todavía se apoyaba sobre las piedras, miré un rato el
fondo con piedras limpias de todos los tamaños, me entretuve observando cómo se
movían pequeños cangrejitos y langostinos de agua dulce, me acordé cuando
alguien dijo que ellos eran la comida de las truchas y de otros animales
acuáticos.
Pero mi balsa
no flotaba, todavía estaba encallada sobre piedras, apoyé mis manos sobre una
roca grande y empujé varias veces con todas mis fuerzas, se movía, pero no
conseguía despegarla del fondo. De pronto vino una ola, seguramente producida
desde lejos por alguna embarcación que pasaba, la cuestión es que me levantó
unos centímetros y, con otro empujón contra la roca grande conseguí salir.
Lástima que
Chicho no quiso acompañarme, continuaba mirándome desde la orilla.
Dos… tres olas
más y de nuevo el lago volvió a recuperar su tranquilidad, era un día lindo,
sin viento y con mucho sol.
Ya estaba
flotando, ya no sentía ningún golpe duro contra las piedras, ya era todo más
liviano y… empecé a relajarme.
Recordé a mis
hermanos y a otros chicos del barrio, imaginé que podrían venir, subirse y
navegar, pasar alegres mientras yo los miraría desde la orilla mintiendo una
sonrisa; pero nadie sabía lo que yo estaba haciendo en esos momentos, nadie lo
imaginaba, el placer era solamente mío, el juego era mío, no lo estaba
compartiendo con nadie, nadie molestaba.
Quise prestar
mucha atención a todo, como para disfrutar plenamente de lo que estaba
consiguiendo. Pensé que los verdaderos navegantes también se cansaban y se
acostaban relajados a descansar en la cubierta, mientras esperaban llegar a
destino, o a algún lugar que ni ellos imaginaban, porque de eso se trataba el
descubrir nuevas tierras.
Mis zapatillas y
parte del pantalón, ya se habían secado con el sol, la camiseta ya no se me
pegaba a la piel, también se había secado y el sol me calentaba la espalda.
Los ojos se me
cerraron solos y los dejé que actuaran, sin oponerme.
Me vino a la
mente lo que pensaba todas las noches antes de quedarme dormido… Si no
estuviesen las sábanas, yo estaría medio milímetro más abajo… Si no estuviese
el colchón, yo estaría veinte centímetros más abajo, si no estuviese la cama,
seguro que caería al piso, pero si no estuviese el piso, caería debajo de la
casa, donde está toda la leña que juntamos para el invierno… pero si tampoco
estuviera todo eso… yo no estaría en la tierra. A lo mejor estaría en el
espacio, lejos de todo, sin tocar nada, sin caer hacia ninguna parte. “Dice la
maestra que el espacio es infinito”… pensaba. Los astronautas flotan en el
espacio, no entiendo cómo será eso de que no caen hacia ningún lugar. Me
preguntaba cómo sería si no hay rozamientos, si no hay luz, si no hay
oscuridad…. “¿Cómo será donde no hay nada?”
También pensaba
que no valía la pena preguntar eso a otras personas, se reirían, creerían que
estaba loco, otros se enojarían, y me dirían que eso no debería importarme.
No me animaría
a preguntarle a nadie esas cosas.
Recordé a mis
padres y me pareció adivinar lo que responderían, pensé en cada uno de mis
hermanos, en los chicos del barrio, en los compañeros de la escuela todos con
guardapolvo blanco; pensé en las maestras… tal vez a nadie se le ocurrirían
esas cosas.
También pensé
que era el problema de tener diez años y me decía: “Seguramente cuando sea más
grande me van a preocupar otras cosas… “
Recordé al más
viejo del vecindario, ese italiano que había estado en la guerra, de vez en
cuando, me llevaba a pasear por los bosques como si fuera mi abuelo, me trataba
como si yo hubiese sido el nieto que no tuvo. En las caminatas, le preguntaba
todo lo que se me ocurría… No le gustaba hablar de la guerra, entonces lo
desviaba hacia otros temas y… cuando no tenía más respuestas, me hacía callar para
que escuche a los pájaros, o el silencio del bosque.
Si llevaba
también a mis hermanos, le hacíamos perder la paciencia y nos divertía verlo
enojado, por eso en las excursiones, trataba de llevarnos de a uno.
Los nazis le
habían quemado la pantorrilla con un lanzallamas y se le veía de color azul, no
le dolía, pero se quejaba mucho de la picazón y se rascaba muy seguido, también
sobre eso le preguntábamos, pero cambiaba de tema o quedaba callado, pensativo.
Decía que le
gustaría ser pájaro para poder volar y no preocuparse por nada, que los pájaros
no piensan, que van a donde quieren, donde les da la gana.
