Un montón de añoranzas.

 

Figúrate que siempre, al salir al callejón, se te coloca  delante, te saluda, te anima con su sola presencia un permanente montículo de tierra dura.

No te planteas cómo pudo aparecer, quién lo formó, de dónde proviene toda esa tierra.

Te topas con él en toda ocasión y lo consideras como algo natural y propio de tu espacio vital, sin más interrogantes.

Lo primero que se te viene a la mente cuando lo contemplas es salvarlo aprisa. Y luego bajar a toda velocidad a la zona llana del recinto.

Si lo miras de frente, a la izquierda te encuentras con la pared de la vivienda; a la derecha la tapia del corral de los vecinos.

Delante, la tapia de la calle. Todas las paredes están construidas con adobe.

Para fabricar adobes, coges el molde rectangular, lo apoyas en el suelo, lo cubres de tierra y agua, lo vas aplanando hasta que esté lleno y por fin retiras el molde y el adobe recién hecho se te queda bien formadito en el suelo.

Las tapias son de poca altura, por lo tanto, casi no aíslan nuestro sitio de juegos y diversiones caseras.

Ahora imagina que el montículo, que denominamos montón, representa un pelotón gigante que ha caído en el corral, pero que es inamovible, y claro está, no puedes jugar con él al fútbol.

El símil parece un poquitín extraño; en vez de desplazarlo tú, seas precisamente tú quien vaya trepando o deslizándose por cualquier zona de su esfera.

Los conejos y las gallinas, correteando por el reducido espacio, suben y bajan por el montón. Tú puedes distinguir los chillidos y cacareos, arriba y abajo.

Los conejos han excavado en él sus huras o diminutas madrigueras donde se esconden.

Si te atreves, trata de imitar a los conejos; cava un hoyo para jugar.

Un hoyo profundo, utilizando el pico.

Porque, aunque la tierra está dura, no es difícil removerla.

Similar a cuando intentas escarbar en la memoria para encontrar algún recuerdo agradable; aparece en mil formas y tamaños, como trocitos cuya certeza o exactitud no te es posible aseverar.

Los trocitos de tierra o terrones los puedes utilizar para jugar:

Los echas en el carretillo y los conviertes en pan.

Luego llevas rodando la carga y vas pregonando el producto como hace el panadero todos los días.

Bueno; se me olvidaba aclararte que en el corral hallarás herramientas y tablas y latitas vacías; y, claro está, tenemos un carretillo.

Sí; el carretillo que carga los cántaros hasta la fuente y regresa con ellos llenos.

Entre las herramientas dispondrás para tu uso: Una pala, una llana, una azuela, un rastrillo, una pequeña azada…

Ahora vertemos agua en aquel hoyo, que lo hemos cavado arriba, en la pinguruta como nosotros la denominamos.

Ya tenemos un laguito. Lo cubrimos con unas tablas, y así hemos construido un puente.

Pues agarramos los mangos del carretillo. Ya asciende la pendiente. Ya pasa sobre las tablas, por encima del lago profundísimo y lleno de agua…

¡Mira que si se hunde! Pues caeríamos los dos al interior del foso. ¡Qué emocionante!

Hay unos alambres que, a cierta altura atraviesan el corral de derecha a izquierda.

Están sujetos por una escarpia en la pared y atados a un palón de madera, que se alza próximo a la tapia vecina.

Estos alambres se usan para tender la ropa.

Así que, cuando estás arriba del montón, te agarras a los alambres y con el impulso te elevas alcanzando buena altura.

Es lo mismo que en ocasiones me parece que hace el gato de la vecina.

Si se te ocurre salir al corral, lo observas saltando la tapia. Yo lo imagino porque apoya las patas en el supuesto tendedor y se produce un sonido muy particular, dejando rastro de que anda por ahí.

Subir al montón te aporta sensaciones de libertad.

Es como si escalaras una montaña y te sintieras a punto de tocar las estrellas.

Te parece que la brisa viene con otros aromas, distintos de cuando te encuentras abajo, entre las tapias del reducto, donde en verano el calor es asfixiante.

Y además, todo se escucha con mucha mayor nitidez.

Por ejemplo, cuando conversan los vecinos, cuando la gente transita por la calle, cuando circula el carro de las espigas, cuando grita la voz del vendedor de melones.

¡Y lo de jugar con la pelota, es tan divertido! Porque la dejas caer desde la cima, y baja rodando a una velocidad endiablada.

Y si la tiras a lo alto para volver a cogerla entre las manos, superas con facilidad el nivel de altura de las tapias.

Debes ir con cuidado, ya que se te puede marchar a la calzada, o hasta el corral vecino, como habitualmente hace el gato.

A eso lo llaman encajar la pelota. Luego resulta imposible localizarla.

También desde la cumbre puedes tirar las latas vacías hacia la calle, sólo para reconocer el sonido y constatar la distancia que logras, simulando al atleta lanzador de peso.

Pero lo más emocionante, lo más divertido, lo más de lo más lo conseguirás observando y poniendo atención desde arriba.

La escuela no queda lejos de casa. Pues escuchas cómo cantan los niños esas canciones infantiles tan conocidas.

Yo me he aprendido algunas, oyéndolas subido en el montón. Por ejemplo, esa que dice:

 

“Dios tiene un puente de cristal,

Que de la tierra al cielo va.

Tiene diez arquitos,

Diez nada más;

Diez los mandamientos

Que has de guardar”

 

Y después, esto yo no he podido contrastarlo; pero suponte que preguntan la hora que es.

Serás capaz de responder, porque desde la cumbre se ve el reloj de la torre de la iglesia.

Y ahora lo verdaderamente extraordinario: también se ve el Castillo; y eso que dista algunos kilómetros de aquí. Parece imposible.

Como te digo, yo no lo he comprobado; pero así me lo cuentan y yo siempre me lo he creído.

Y cuando la tarde va declinando, te subes al montón y declamas, y memorizas y examinas las fases de la Luna.

Es como la montaña sagrada desde la que se contempla la divinidad mucho más próxima.

Qué quieres que te diga: el montón brinda emociones y detalles más sugerentes que, si tratas de dispersarte en la observación de algo desde cualquier rinconcito, aquí abajo.

¡Ay!, pero mira bien esto que voy a referirte:

Un día de estío, al regresar del cole para tomarme las vacaciones, el montón lo acababan de aplanar, convirtiéndolo en un pequeño huertecito donde crecían cebollas, tomates, lechugas…

¡Me invadió un sentimiento agudísimo de nostalgia!

Tú también lo habrás comprobado. Las cosas son así. Pasan por épocas diversas; sólo nos quedan añoranzas de otros tiempos.

 

 

Autor: Antonio Martín Figueroa. Zaragoza, España.

samarobriva52@gmail.com

 

Reseña biográfica del autor.

 

 

 

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