Historia entre
paredes.
Sandra era camarera en un bar.
Germán, terriblemente apuesto, con un físico que parecía esculpido
por los griegos, era médico.
Ni bien pasó la puerta ella se sintió atraída por él.
Germán y sus colegas se sentaron y él hizo el pedido.
La figura de Sandra no estaba nada mal. Tenía ojos claros, una
cara angelical y un caminar estupendo que resaltaba sus curvas.
Cupido hizo de las suyas. Ambos quedaron enganchados solo con
verse.
Al pedir la cuenta ella le entregó su número de celular.
Sandra terminó su turno y fue a cambiarse.
En su pequeño placard tenía ropa interior sensual por las dudas y
un conjunto para salir, si se presentaba la oportunidad también zapatos con
plataforma, ella era alta, pero amaba lucir sus piernas a las que siempre les
ponía medias negras.
Se retocó el maquillaje y se sentó.
Su teléfono sonó poco después y ella no pudo reprimir una sonrisa
de triunfo.
Germán la esperaba en su coche deportivo rojo.
Salió por la puerta de personal, que daba a un callejón mugriento.
Se desplazó como felino en busca de su presa. Llegó al auto y se
metió sin más.
El saludo fue un apasionado beso en los labios.
Fueron cerca de un parque y terminaron en su departamento.
Este era un monoambiente con un pequeño balcón, un diminuto baño y
una cocina. Por mobiliario solo tenía una cama de dos plazas, una mesa, tres
sillas, un televisor y una computadora.
No tardó en terminar de desvestirlo. Ambos cayeron desnudos en la
cama.
Las caricias se intensificaron. Tuvieron junto su primer orgasmo.
Toda la noche continuaron su maratón sexual.
Sandra tenía franco y él no trabajaba el fin de semana. Casi no
salieron de su casa el resto del día.
Era marzo del 2020.
El televisor mostraba al presidente, su ministra de salud, el
gobernador de Buenos Aires, el jefe de gobierno de Ciudad Autónoma de Buenos
Aires y todos parecían muy serios. Un nuevo virus atacaba al mundo entero.
Miles de personas murieron a causa de esto y millones estaban en terapia
intensiva con respirador.
Decretó el presidente el cierre de todo negocio que no sea
esencial, las clases se suspendían por tiempo indeterminado. Se prohibían las
salidas de la población de sus casas, también los besos y abrazos.
Solo atenderían las guardias de los hospitales, las farmacias, los
supermercados y almacenes.
Sandra llamó a su jefe que, con voz lúgubre, le dijo que solo
harían repartos a domicilio. Que esa situación no duraría mucho. Le recomendó
no salir de su casa hasta que le avise.
Germán llamó a su secretaria. Él atendería solo por video llamada.
Le recomendaba no salir de su casa.
Al cortar Sandra se abrazó a él.
-¡Será nuestra luna de miel!
Se besaron y prosiguieron con sus sesiones de sexo salvaje.
A la semana, ya habían jugado al doctor y la enfermera, la
camarera y el millonario y mil cosas más.
La segunda semana fue más tranquila.
Ella era vegetariana y hacía yoga.
Esto terminará pronto, pensaba él, mientras saciaba su necesidad
de carne cuando salía o en su consultorio.
Al terminar la quincena otra vez el presidente junto a su
gobernador e intendente, anunciaron la prórroga del confinamiento obligatorio y
agregaron más restricciones.
El número de muertos crecía y en algunos países se elegía a quien
ponerle respirador. El virus era muy contagioso.
Todo el personal esencial tenía que tener una aplicación que lo
autorizaba a circular. La policía, prefectura, etc., multarían a cualquiera que
no cumpliera con las normas.
Germán puso sus ojos en blanco y se recostó contra el respaldo de
su cama.
-¿Qué te pasa?
-Creo que algo me calló mal- Corrió al baño.
Una fragancia que no era a perfume francés, inundó el
departamento.
Sandra primero abrió la puerta y la ventana. Nada. Prendió un
sahumerio. El olor parecía impregnado. Por último, y ya casi de urgencia, se
puso a preparar una salsa muy aromática. Germán salió del retrete y fue a la
cocina:
-¡Qué rico aroma! ¿Qué preparás?
-Ya vas a ver.- Se preguntaba si no sentiría la baranda que salía
del baño.
Sandra apareció en la habitación con una fuente humeante, llena de
salsa y gratinado.
Él recordó los tallarines de su abuela y su estómago rugió.
Ella, gatunamente, depositó la bandeja en el centro y se sentó en
sus rodillas para darle de comer. Pinchó un trozo abundante y se lo dio a
probar.
-¿Qué es?- Preguntó desconfiado.
-Probá.
Germán comió e inmediatamente se desilusionó. -Estos no son
fideos.
-Sí lo son. Son fideos de tallos de acelga.
Su decepción se notó en seguida.
-Tu cuerpo se está desintoxicando. Nada de glútem.
Por la noche la descompostura de él continuó y empezó a temblar,
No tenía fuerzas ni para sentarse.
