Hacía frío, las nubes encapotaban el cielo y llovía de manera intermitente; era un día que anunciaba la ausencia del cálido y ansiado sol, es así que Alberto Cuncha, viaja a lomo de su mula en compañía de su hijo Fidel, abandonaron los asoleados trabajos de los campos de Capira.
Al apuntar el alba, el camino
era parte de gravilla y tierra, con amplio y llano que no se parecía en nada a
cuanto habían conocido hasta entonces. El accidentado del camino a través
de la montaña, que a veces daba paso apenas a una sola bestia, subiendo cerros
y atravesando pantanos, sino por los robos y atracos frecuentes, además, porque
ya en esos momentos muchos de los infelices pasa fieros empezaban a sentir los
efectos del paludismo, de la fiebre amarilla. Aunque
hizo falta persuadirlos con mimos, las bestias aceptaron al fin que podían
avanzar con rapidez por las cuarenta y siete millas
de camino selvático, vieron crecer repentina y torrencialmente el tráfico de
viajeros, carretas, mulas, Cada uno colgaba en sus hombros un saco con sus
pertenencias, Cuncha, algunos pantalones y camisas bastante desgastadas por el
tiempo y Fidel, su poca ropa de trabajo y una pila de libros, decidido a descifrar
sus misterios, obsequio de Victoriano Lorenzo, contenidos
sobre la historia universal.
Una noche durmieron a
cielo abierto; las estrellas por dosel y una camada de ramas de guácimo entre
su cuerpo y el suelo húmedo. No era muy cómodo el lecho, pero Fidel, tenía el
corazón muy arriba y la maravilla de su misión comenzaba a apoderarse de él.
Al día siguiente, unos pájaros se mantenían inmóviles,
erizando sus plumitas al viento frío de la mañana. El campo llano se extendía
hasta perderse de vista y los pequeños grupos de árboles en torno a las fincas
formaban, a intervalos alejados, unas manchas de un violeta oscuro sobre
aquella gran superficie gris que se perdía en el horizonte en el tono mortecino
del cielo.
Cuncha y Fidel, atravesaron las tierras bajas del río
Chagre, una espesa masa
de bosque tropical, sumamente lluviosa,
infectada de alimañas peligrosas, matorrales
impasables, pantanos
inmensos y profundos,
serpientes venenosas, mosquitos portadores de enfermedades, ríos y
quebradas sumamente caudalosas
y mil otros
obstáculos. Pese a un sinnúmero de viajeros y aventureros que
intrépidamente transitaban el istmo bien por barco o por carreta a pie o a
caballo, deslumbrados por la fiebre del oro en california, perecieron en el
intento. Al cabo de la cuarta jornada de camino vio
dibujarse en el horizonte los techos de las casas de la provincia de Colón.
Las aves paradisíacas que volaban de un árbol a otro en pos
de fruta, a través de los vapores, bajo la intermitente lluvia, impasibles al
tiempo, ajenas a la realidad, continuaron su peregrinaje, el recorrido fue
extenuante, al cabo de tres días la Panamá Rail Road Company, los recibió, todo parecía más arrugado; hasta las palmeras
habían envejecido, polvorientos, con los talones ampollados, la
boca seca, agotados y una hambruna de lobos.
Allí su compadre Higinio los esperaba, con voz airada dijo:
—Atiéndanme compa Cuncha, Esta gente quiere hombres honrados, serios y sanos,
si alguno no da la talla lo mandarán de vuelta “pa la chanty”. Es gente
cumplidora, pagan buenos cuartos, pero quieren trabajadores fuertes, repuso
Higinio.
-Cuánto tiempo estaremos en esta jungla, frunciendo el ceño
preguntó Fidel.
-El Coronel Totten dijo que los trabajos de la construcción,
del ferrocarril a través del istmo de Panamá, de Océano a Océano, deberán estár
en un plazo no mayor de seis años. Empezaremos por la isla de Manzanillo,
adecuada para el fondeo de barcos.
