“Tribulaciones”
Los
acontecimientos ocurren en el pintoresco “Pueblo Tradicional” de Bellavista,
pueblo ligado a la Revolución de Arequipa y a la tradición de su gente dedicada
a la agricultura, manteniendo el culto y respeto profundo por sus muertos.
La belleza
del lugar, que pocas veces regala la naturaleza, se adornaba con el cántico de
los pájaros y el trinar de cuantas aves hacían más alegre el despertar de cada
mañana. Más aún, la frescura de las límpidas aguas que recorrían las
zigzagueantes acequias para el riego de los campos y los cultivos. Aguas que,
por las noches serían almacenadas en dos “estanques” para luego regar los
cultivos durante el día. Estos dos “estanques” servirían para que los vecinos
cercanos al lugar, se dedicaran a la cría de aves, como patos y gansos. Era
todo un hermoso espectáculo para el forastero.
Las “pagchas” o pequeñas cataratas, con la
frescura de la caída de sus aguas, rodeadas de sauces, eucaliptos, molles y
chopos (Tipo de árbol que sirve para protección del viento y también para
leña); más la presencia de frondosos huertos con sus frutales y rosales, la
yerba santa y el texao daban armonía, belleza, aroma y alegría al momento de
escuchar el cántico de los pájaros de diversas especies y colores qué,
alrededor moran; más el silbido de los vientos haciendo ulular las ramas, las
hojas y los tallos de los árboles, hasta querer inclinarlos, como se inclina un
director de orquesta al empezar la sinfonía, sobre todo, cuando llegaba la
época de siembra o cosecha !Cómo no sentirse feliz! Pero, empezaría la lucha
por la vida.
La antigua
iglesia se caracterizaba por ser construida totalmente en sillar con su
campanario, donde habitaban tres campanas. La más pequeña, cuando el campanero
las echaba al vuelo con su repique era muy seguido, le daba la tonalidad de
felicidad y alegría (tilín, tilín, tilín), es cuando se llamaba a la gente para
que asistiera a la misa del día domingo o a la fiesta de la Virgen de la Asunta
y cuando ésta doblaba, se trataría de un funeral.
Cuando el campanero
daba acción al badajo en forma prolongada y espaciada, como que se escuchaba un
profundo quejido lastimero que hacía estremecer hasta el alma a cuanta persona
lo escuchaba; la gente corría donde el “sacristán” para saber quién había
fallecido. (Tilínnnnnn, tilínnnnnn, tilínnnnnn).
En este
ambiente, se da la presencia de sembríos de maizales, trigales y papas en
grandes tabladas; cuando estaban a punto de madurar, había que cuidarlos de
“los amigos de lo ajeno”, de los pájaros y los roedores. En cuanto al cuidado
de las papas y el maíz, se tenía que construir las “chugllas” (rústicas
casuchas de palos, levantadas sólo para el cuidado del sembrío, cubiertas con
ramas de los árboles). Luego, con el tiempo se harían viejas y sería utilizado
su material como leña para la cocción de alimentos.
Javier,
nace, crece y vive en la campiña de este lugar, al lado de su madre, su
padrastro, y su hermana menor que le seguía en edad; luego, vendrían diez
hermanos más, a los que tendría que asistir por ser el hermano mayor.
Se forja a
punta de golpes en el yunque de la vida, cargando el apero, el yugo y el
“ahijón” por los senderos de este histórico lugar, desde cuya temprana edad
dejaría a un lado el juego, privarse de la diversión, la exploración propia de
la infancia, al tener que realizar los quehaceres en el hogar y en el campo,
tal vez, al no contar con el padre biológico que lo sustentara afectiva y
económicamente por lo que, debería con esfuerzo y sacrificio coadyuvar con la
vivienda por ser el hijastro.
Antes de los
seis años, ya pastaba las vacas; pero, no tenía fuerzas, para amarrarlas en las
estacas.