Por momentos yo
creía que los maestros sabían todo, simplemente porque eran maestros, o los
grandes, simplemente porque eran grandes. Se me ocurría que, si vivieron más
años, seguro que tienen que haber aprendido más cosas. Siempre me pasaba lo
mismo, surgían las preguntas que les haría al estar con ellos y luego cuando
los tenía de frente, ya ni me acordaba sobre qué tenía que preguntar, además en
esos momentos, era mejor estar solo y no cerca de compañeros o amigos, se
reirían de mis preguntas, o después me preguntarían porqué yo hacía tantas
preguntas, o dirían: “¡Eso quién no lo sabe!”
Porque eran
así, aunque no supieran nada, igualmente decían saberlo todo.
Por eso me
resultaba mejor y más cómodo estar solo, nadie me cuestionaría nada.
Recordaba a los
pájaros de los que hablaba el italiano, me preguntaba por todos los animales y
pensaba: “¿Se harán preguntas como nosotros?” ¿Serán felices? Pensaba que, si
el perro tiene su cucha donde dormir, una familia que le de comida y cariño, no
necesita más nada.
Me dije a mi
mismo, que algún día le preguntaría a Chicho, sé que de alguna forma me
respondería, porque sabe que es mi mejor amigo.
Algo me hizo
incorporar y llamarlo, ¿Dónde está mi perro?
Descubrí que,
entre tantas cosas que había pensado, me había quedado dormido. Quise llamarlo,
pero descubrí muy asustado que estaba muy lejos de la orilla, que, si quería
llamarlo, debía gritar muy fuerte. ¡Chicho! ... ¡Chicho! …¡Chicho!
Miré el agua,
ya no se veía el fondo. ¡Era todo oscuro!… No se veían las piedras del fondo,
era imposible calcular cuántos metros había de profundidad por debajo de mí.
Miré las
montañas, aunque todavía era de día, se notaba que ya mostraban su silueta
oscura.
Lo único que se
me ocurrió fue remar, pero no tenía ni un palo, ni una rama, nada que pudiera
hacer de remo. Sentía mucho miedo, estaba solo en el medio de la nada.
Continuaba acostado boca abajo, con los brazos abiertos remaba haciendo
movimientos con las muñecas.
La
desesperación por volver a la orilla, hacía que mi desplazamiento pareciera muy
lento, notaba que no avanzaba nada, era tal la impotencia, que mis ojos explotaban
de lágrimas. Pero no quería llorar fuerte, solo quería remar y salir de ahí.
Continuaba
haciendo movimientos con las manos, como si estuviera nadando, el lago era un
espejo, no se formaba ni una ola que pudiera empujarme hacia la costa.
Pensé que
abandonaría mis sueños de ser navegante, pero rápidamente supe que no tenía
tiempo de pensar en esas cosas, solo quería salir de esa situación… continuaba
remando y remando con las manos.
Aunque mi
embarcación apenas se movía, sentí que algo estaba avanzando, porque de pronto
empezó a moverse sola, como si hubiese cobrado vida, giraba alrededor de sí
misma, describiendo círculos. Eran los remolinos provocados por el arroyo que
llegaba muy cerca, nada dependía de mí, sentía mucha impotencia, por momentos
lloraba fuerte.
Entre hipos y
jadeos, dejé un silencio para permitirme respirar y algo me hizo recobrar
fuerzas, eran los ladridos de Chicho, ladraba muy fuerte, como queriendo
llamarme, como si quisiera decirme: “¡Dale!” “¡Remá para este lado!” ¡Te estoy
esperando!”
Pude ver sus
orejas, me di cuenta que no estaba tan lejos, que no era el medio del lago como
un rato antes se me había ocurrido.
El perro
continuaba ladrando y gritando en diferentes direcciones, como si supiera que
yo estaba en problemas, que había que pedir ayuda.
Apareció
entonces mi amigo, el desarreglado, el que olía tan mal, creo que nunca me
había alegrado tanto al ver un hombre desprolijo, me miró unos minutos como
estudiando la situación y, de rodillas sobre las piedras, comenzó a trabajar
rápidamente con sus manos; desde mi lugar, no alcanzaba a ver lo que estaba
haciendo, ni se me ocurría nada que pudiese adivinar. Cuando se incorporó, por
fin entendí su intensión, había atado un palo de leña en la punta de una soga,
como para que el peso le permitiera arrojarlo hacia adentro del lago lo más
lejos posible; para eso, lo hacía girar en el aire cada vez más fuerte, como
cuando en el campo, tratan de enlazar a los caballos.