Los cuatrocientos hombres llegaron a Monte Esperanza, se
acomodaron en sus barracas, nunca antes visto en Panamá y las cuales poseían 40
literas disponibles en dos líneas, esas habitaciones eran bastante ventiladas y
tenían el techo sostenido con hierros, hablaban poco, cada uno se reconcentraba
en sus pensamientos, dirimiendo cómo resistirían el trabajo, cómo guardarían su
dinero y, aunque todavía no habían empezado la faena, cómo saldrían de allí y
cuándo.
—Pienso —razonaba Fidel— que al cabo de un año habré
ahorrado lo suficiente para irme… Si las cosas van bien igual resisto un año
más… Si llegaran a tres haría una fortuna y de vuelta a Capira bien podría
comprar ganado y empezar mi lechería, Tres años no son nada… ¿Y tú padre?
Alberto Cuncha, pensaba en su Bruny y los muchachos, quería
el dinero para la cría de cerdos y gallinas ponedoras que su mujer deseaba.
Pero una voz pétrea y poco simpática lo sacó de sus
disquisiciones.
-A trabajar se ha dicho, no quiero gente floja, tú coge el
pico y la pala y comienza a rellenar esa zanja, le ordenó enfurruscado el
Coronel Totte a Alberto Cuncha.
Las brigadas de construcción se dividieron en cuadrillas.
Partidas de hombres fueron adelante abriendo
una trocha en la tupida selva pluvial.
Higinio socolaba la selva con
doce obreros más.
A Fidel, se le hizo responsable
de construir un puente de gruesos troncos de mangle entre la isla y la tierra
firme. En la isla se construyeron campamentos, bodegas y edificios que fueron
después la semilla de un poblado que se
convertiría en la actual ciudad-puerto de Colón.
Wawala, se le designó abrir trochas, entre la espesa maleza
con machete en mano, se conocía como la palma de su mano todos los vericuetos
de la selva espesa y pantanosa. Era capaz de deselvar con fiereza y entrega
hectáreas enteras en menos de lo que canta un gallo, Originario de la tribu de
los gcunas, vivía en las faldas de la montaña.
Al cabo de un mes la fuerza estaba duplicada y un segundo
grupo de obreros trabajaba en sentido contrario, de Gatún hacia Mount Hope. En
este trecho los ingenieros-jefes ya encontraron que entre esa tupida selva de
pantanos profundos, el trabajo iba ser mucho más costoso y más demorado de lo
que se había presupuestado. Las primeras trece millas atravesaron maniguas
tupidas llenas de peligros y pestilencias, serpientes, caimanes, insectos
venenosos y mosquitos.
En todos los lugares pantanosos, hasta el borde del océano,
hay matorrales impasables de manglares, más que todo de rizoforas y avicennias,
que exhalan un miasma pútrido. Miríadas de mosquitos y de moscas de arena
llenan el aire, mientras grandes caimanes se asolean en el suelo viscoso al
lado de ciénagas traicioneras y de pantanos insondables.
Comenzaron a llegar barcos desde Estados Unidos, trayendo
máquinas, provisiones, herramientas, rieles, víveres, provisiones y hombres.
Los barcos entraban por la boca del Chagres (un poco al oeste de la Bahía de
Limón) y remontaban sus aguas hasta la aldea de Gatún, la que estaba
constituida de
Estos primeros trabajadores eran algunos indígenas de la
región y, más que todo, hombres venidos desde la Nueva Granada por el puerto de
Cartagena.
Las jornadas de trabajo se convirtieron interminables, la
lluvia no cesaba, incapaz de tirar un solo raíl del ferrocarril.
No veían el sol en una semana entera, obligados a usar la ropa mojada, lo que les
trajo pulmonía.