A los 8 años
empezaba su educación primaria en una Escuelita Fiscal con niños que jamás
había visto, siendo para él un mundo desconocido, pudiendo adaptarse a los dos
meses logrando hacer amistad sólo con el Jaime y el Roberto, con quienes
compartía muchas veces las tareas y el juego de los trompos, las canicas y la
rayuela; juegos de los que siempre salía victorioso, motivo por el que Roberto,
más tarde, provocaría un incidente, sufriendo castigo como recompensa, al haber
incurrido en manifestar palabras impropias de un niño en contra de Javier, todo
por ser vencido en el juego.
¡Ah!
Olvidaba a Pascual, uno de los niños que, jugando en la escuela le rompió la pierna
izquierda a Javier, quien se rompería la otra al querer coger la rama de un
eucalipto para columpiarse, con tan mala suerte de no poderla atrapar en el
aire, cayendo de una regular altura y fracturarse la extremidad inferior
derecha.
Por las
madrugadas, antes que apareciera el lucero de la mañana, salían de casa con su
madre, con el tío Manuel y con papá Gerardo, llevando todo lo que se cosechaba
para venderlo en el Mercado llamado la “Recova” San Camilo; entre los productos
había papas, calabazas, vainilla, habas, coles y verduras. Los productos eran
transportados en “cerones" o saquillos y en cada burro. La carga más
pesada la llevaba el “Pepino” por ser el animal más fuerte y ágil, Javier iba
montado en él.
Había que
salir de casa antes que emergiera el lucero de la mañana a fin de encontrar
espacio para descargar los productos y amarrar los jumentos para regresar cada
uno montado en su respectivo burro, después de la venta en su conjunto. La
competencia era muy dura con productores de otras campiñas, como Cayma, Carmen
Alto, Sabandía, Paucarpata y otros pueblos. “Pepino”, animal muy inteligente,
hábil y enamorador, era quien llevaba la carga más pesada, optaba por
adelantarse a los demás, llegando con Javier más rápido a la “Recova”.
Una vez que
llegaba a la puerta del mercado, se tendía y al tenderse aflojaba la “cincha”,
provocando deshacerse de la “carga” e inmediatamente emprendía la retirada e
iba en busca de las burras hembras que llegaban de los lugares ya nombrados;
allí se peleaba con los burros que le salían al frente. Al llegar papá Gerardo,
mamá Lucrecia y el tío Manuel, no encontraban a “Pepino” pero, el niño y la
“carga” estaban sanos y salvos en la puerta, aunque Javier se encontraba
preocupado y llorando. Javier no tenía fuerzas para contener a “Pepino” y
evitar que huyera, motivo por el cual, se ganaría otra reprimenda; por todo
esto, mamá Lucrecia sufriría por las letanías que recibía por culpa de su hijo.
Al regresar,
había que ordeñar las vacas y llevar la leche a los clientes, de paso ir a la
escuela. Pero, antes había que llevar el ganado a la chacra para alimentarlo.
Todo eso se tenía que hacer. Si no se regresaba rápido del mercado, empezaban
las riñas, enojos y todo salía mal. Los clientes se molestaban por no recibir
la leche a tiempo, porque era para el desayuno; por otro lado, Javier llegaba
tarde a la escuela y era castigado bajándosele la “nota” en conducta y
asistencia.
Una de
tantas mañanas, se había encontrado con Roberto para ir a la escuela, con quien
irían jugando a las canicas en todo el trayecto. Javier le ganaría el juego,
esto motivó que Roberto montara en cólera; no pudo contener la ira que bien
guardada la tenía y empezaba a lanzarle improperios hasta llegar a “mentarle la
madre”.
Javier, por
encontrarse en desventaja por ser más pequeño y de menor edad que Roberto,
experimentó una ofensa tremenda, procediendo a reaccionar instintivamente
estirando el pié izquierdo y romperle la vasija, derramándose la leche
contenida en ella; luego, emprendió la carrera hasta llegar a la escuela sin
dejarse alcanzar. Uno de los profesores, parado como siempre, vigilando el
orden, aseo y disciplina para el ingreso de los alumnos, fue quien recibió la
queja de parte de Roberto; el profesor procedió a preguntar al agresor, el motivo
de su infeliz reacción. Javier se creía culpable por lo que se quedó callado.