Sandra ya no tenía sahumerios, Solo abría la puerta, la ventana y
se asomaba para respirar.
-Tengo que ver a un médico.- Dijo, pálido.
-Mi amor, vos sos médico y sabés que no atienden a domicilio.
-Llamaré a uno- Llamó y cuando lo vio por la pantalla dijo:
-Che que mal se te ve.
-Gracias, es por lo que te llamo.- Le contó sus síntomas y su
colega recomendó tomar agua de arroz y. reposo absoluto.
-¿Estás solo?
-No, con mí pareja.
-Bueno, evitá comer frutas y verduras y tomá mucho líquido.
-Mi pareja es vegetariana.
- Jajaja, entonces cambia de pareja.- Cortó y Germán pensó que le
gustaría hacerlo, pero no, estaba obligado a convivir con ella.
-¿Oíste Sandra? ¡No puedo comer verduras!
- ¡Tu amigo sabe muy poco!
-¡Sea como sea no volveré a comer nada de tus recetas!
Ella comenzó a llorar… -Antes todo lo mío te gustaba.
Él no soportaba ver llorar a una mujer. -Eso no significa que no
te quiera- La abrazó.
Sus lágrimas mojaron la camisa de él. -Me desprecias
-Para nada- La besó- Solo que mi estómago y las verduras no se
llevan bien.
-Yo no cocino cadáveres.
-Bueno, lleguemos a un acuerdo:
Pediré la comida afuera, pero no te pongas mal.
Así fue que se aguantaron quince días más.
Ella estaba meditando y él volvía de correr por Palermo (deporte
que comenzó a practicar cuando se autorizó a salir para correr en esa zona).
En el televisor nuevamente el presidente, el gobernador de buenos
Aires y el intendente explicaban una nueva prórroga de la cuarentena.
Germán se sentó, había empezado a comer chicle para frenar su
ansiedad y tomar pastillas para dormir.
-¿Escuchaste eso?
Sandra estaba en posición de loto -ommmm, los males de este mundo
son temporales.
Él la sacudió -¡Quince días más encerrados!
Ella empezó a llorar:
-¿La culpa es mía para que me maltrates?
-No, disculpá- Se paró agarrándose la cabeza. -Es que no doy más.
-¡Ya no me aguantás!
-¡no, no es eso!
-¡Sí, me voy!
-¡No, no te vallas por favor!- no sabía que lo había llevado a
decir eso, que se fuera era lo que más deseaba.
-Ya no hay magia entre nosotros-. Sus lágrimas mojaban las
sábanas.
-No digas eso...
-Es cierto. Ni siquiera hacemos el amor.
-Es un desgaste natural de la pareja.
-No me decís cosas bonitas, nunca me traés flores...
-Las florerías están cerradas, nena.
-¡Esa es una escusa! Algún detalle podrías tener.
-Esta situación mundial me tiene mal.
-Yo te sigo queriendo-. Su llanto se hizo más profundo y se lanzó
a sus brazos.
-Calma, nena, yo también.
Al tiempo otra rueda de prensa anuncia otra prórroga del
confinamiento.
Ella sollozó, hacía rato que no disfrutaba del sexo con Germán y
solo fingía. Quince días más le parecían eternos.
Había tomado la costumbre de hablar con sus vecinos por la
ventana. Así fue que contó lo que pasó cuando su pareja tuvo diarrea. Él estaba
con su computadora y la invitó a irse, como siempre tuvo uno de sus ataques de
llanto y todo quedó en la nada.
Hoy se preguntaba: ¿por qué no se iba? No lo amaba y había mil
cosas que le molestaban de él...
Claro, pensaba, a tantas cosas tuvo que acostumbrarse de golpe que
esto era una más. Usar barbijo, lavarse las manos cada dos por tres, no salir,
no besarse, no abrazar, no, no, no y como autómata ella obedecía.
Limpiaba el vidrio de la ventana con bronca.
Germán mascaba chicle en su computadora... Siempre pegado a esa
máquina. Un día, recordó ella con asco, quiso mandarle un mail a su mamá y
descubrió qué hacía con su computadora todo el día. No dijo nada, pero fue un
golpe bajo.
-¡Hola linda!-. Su vecino de enfrente la saludó.
-¡Sos rápida! -dijo Germán.
-¿Qué?- Ella se dio vuelta con actitud beligerante.
-Yo vivo acá y nunca conocí a ese tipo.
-Me imagino que no conocés a ninguno, siempre metido en tu
aparato.
-Yo trabajo.
-Eso creía hasta que intenté mandarle a mí mamá un correo, no
habías apagado la máquina y una de tus "Amazonas" lucía muy Bonita
mostrando sus siliconas...
-Es normal que el cuerpo humano, busque una salida en momentos de
crisis.
-Sí doctor, pero nos habríamos aburrido menos si sabía que te
gustaba que te atasen.
Ella sacó la valija que tenía armada y le dijo:
-Me das asco.
Él intentó detenerla, no quería quedar a solas encerrado, pero no
la aguantaba.
Así terminó esta historia que no podría llamarse de amor.
Autora: Laura Trejo. Buenos Aires, Argentina.