Al despuntar el alba, con el graznido de las guacamayas,
En una de sus salidas a galope, Fidel, en busca de las tucas de manglares, que
es la madera nativa de esa selva para
continuar los trabajos del puente, tomó un sendero que lo llevó por un túnel
tupido por la espesura de la selva, donde pasaba el río Chagre, hasta
encontrarse con un asentamiento de Gcunas, entre una nubes
de mosquitos zumbando en los primeros macizos de maleza y hojarasca. Observó
una hilera de chocitas desordenadas con techo de penca de palma. Una mujer
desdentada se asomó por la puerta, daba de mamar a un crío, su abultado vientre
dejaban ver un nuevo embarazo, la rodeaban dos niños más, estaba descalza con
sus pies agrietados.
Continuó cabalgando varias millas por la jungla, Apartó finalmente un matorral, avanzó unos metros, de pronto la yegua calló en un hoyo que permanecía cubierto oculto en la alfombra de musgo y hierba. Fidel intentó detener la caída, sin embargo todo fue inútil. Desmontó y de un salto con esa fuerza de macho, empujó la coz del animal, en un movimiento fuerte, logró sacarle la pata.
En ese momento de esfuerzo y determinación por ayudar a la
bestia, sintió un ardor quemante en su pierna derecha, no prestó la menor
atención, el gusano de la muerte uno de los más mortales de la selva panameña,
lo había picado, subió la yegua y prosiguió su camino internándose y
perdiéndose en la selva.
No tardó mucho en sentir
el fuerte dolor, Los escalofríos que lo dominaban, sus ojos se abrían
como platos soperos y perdió el sentido.
Tirado en la maleza, al
cabo de una hora, su pierna henchida y de un color rojizo se iba entumiendo. Había
dejado de llover. Un enorme haz de sol surgió del cielo y le rebotó en la
frente.
Fidel, se incorporó, le volvió de súbito la luz a sus
ojos, se despertó en plena selva, oyó con nitidez como avanzaban los pasos a
poca distancia apartando maleza y un crujido entre las hojarascas de la
montaña.
-¿Quién está llí, ayúdenme?
Una señora nonagenaria con harapos coloridos que le
cubría hasta la cabeza, de piel oscura y facciones ordinarias, salió entre la
maleza, en sus manos cargaba multiplicidad de plantas de diversas hojas y
formas, al acercarse Fidel perdió la conciencia.
La yegua pastaba plácidamente cerca de su dueño. Los
árboles frondosos como los guayacanes rojos y amarillos servían de hogar a un
sinfín de pájaros nativos, las ardillas saltaban de rama en rama y un pulular
de mariposas servía de alfombra colorida a una reducida explanada.
- ¿Cómo he llegado hasta
aquí? reflexionó.
De reojos, vuelve la mirada hacia su pierna y descubre
que tenía un emplasto verdoso y de olor a hierbas silvestres, sostenido por
majagua. No obstante, la hinchazón había revertido.
Recordó a la viejecilla del monte con esa mirada
misteriosa fuera de lo normal.
Sorprendido por la curación
milagrosa de la picadura, eenfiló y taloneó
al caballo con suavidad en actitud defensiva,
de regreso, vio mujeres y hombres recolectando café, otras mujeres con niños
picados de insectos cargados en la cadera, con baldes de ropa para lavar en el
río y un perro olisqueaba entre los deshechos de comida.
Quedó extasiado, sus ojos se iluminaron, al observar la
hermosura de unas gcunas de piel mestiza y pelo muy lacio, sentadas en
desvencijados taburetes, las indias lo miraron, ensimismadas
en sus faenas , las que viven en contacto con su mundo interior. Sus manos
comunican el poder de las fuerzas invisibles de la naturaleza y materializan
las formas abstractas que la protegen. Al recrear diseños ancestrales en su
trabajo, ellas escriben la cosmovisión y la historia de su comunidad. Confeccionaban
con la suficiente maestría bordados con hilos de colores tropicales con figuras
de animales silvestres, formas imaginarias como la espuma del mar, las alas
extendidas de una paloma, una rana sobre una piedra o el cuello estilizado de una garza sobre una
vaca picoteándole las garrapatas.