El Maestro,
en el instante quiso hacer justicia, a favor de Roberto, alcanzándole la vara
para que castigara a su agresor; éste, procedió a decir la verdad.
Seguidamente, las cosas se invertirían, el docente les recordó de inmediato
“los tres principios de conducta”: amar a Dios sobre todas las cosas, amar y
respetar los símbolos de la Patria y respetar y defender a sus padres hasta con
la vida. Por eso es que, el Maestro, procedió a darle la vara a Javier para que
castigara al supuesto ofendido.
Por “mentar
la madre” serás castigado, bien sabes que, esas palabras no se pronuncian, le
dijo a Roberto y dirigiéndose a Javier, le ordenó que le diera con la vara en
las posaderas, hasta que pidiera “perdón”; así fue. Los alumnos fueron
testigos, por lo que quedó como lección para quienes incorrectamente se
portaran.
Toda esa
labor se realizaba por las mañanas; por las tardes, a las cinco se recogía el
ganado y a las seis, se empezaba a ordeñar nuevamente para poder entregar a un
cliente toda la leche, teniendo que ir a otros establos para conseguir la
cantidad requerida; luego, llevarla en el “Pepino”, empezando esta labor a las
ocho de la noche terminando a las diez ¿A qué hora se hacían las tareas?
Por el
camino, para la entrega de la leche por la noche, ocurrían muchos infortunios,
como aquellos que, hacían variar la ruta diaria, provocando por un lado,
angustia, miedo, pánico; sobre todo, en épocas de fuertes lluvias causando
desbordes de la torrentera, que era la ruta diaria.
Por otro
lado, había que pasar por delante de una casa donde en la puerta de calle,
algunas veces permanecían dos perros muy bravos; estos atacaban furiosamente
con mordiscos en las patas traseras de “Pepino”, ese se defendía dándoles de
coses, esto motivaba a que los porongos con la leche y conductor fueran
derribados al piso.
“Pepino”,
libre de toda responsabilidad y carga alguna, largaba la carrera y se perdía en
la obscuridad de la noche para su mala suerte. Javier regresaba a casa para
pedir ayuda e informar de lo ocurrido, a cambio recibía la “cuera” (Castigo).
El burro “Blanco” sería quien terminaría la jornada.
A “Pepino”
se le encontraría al día siguiente, como todas las veces que esto ocurría, sin
los implementos, la “carona”, la jáquima con su rienda de conducirlo.
Cuando
tocaba la “mita” (reparto de agua) para regar, o cuando tenía que cuidar las
cosechas, Javier, después de regresar de entregar la leche por la noche, tomaba
sus alimentos, se ponía su poncho, cogía su pito y se iba a la “chuglla” para
cumplir sus labores de guardián. Allí, nuevamente se preguntaba. ¿Quién será mi
padre?
Los primeros
que aparecían para cosechar el maíz, eran los roedores que trepaban por el
tallo hasta llegar a la mazorca y devorar el grano, malogrando el producto.
Para que esto no ocurriera había que, o bien atraparlos colocándoles “trampas”,
o poner pequeños depósitos con “comida mortal” para que se fueran a mejor vida
y así, no perjudicaran la cosecha. Por otro lado, se tenía que prender los
candiles y las fogatas en cada esquina de la tablada para ahuyentar a las ratas
de dos y cuatro patas.
En cuanto a
los trigales, en el día, había que usar otro mecanismo de cuidado en contra de
las aves menores, las que se comían los granos. En una vieja vasija de lata, se
colocaba unas cuantas piedras pequeñas que, al sacudirlas, producirían un
fuerte ruido y las palomas, así como los “chirotes” (pájaros de color negro con
pecho colorado, animales muy hermosos y de raro cántico), se espantaban.
En casa,
mucho se escuchaba hablar de que llegaría su padrino, hasta que una tarde de un
día domingo se presentó un señor montado en un hermoso caballo color moro,
llevaba una montura de cuero, lo mismo que, una rienda también de cuero que
salía de la brida del bozal del animal, desde donde se extendía el lazo para
manejarlo. Por vez primera había visto algo así.