Lo observé unos
segundos, una risotada interrumpió mi angustia, me divertía esa imagen tan
grotesca, un hombre grande, desarreglado y sucio, haciendo girar un palo atado
a la cuerda, como si fuera un helicóptero remontando vuelo. Cuando la hélice
cobró una importante velocidad y radio de giro, soltó la cuerda para que el
palo saliera volando hacia el lago; alcancé a verlo atravesando el cielo a toda
velocidad, cayó a varios metros de mí, no llegó a salpicarme. Yo estaba tan
asustado que no quería ni moverme, pero escuché sus gritos: “¡Agarrá la
cuerda!” “¡Agarrá la cuerda!”
Mientras la
movía hacia arriba y abajo para que yo pudiera verla, Caminaba hacia izquierda
y derecha, repitiendo esos gritos… Debe haber pensado que no le entendía,
porque buscaba sinónimos con más gritos: “¡La soga!” “¡La soga!” “¡El lazo!”
Chicho seguía
ladrando como para alentarme…
De pronto el
palo atado, dio contra uno de los lados de mi balsa y volví a escuchar:
“¡Agarralo!”
“¡Agarralo!”
Temblando de
miedo, conseguí moverme hasta que lo tuve en mis manos, enredé parte de la soga
entre mis brazos y prometí no soltarlo por nada del mundo.
Le mostré lo
que había hecho y gritó: “¡Ya está!”
Empezó a
llevarme lentamente hacia la orilla, mientras juntaba la soga metro por metro,
luego comenzó a caminar cuesta arriba, alejándose con la cuerda arrollada; yo
navegaba a la velocidad de sus pasos, hasta que, por fin, mi embarcación
encalló. El hombre había elegido el mejor lugar para mi llegada, la zona donde
estaban las piedritas más chicas formando bancos de ripio fino y limpio. Me
incorporé y rápidamente salté hacia las piedras secas, respiré profundamente
para que desaparezca mi angustia, todo el cuerpo me dolía, por haber mantenido
una misma posición durante varias horas.
Chicho, no
dejaba de mover su cola, olfatear mi ropa y lamerme las manos.
El hombre
comenzó a caminar a mi lado para acompañarme. En un momento levantó su cuerda
arrollada y, como hablándole al cielo comentó:
” ¡Por fin pude
usarla!” “Hace mucho tiempo que la tengo, la dejaron unos camioneros y nunca
vinieron a buscarla”.
Cuando
terminamos de subir dijo: “Ahora vas a tener que apurarte, se está haciendo de
noche, en tu casa deben estar preguntando por vos”. Antes de despedirse me
devolvió el martillo que tenía escondido entre su ropa… “No te olvides esto”.
Agregó.
Comencé a correr
esas tres cuadras cuesta arriba, por los mismos lugares por donde había llevado
aquellos palos al principio de la tarde.
Al llegar vi a
mis hermanas con sus amigas jugando al elástico en la vereda, por lo que deduje
que todavía no llamaban para cenar; creí que me preguntarían sobre lo que me
había pasado, pero no… solo gritaban:
“¡No vengas a
molestar!” “¡Nosotras estamos jugando bien!” “¡No nos molestes!”
Entendí
entonces que no había pasado tanto tiempo como yo creía, quise contarles algo
de lo que había vivido mostrándoles el martillo, pero no quisieron escuchar y
repetían.
“¡Andate!” “¡No
nos molestes más!”
Entonces fui al
taller para dejar el martillo en su lugar y escuché el comentario de papá:
“No me molesta
que uses el martillo, lo importante es que después lo dejes en el mismo lugar
de donde lo sacaste, no quiero seguir perdiendo herramientas”.
Pensé en
contarle todo, pero preferí dejarlo para otro momento, no podía imaginar cuál
sería su reacción, seguramente diría que era culpa de mi mamá. Entonces comencé
a guardarlo como un secreto, no contárselo nunca a nadie, mis padres se
enojarían, mis amigos no me creerían, mis hermanos se reirían, además no sabía
qué palabras usar para contarles.
Siempre pensé
que para los demás, nada de eso sería tan grave como lo viví yo, tal vez cuando
sea grande, recordar esa tarde me resulte pintoresco y hasta divertido.
Si alguna vez
lo escribo, será para que lo lea mamá, aunque tenga 89 años, ya sé que va a clavarme
sus ojos azules y después de un silencio va a comentar meneando su cabeza:
“Y te fuiste
solo…”
Voy a decirle
que me animé a contarlo, porque ya pasaron más de cincuenta años.
Hoy esa laguna
no existe, como tampoco existen esos árboles frutales ni los senderos, ahora
está todo lleno de edificios, que parecen querer aplastar y pisotear cada metro
por donde anduvimos, pero lo que nunca van a poder aplastar, son los recuerdos
de aquellos momentos tan importantes de mi infancia.
Autor: Mario Gastón Isla. Bariloche, Argentina.