Sensaciones.       

 

No puedo recordar dónde me encontraba, qué estaba haciendo cuando se produjo el apagón.

Me palpo y estoy en pijama. Tal vez estaba acostado o leyendo en el living o preparándome un café en la cocina. No lo sé, por más que me esfuerzo, no puedo recordarlo.

Tampoco tengo noción del tiempo transcurrido desde entonces.

Supongo que es de noche, la oscuridad es total. Me duelen los ojos tratando de encontrar el más pequeño rayo de luz emergiendo de las sombras.

Parece como si estuviera sumergido en una gelatina densa y negra que me paraliza.

Debo tranquilizarme. Trataré de avanzar lentamente, tanteando a mi alrededor. Estoy seguro que tocando las cosas podré darme cuenta de dónde estoy. Pero es inútil, no puedo moverme.

Apenas mis manos aletean torpemente en el vacío, una de ellas descubre la pequeña radio en el bolsillo de mi chaqueta. La enciendo con cuidado, la muevo, la sacudo. Maldición, no funciona. La arrojo hacia cualquier parte con todas mis fuerzas ¿Contra qué se habrá estrellado que no la escuché caer?

Es que tampoco escucho nada. Ni el rumor de la calle, ni el tic tac del reloj de pared ni los latidos de mi angustia. El sonido penetrante del silencio me hiere los oídos y el estómago ¿Qué hacer?

Gritaré, gritaré desesperadamente hasta que alguien me escuche, hasta que todos me escuchen. Es inútil, el grito no sale de mi garganta o tal vez sí.

Entonces zapatearé, golpearé el suelo, romperé el piso, perforaré los doce pisos que me separan de la planta baja.

Tampoco es posible. La madera resbala bajo mis pies como un colchón de espuma, blando y movedizo.

Podría golpear las manos con toda la energía que me queda. El sonido de sus golpes rebotará, se expandirá. Alguien tendrá que escucharlo y vendrá en mi ayuda. Alguien tiene que venir.

No, están crispadas sobre los muslos y no me obedecen. Mis manos no me obedecen.

Un extraño cosquilleo que sube desde la punta de los dedos, ha comenzado a treparse por mis miembros.

Parecen millones de hormigas iniciando una procesión devastadora. 

Tengo miedo, el más atroz de los miedos. Pero no puedo hacer nada, debo tranquilizarme y esperar ¿Esperar qué?

El cosquilleo sigue subiendo, lenta pero inexorablemente, va devorando mi cuerpo. Ha llegado a mi cintura, a mi pecho, a mi garganta.

No tengo dolor, pero sí una paulatina sensación de inexistencia.

Estoy llorando, lo sé, aunque no sienta la tibieza de mis lágrimas.

Ahora todo yo soy solo un pensamiento que flota en el espacio.

¿Será éste el principio del fin?

No lo sé, ya ni siquiera puedo...

 

 

Auttora:  Úrsula Buzio. Buenos Aires, Argentina.

 anagrama93@hotmail.com

 

 

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