El señor era
alto y delgado, de buenos modales, de profunda mirada, canoso y muy amable,
sobre todo, cuando después de saludar a sus compadres, se dirigió a Javier
alzándolo en alto con los brazos y le dijo:
¡Estás bastante grande ahijado!
¡Ya puedes manejar la yunta!
También te traigo esta pelota para que puedas jugar y le alcanzó
lo que alguna vez soñó, tener una pelota. ¡Ay! ¡Aquella pelota!... la que le
daría truncados gozos. Pero, sería un buen gañán y buen jugador de fútbol.
Efectivamente, el padrino había llegado
trayendo dos toritos del distrito de Mollebaya, que su compadre Gerardo le
había encargado para tener una “yunta” y “arar” sus terrenos de cultivo y no
tener que alquilar la “yunta” de otros vecinos.
La casa se
llenó de algarabía, llamaron a los vecinos, a otros compadres y se armó la
jarana; brindis por aquí, brindis por allá; los platos de comida, acompañados
con su “llatan” de rocoto de huerta, iban a cada uno de los felices invitados;
la “chicha” se servía en “caporales”; el “mote”, no necesitaba de darles a los
presentes, estaba por cantidad extendido a lo largo de la mesa para que de allí
se sirvieran. Finalmente, hasta los “cuyes” no se escaparían, porque con su
vida pagarían el gran recibimiento del compadre y empezó la fiesta; salían las
parejas a bailar; era todo un regocijo.
Estos
toritos eran maltones aún, uno de ellos era de color “afrijolau” y el otro era
de color “canela”; por lo que, se quedaría con ese nombre. Había que hacerlos
crecer, cuidarlos dándoles buena comida, sobre todo que no se juntaran con
otros animales para que no se pelearan o no los castigaran por ser tan tiernos.
A los seis meses ya se les estaría amarrando en un
“yugo” para conformar la “yunta”. El “Canelo” sería el derecho y el “Afrijolau”
formaba el lado izquierdo. En un comienzo había dificultad para que se adaptaran
cada uno en su debida posición; posteriormente, sería muy fácil el poderlos
hacer entrar al “yugo”, amarrarles los cuernos con la “coyunda” y ya…. El
“Canelo” resultaría siendo su amigo.
Ya se podía
cultivar los terrenos sin ningún contratiempo, siendo una de las mejores yuntas
del lugar, por tanto, se hizo famosa; todos los agricultores, querían
alquilarla. Ahora ¿para quién sería la tarea de cuidar los toritos de la
“yunta? ¡Eso!... Sólo Javier lo sabría.
Javier,
cuando recibió el regalo de su padrino, se encontró con lo que siempre soñaba,
una pelota; se hizo la ilusión de formar un equipo de fútbol; “ya tengo la
pelota que quería”, repetía entusiastamente. Sin embargo, el regalo añorado no
pudo gozarlo a plenitud por la recargada labor que asumía para contribuir a la
sobrevivencia familiar, a pesar de su niñez.
Fue motivo para que los mismos amigos de
fútbol, se resintieran con él, porque cuando ya empezaba el partido, ocurría
que, se presentaba la abuela materna, para increparle que, no había dado agua a
las vacas o no las había “mudado” y que por su culpa, su madre era quien
recibía la resondrada por parte del esposo. ¡Ahí está tu hijo! ¡Ese es tu hijo!
… le decía. Era una constante y horrible letanía. Su madre efectivamente
sufría.
La presencia
de su abuela, hacía que, Javier al verla a lo lejos, cogiera su pelota y huyera
de la “cancha” dejando sin empezar o terminar el partido. Pero, cuando alguien
de los amigos llevaba el balón, nadie quería integrarlo en su equipo, porque
sabían que en cualquier momento los abandonaría y los dejaría en desventaja; es
decir, con un jugador menos.
Al conformar
la yunta, en un inicio, “Canelo” era el más renuente en ingresar al “yugo”
pero, una mañana, al “gañán” (Persona que maneja la “yunta”) llamó a Javier quien
estaba comiendo zanahoria; el torito se acercó a husmearle la mano; él le
alcanzó la zanahoria; el animal olfateó y procedió a comerla. Desde ese día, el
“Canelo” se convirtió en su amigo.
