Un tren rojo en el agua blanca.

 

Aún tengo en mis ojos, grabado, el asombro de la niñez.

Vivíamos en un lugar amaretto de luz de montaña, amaretto interior de gente buena, simple como el vuelo de una paloma… amaretto de abuelos arrugados y tiernitos…

Siempre jugando, no sabíamos nada de este mundo material, sólo sabíamos que nuestros padres nos amaban, y que sólo debíamos jugar.

Cierto día de otoño, hicimos un trencito rojo con muchas manzanas atadas, muy bien atadas con un cordel.

¡No podíamos creer la obra de ingeniería que habíamos realizado!

Nos subimos por la ladera hasta arriba, donde nacía el agua del río.

¡Que prodigio, nuestro tren rojo empezó a navegar, un tren rojo sobre el agua blanca!

Mis hermanos y yo bajamos corriendo la ladera, entre risas y gritos de alegría…

Donde el agua daba vueltas el tren también lo hacía, de a ratos algunas piedritas de colores frenaban su recorrido, pero el tren seguía, seguía…

Pero aquel día tan hermoso de nuestra niñez, marcó un antes y un después.

Ese día se volvió tormentoso, lleno de dolor para nuestras vidas… porque de pronto, apareció aquella estatua de sal, cuya mano enorme nos empujó uno a uno hacia el agua que se puso borrosa… Nunca durante muchos años pudimos salir de allí.

¡Pero siempre estuvimos abrazados con el tren rojo!...

Un tren rojo en el agua blanca

Desde aquel día, no hubo más amarettos, ni pájaros ni sonidos en el lugar.

A mi padre se le metió el alcohol en las neuronas, en las vísceras, en todo intersticio vital… Nunca supimos el motivo.

Escenas dantescas ocurrían en mi casa, que otrora fuera feliz.

Cuando mi padre no tenía alcohol nos tiraba con lo que tuviera a mano.

Muchas veces nos causó heridas, él que en otros tiempos nos cuidaba tanto.

Mi madre era la única que sabía sonreír a pesar de todo. ¡Sufrida y abnegada madre mía!

Nuestra niñez huyó y nos cerró todas las puertas con llave…

Éramos seres inexistentes.

Solo teníamos lágrimas y un dolor oscuro, muy grande, más de lo que puede soportar un alma de niño…

Pasado el tiempo un día inolvidable mi padre murió. La estatua de sal murió.

Dicen que somos nuestras propias circunstancias, indudablemente que mis hermanos y yo lo fuimos.

Nos marchamos a otra aldea de tilos y jengibres.

Sin embargo, un instante de luz, entró a mis oídos, escuché susurrar a mi yo cuántico, a mi yo energético…

Decidido, tomé a mis hermanos y a mi madre en un abrazo gigante y saltamos la pared de cristal, hacia una llanura llena de verdes carcajadas y plenitud. ¡Comprendimos! ¡Son tan simples estas cosas del universo!

Solo se trata de dar Amor… después regresan a uno valles, océanos, ciervos y gaviotas, todo el universo te abraza llenándote de Amor…

Cuentan personas del pueblo amaretto que una vez al año aparecen en el remanso cuatro niños felices, jugando con un tren rojo sobre el agua blanca…

Tal vez sea un espejismo.

 

Autora: Olga Triviño. Mendoza, Argentina.

margaritavadell@gmail.com

 

 

 

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