Madres.

 

María decidió hacer una pausa. Mientras tarareaba desplegó una tela sobre el piso y apoyó en ella a su bebé. Al costado dejó el canasto con panes y una bolsa con un pez recién cobrado al río. Era una noche clara con una luna redonda y grávida. Se asomó al brocal del pozo.

Las estrellas se reflejaban allí como la claridad a través de un vestido agujereado. Se acercó aún más y vio una escena, como en una butaca frente al escenario de un teatro. Reclinada sobre el brocal hizo silencio, algo estaba por comenzar.

 En una sala amplia iluminada con luz difusa había tres personas sentadas a una mesa baja. Una joven y un hombre, frente a ellos una mujer mayor. A María le pareció que conversaban. Oyó que no hablaban el mismo idioma. De todos modos se comunicaban. La joven miró a su compañero, él se quitó los lentes y los frotó con el pañuelo blanco con el que antes se había secado los ojos. Muy cerca de ellos, la señora de edad buscó las manos de los dos y las retuvo entre las suyas.

María la observó. Descubrió que se trataba de ella misma a una edad en la que no pensaba, todavía, a sus treinta y tres años.

Contra la pared se acurrucaban dos valijas de cuero y dos abrigos con gorro de piel. La joven se masajeaba los pies y el hombre se frotaba los ojos y por momentos cabeceaba. La señora mayor servía el té. Señalaba con un dedo el azúcar o la miel. María alcanzó a ver sus ojos húmedos, disimulados detrás del vapor de la tetera.

De pronto, los insultos. Provenían de la calle. La mayor tomó de la mano a ambos jóvenes y los empujó tras de la primera puerta con valijas y todo.

Un grupo de soldados irrumpió en la casa. Dos de ellos rompieron a culatazos la entrada. Uno maldecía. Otros se apostaron a cada lado de la dueña de casa después de haber destruido la mesa baja y la tetera, el azúcar se desparramó y había tres cucharitas pisoteadas en el suelo.

Sus botas apestaban menos que su aliento de carniceros voraces. El que parecía mandar clavó su mirada en la mujer. Le preguntó a gritos su nombre.

Ella se levantó y lo enfocó directamente, le sostuvo la mirada y dijo: María.

Se hizo un silencio. Permaneció de pie. No se movió. Pies firmes, cabello cano, dio un paso adelante. Aquella fiera retrocedió. Le arrojó a los pies un bulto envuelto en harapos y definió el duelo. Su risa de hiena remató el silencio.

Ella trastabilló, un espanto seco le ahogó el grito. Reclinándose como partida en dos, advirtió dentro del bulto el cuerpo de su hijo. En medio de la cruz de su dolor, le pareció percibir vagamente un par de ojos compasivos, asomados al borde del tiempo.

María retiró la mirada de aquel agujero negro. Apretó los puños, le cambió el gesto. La atravesó una flecha de terror anticipado. De pronto se le heló la piel.

Buscó rápidamente en su bolso un pañal de tela que guardaba de repuesto. Lo plegó y se cubrió la cabeza con él. Temblando levantó a su bebé del piso y lo abrazó fuerte. Cerró los ojos como quien quiere borrar y desesperada,… rezó.

 

Autora:Cecilia Susana BergoboyRepública Argentina

ceciliabergoboy@gmail.com

 

 

QUIEN SOY

 

Soy una persona ciega.

Recuerdo que hace ya muchos años fui una niña apasionada por leer, que buscaba en la feria donde se compraban verduras, el puesto de libros para niños todos los miércoles. Tengo memoria de hurgar las bibliotecas y emocionarme.

Me atraviesan imágenes borrosas de adolecer la vida en los años setenta, de un matrimonio joven y mal avenido del que conservo el diamante de un hijo, ya adulto.

En algún momento, antes de mi ceguera, ejercí la docencia en jardines de infantes y es como si hubiera sucedido en eras anteriores que casi desconozco.

Mientras Saturno daba su primera vuelta a mi vida, Nació mi hijo, me fui quedando ciega y la separación matrimonial se definió.

Duelo y aprendizajes. Sistema Braille, bastón blanco y coraje. Desde el fondo del dolor asoma la energía vital como un sol que insiste en aparecer. Entonces fui transitando diversos caminos de autoconocimiento que significaron columnas dentro de una estructura con riesgo de derrumbe.

Aprendí técnicas de digitopuntura japonesa. Me asomé a las profundidades de la medicina tradicional china con sus meridianos y puntos maravillosos.

Me encontré con la fuerza de las gemas y las piedras curativas y dialogué con ellas. Frecuenté grupos de personas ciegas que me posibilitaron la convivencia con mi propia ceguera. Sentí por aquellos tiempos la compañía de talleres, panes integrales y terapéuticos, grupos de autoayuda y bordadoras de senderos. Y así mientras mi trabajo corporal me iba acomodando cuerpo y espíritu, mi ser deseaba florecer en la luz, pasando a través de las limitaciones aparentes.

Mi vieja profesión de maestra volvió a hacerse presente y me facilitó la transmisión de lo que iba sabiendo.

Las runas se presentaron. Me mostraban formas, caminos, posibilidades que se abren o que se cierran y al oído me indicaron su propósito.

Traductora de mensajes del alma es mi actual profesión. Buscadora de los: ¿para qué a mí? En el centro de desiertos sin brújula. Así en el medio de la nada aparecen pistas, trazos mensajeros y vivos, orientadores y balsámicos. Este es el sentido de una ocupación sin título, sin nombre, con la clara intención del Amor.

 

www.runasyarte.com.ar

 

 

 

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