Cada vez que
se le acercaba, o lo veía, el animal empezaba a seguirlo, no para envestirlo,
sino para que se le diera algo de comer, es así que, al momento de llevarlo al
“yugo”, Javier le alcanzaba una zanahoria rascándole la frente y cogiéndole los
cuernos; el animalito agachaba la cabeza y se dejaba acariciar ingresando
fácilmente al “yugo”.
Parecía una
mascota a tal punto que, Javier, con la mano derecha se palmeaba el muslo de la
pierna, le hacía señas para que se pusiera a su lado; el “nuevo amigo” de
inmediato se pegaba a su costado.
El “gañán” y
todos los campesinos del lugar no podían creer ni dar fe de lo visto, si
alguien pretendía acercarse a Javier, “Canelo” lo impedía, moviéndoles la
cabeza varias veces, como queriendo indicar que no se le acercaran.
El “Canelo”
y el “Afrijolau”, crecían y se consolidaban más fuertes por lo que el arado de
los terrenos se hacía en menos tiempo. Los agricultores del lugar y de otros,
ahora pedían que se les alquilara la ya reconocida y famosa “yunta”.
¡Ya estás
grande! Le había dicho su padrino ¡Ya puedes manejar la yunta!, Javier también
crecía y se hacía fuerte. Un día le dijo al “gañán”: quiero manejar la “yunta”,
pero, que no supiera su padrastro. Una vez amarrada, Javier se puso al mando
del timón del apero de palo y con voz de adolescente dio la orden a los toros:
¡Vamos! ¡Vamos Canelo! ¡Vamos! “Afrijolau”.
Los toros,
al escuchar una tibia y débil voz de adolescente, arrancaron de inmediato,
arrastrando el apero y borrando todo lo que el “gañán” había logrado surquear.
Fue su primera experiencia en su primer día.
En lo posterior,
al empezar a manejar a la “yunta”, debería engrosar la voz, le dijo el gañán,
para que los toros, supieran que eran conducidos por un hombre y no por un
niño. Así empezaría, hasta cuando a los trece ya tenía voz de hombre. Sería el
nuevo gañán.
A partir del
momento en que Javier tomó la lampa para salir a regar los cultivos, siendo al
mismo tiempo su guardián nocturno y ahora, el de manejar una yunta y ser el
nuevo “gañán”, empezaba a caminar con seguridad por los surcos que la escuela
de la vida le enseñaría, sin quejas, reproches ni lamentaciones; es así como se
haría hombre, manteniendo a lo largo de su existencia la recurrente inquietud
de querer conocer al padre que le diera la vida. Esta idea lo atormentaba.
Primero la existencia del burrito “Pepino”, y
luego con la llegada del torito “Canelo”, se convertirían en los dos más
grandes amigos y compañeros del niño Javier; posteriormente, lo serían también
en la adolescencia y juventud, dándole múltiples felicidades y diversas
tribulaciones.
Sus grandes
amigos y compañeros harían olvidar la falta de afecto, cariño, ternura que,
todo niño necesita y merece; ambos, fueron sus compañeros de las labores
diarias, tanto en casa como en las actividades del campo; ambos le dieron
momentos de inmensa felicidad como también dolorosos episodios que afectaron
gravemente sus sentimientos y emociones.
En el caso
de “Pepino” todo era dicha, trabajo y alegría hasta que llegaría el desenlace
fatal con su repentina y cruel muerte en manos de un desalmado sujeto que, al
sorprender a “Pepino” fecundando a su burra y en una irracional y condenable
actitud, cercenó el miembro viril del animal, muriendo éste desangrado;
provocando en Javier, encontrados sentimientos de tristeza, impotencia, pena,
rabia, indignación y frustración; tanto por su desaparición como por la forma
horrenda de su muerte; así como por no contar con su compañía y ayuda nunca
más. Con el torito “Canelo” se produciría una truncada y dolorosa despedida,
llegando a las lágrimas por parte de Javier y al incesante mugido del animal.