Resultó un día ventoso con chubascos
intermitentes, Fidel, enmarañado su cabello
aun arrastrando su pierna adolorida, desmonta y se acerca a las desconocidas
mujeres.
-¿Cómo está mi señor que le ocurrió? Pregunta una de
ellas con sus dientes manchados.
Cuenta lo sucedido y la forma misteriosa en la que fue
curado.
-No recuerdo nada, solo que la hinchazón cesó.
-No mi señor, fue el espíritu de la diosa
Kabayaí y vive en la selva, hace muchos años, siempre camina
entre los matorrales, es un alma en pena y solo ayuda a las almas buenas.
Con rostro pétreo, Fidel, la miró, con la boca torcida,
con ojos perplejos y el corazón latiéndole como un tambor.
Recordó años atrás a su madre Bruny, tejiendo los
manteles en hilo para los comedores de los eempingorotados,
dormirse de cansancio y reinventarse nuevas puntadas para atraer sus
compradores.
Pero sus ojos se iluminaron cuando observa a una de las
hijas de la india que parecía la mayor, concentrada en su labor.
Acto seguido, Fidel, mostró un interés por
indagar los detalles del proceso de lo que hacían, en realidad era la manera de
acercarse a la hermosa doncella.
Se arrimó a la mesa donde estaba la muchacha, la
miró detenidamente a los ojos. Era en verdad una mujer preciosa, de tez blanca
como la leche y pupilas tan negras como los mejores atardeceres en una playa. Tomó
uno de los bordados entre sus callosas manos y curiosidad con voz enronquecida
por la emoción de amor, le preguntó:
— ¿Qué es esto?
- Dulegaya, responde la india. El arte lo heredamos de la
diosa Kabayaí quien nos enseñó desde tiempos inmemoriales a tejer nuestros
vestidos con formas únicas, plasmando en ellos lo que percibimos de
la naturaleza.
La miraba extasiado, absorto, en silencio. Sintió un ansia
infinita de besar esos labios, de acariciar ese cuerpo virginal, blanco,
sonrosado y tierno; y sentía que una voluptuosidad nueva, distinta,
desconocida, lo envolvía como en sutiles telarañas.
-
¿Y tú
misma lo haces?
Sí, el bordado es hecho completamente a mano utilizando,
varias capas (usualmente de
Fidel, atraído como se sentía por su divina belleza, embelesado
arqueando una ceja asintió con un gesto de asombro, y guiñándole el ojo, ¿Y
cómo te llamas?
- Galu Metesorgit mi señor.
-Mucho gusto, ella asintió.
A duras penas Fidel, montó su yegua, se despidió
de Naguegiryai, la señora mayor y de sus
hijas. Le hizo un ademán con el sombrero de volver en poco tiempo.
De vuelta por el camino fangoso, se encuentra a un
hombre de tez morena, facciones duras y cabello lacio, había bajado por la
parte más escarpada de la montaña y coger desprevenido a Fidel, su nombre era Wawala, pertenecía a la tribu de los bibris. -Amigo
aléjate de estas montañas y quita tus ojos de la luna, no te pertenece.
Fidel lo reconoció, trabajaba en el campamento, lo
observó sorprendido y entendió el mensaje. Wawala, estaba enamorado de la
diosa, pero ya era tarde para la advertencia.
Alrededor del campamento los árboles agitaban
sonoramente sus copas, por primera vez se oyó aullar a los monos, comenzó a
llover con fuerza.
Al amanecer, algunos hombres se levantaron, Fidel no
pudo dormir en toda la noche, por el enjambre de mosquitos y el hechizo, de la
diosa de la montaña como le llamaban.
Se acercó Alberto Cuncha, desesperado por el escozor,
¿No te picaron los mosquitos?
-No padre, pero te veo que estás colorado.