Momento muy penoso para ambos.
Cuando a sus
doce años ya era “camayo”, regaba los sembríos, a cambio del pago, le daban
pequeños terrenos para que se los cultivara. La “mita” del agua tocaba en
algunas veces, a partir de las doce del día hasta las tres de la tarde y en
otras, a partir de las doce de la noche hasta las tres de la mañana. Por
primera vez, le mandarían a regar los cultivos de “Añaspata” (nombre del
lugar).
Llegaba a casa a las ocho o nueve de la noche,
luego de entregar la leche, se alimentaba, descansaba dos o tres horas; media
hora antes, después de descansar, se levantaba, se ponía las botas, el poncho,
cogía la lampa, la linterna, llamaba a su perro “Huito” para que lo acompañara,
y salía montado en el “Pepino”. Doce en punto, tapaba su agua y se ponía a
regar.
Se decía
que, por los campos de estos lugares, por las noches, aparecían fantasmas
vestidos de blanco y se escuchaba quejidos lastimeros de algunos espíritus
ronroneos. Javier, recordaba estos relatos, poniéndosele la “piel de gallina”.
Durante las tres horas que duraba el regadío, estaba pendiente y, por momentos,
aterrorizado, esperando la hora en que aparecerían los fantasmas y a qué hora
escucharía los lamentos de esos espíritus.
Javier,
cuando a sus diecinueve años termina su educación secundaria, aparece
nuevamente la idea que, desde niño lo perseguía, la búsqueda de su padre
biológico. En enero del año siguiente, sin que su madre lo supiera, abandona el
hogar, dejando atrás todas sus alegrías y tribulaciones, manteniendo viva la
presencia de “Pepino” y todo lo vivido. ¿Ahora cómo haría para despedirse de
“Canelo”?
Fue al campo
en su búsqueda. “Canelo” no estaba. Empezó a llamarlo: “Canelooo”, voceaba
insistentemente pero, no aparecía por ningún lado. Días atrás, “Canelo” estaba
medio tristón, después de trabajar, optaba por tenderse ¿algo presentiría?
Después de
invocarlo repetidas veces, Javier se dio la vuelta para llegar a casa, tomar
sus cosas y partir; había perdido la esperanza de haberse despedido de su
amigo. De pronto, “Canelo” apareció mugiendo fuertemente, poniéndose al frente.
Levantando
la cabeza y mirando hacia lo alto, seguía mugiendo con mucha fuerza, hasta
parecería que lagrimeaba. Se quejaba. Con sus patas delanteras daba saltitos.
Javier quiso cogerle la frente y los cuernos como siempre lo hacía, para
decirle que, iba en busca de su padre que, quería conocerlo y pronto retornaría
pero, “Canelo” emprendió la retirada mugiendo mucho más fuerte; todo esto le
partía el alma. Se sentó al filo de un bordo desatándose en un incontenible
llanto. Tal vez presentía que nunca más se volverían a ver; o tal vez, le
querría decir que, no emprendiera ese viaje. Nunca más los amigos se volverían
a ver, porque a su retorno no encontraría a “Canelo”. Lo había perdido igual
que a “Pepino.
Epílogo
Pasaría su infancia, triste, turbada y sola, desarrollada en la
paz de un pueblo sosegado; entre el manso trayecto de sus aguas, el riego y el
anuncio doloroso de una pequeña campana.
La lejanía de Canelo, le daba una melancolía; la noche con su
quietud, un cielo estrellado.
La compañía de su madre, una dulce alegría; la muerte de Pepino,
una horrible tristeza.
En las mañanas frescas tiernas y húmedas, sentía el ulular del
viento como una melodía; luego el denso perfume de rosales y huertas, llenaban
la ausencia del padre que no había.
Su madre era callada, vigor en su nido.
No le temo a
la muerte le decía, más si tengo miedo a tu olvido; el yunque de la vida le
pudo enseñar, la alegría.
Autor: Héctor Javier paredes Cuadros. Arequipa, Perú.
hectorjavier017@gmail.com