-Sí los zancú se dieron gusto anoche conmigo, me arde
el cuerpo y tengo calentura.
Alberto Cuncha, era sacudido por temblores muy
fuertes, los dientes le castañeaban y le dolían todos los huesos.
—Me muero, Dame agua, Fidel, dame agua que se me pase
esta sed, no puedo soportarla.
Sus compañeros se arremolinaron pero no supieron qué
hacer. Fidel, lo cubrió con varias mantas que le prestaron los trabajadores del
campamento.
En el transcurso de la mañana llegó Higinio, para
conocer cómo les iba a su compadre y ahijado. Se conmocionó al ver a Alberto
Cuncha, sacó de su bolsillo un ungüento que contenía Anamú, hojas de salvia,
palo cuadrado, anís estrellado, un alacrán muerto flotando en berrum mentolado.
De inmediato frotaron el cuerpo de Alberto Cuncha y la fiebre endemoniada
cedió.
Entre una fuerte brisa de verano,
los altos árboles frondosos, el Coronel Totte, reunió a las doce cuadrillas y
anunció la visita de William H. Aspinwall, vendría a revisar la obra y a
conocer de los propios trabajadores, los problemas que enfrentaban para su
óptimo rendimiento.
Aspinwall, resultó un hombre robusto, de una personalidad
determinante, su ropa impecable, con un sombrero de ala ancha y unas botas de
cuero con un tabaco, borboteando humo como una chimenea. Seguidos por los
trabajadores, chapoteando lodo, el coronel Tote y Aspinwall, observaban cada
trabajo de construcción de la vía ferroviaria.
Dieron vuelta a la colina y siguieron en dirección hacia el
puente.
Aspinwall, se detuvo intempestivamente y fijó sus ojos azules hacia la construcción.
Se detuvieron frente al puente que estaba terminando Fidel.
-¿Quién es el constructor? Preguntó, Aspinwall.
-Yo patrón dijo Fidel, Dando un paso adelante. Con mirada
perpleja el hombre observaba asombrado las vigas y la plataforma del puente y
la madera.
-¿Cómo lo has hecho?
-Se necesita una buena madera que se encuentra en el área
pantanosa.
Lo principal es la profundidad de sus cimientos y luego el
ancho y así evitamos el hundimiento de la tierra frente a la inclemencia de la
lluvia.
Embebido por las respuestas de Fidel. - ¿De dónde has sacado
esa madera y cómo se llama?
El puente se sustenta sobre los sólidos pilares de troncos
de mangle de sesenta centímetros y a cada lado lleva una baranda de protección
y la consigo en las montañas cerca del pantano.
—Dentro de diez días me volveré a pasar por aquí,
quiero ver cuánto han avanzado sus
hombres, dirigiéndose al Coronel Totte. Yo también espero mucho de ellos,
ingeniero Aspinwall.
Ya habían caminado tres kilómetros cuando, de entre las ramas
de los arbustos se deslizó una bocaracá,
mordiendo el brazo de Aspinwall, entonces Fidel, en un movimiento felino
traspasó con el machete el anfibio. Higinio tomó el brazo del hombre cortó el
lugar donde estaba la mordedura de serpiente con una cuchilla de afeitar y
colocó una piedra negra para sacar el veneno. Tomó una poción a base de
semillas trituradas para vomitar el veneno, sin embargo el brazo de Aspinwall,
comenzó a hincharse.
Fidel recordó a la viejecilla de la montaña. A todo galope,
subió a buscarla, se encontró bordando a Galu Metesorgit,
La joven hermosa sonrió dulcemente a Fidel.
-Necesito con urgencia que
la diosa Kabayaí, salve la vida del patrón. Lo siento Fidel pero ella es
la reina de la naturaleza y por tanto la encontrarás en la montaña, jamás
vendrá aquí. Solo madre Naguegiryai
podrá verla y solicitarle la cura. Entonces rápido que el hombre se muere.
Es así que Fidel regresa con el emplasto curativo y el
suministro de un líquido verde de nombre curarina que salva la vida al ingeniero
Aspinwall.
A partir de ese momento, la vida de los trabajadores
ferroviarios cambió, se les obsequió mosquiteros, botas de caucho y un maletín
con medicamentos para la picada de insectos y la mordedura de culebras.
En Capira, Bruny, se afanaba en el desayuno atizaba el
fogón, el corazón le daba un vuelco, pensando en su marido Alberto Cuncha, en
su encuentro amoroso, se perdía imaginando la noche al lado de ese hombre que
le despertaba todas las ganas que una mujer puede sentir. En su casa, Bruny, era la primera en levantarse
y la última en ir a la cama. Con el canto del gallo ya estaba en la cocina
atizando el fogón. Desde el momento en que ponía a hervir el agua para el
desayuno, no volvía a sentarse, siempre ocupada con los hijos, el lavado, la comida,
cultivaba maíz y con algunos cerdos y aves que
criaban tenían para llenarse el estómago. Recolectaba café,
lo soleaba en bateas, lo tostaba y lo molía para el consumo.
No conocía el
descanso y las únicas veces que guardó reposo fue cuando dio a luz a otro hijo,
sólo existía trabajo y cansancio para ella.
El momento más apacible del día era al
atardecer, en el frondoso agallo, que se mantenía erguido y poblado de hojas
verdes a pesar de las inclemencias del tiempo, los
petirrojos cantaban alegres en el ramaje, sentada en su taburete, tomaba el mundillo, una trenza que se confecciona
sobre una rueda de tela. Esa ‘sirve como base para ir combinando una variedad
de hilos de colores determinados. Estos se fijan con el uso de alfileres,
mientras la artesana entrelaza y teje los hilos que se encuentran enrollados en
palillo. Bruny, era hija de indígenas campesinos, explotados por un mundo
injusto, donde la mejor parte siempre sería para el rico, A veces concluía que a pesar de todo, era
mujer de suerte, porque al menos Alberto Murillo, no se comportaba como un
campesino bruto, era vaquero trabajaba la agricultura, le gustaba la ganadería,
corría caminos, veía mundo y a su vuelta narraba hechos asombrosos. Se toma sus
tragos de aguardiente, no lo niego, pero en el fondo es bueno, pensaba Bruny.
Se sentía desolada en la época de preparar los potreros, sembrar, cosechar,
pero ese marido trashumante tenía cualidades que compensaban. Sólo borracho se
atrevía a pegarle y sólo si Fidel, el hijo mayor, no andaba cerca, porque
delante del muchacho Alberto Murillo, no le levantaba la mano.
Recuperándose Alberto Cuncha de
su primera envestida de la malaria, Higinio los invitó a tomarse unos tragos en
ciudad de Colón, se caracterizaba por calles, llenas de niños
desnudos, perros famélicos y gente sin más aparente ocupación que matar
besucones, jejenes y espantar mosquitos, una mezcla rara de negros, chinos y
toda suerte posible de mestizajes. Iglesias de piedra, calles enteras de casas
de tres pisos y tejas rojas, arcos, ventanas abiertas y la algarabía pintoresca
del mercado. Visitaron la Gruta Azul, donde retozaron sus carnes en busca del
placer y los deleites de las mujeres que no
tenían remilgos para las innovaciones y las brutalidades del amor,
Los empleados de la cuadrilla uno al seis tendrían libre
el fin de semana, Fidel aprovechó y le adelantó a su padre que iría a las
montañas, necesitaría mayor cantidad de madera y tendría que desramar varios
portentosos árboles de mangle.
-Me iré con mi compadre, me tomaré unos tragos y
regresamos el domingo en la tarde, repuso Alberto Cuncha.
Con un cielo azul y el canto de las titibúas y las
torcazas, a todo galope, loma arriba y loma abajo, llega a la aldea de la tribu
gcuna, con sus ojos oblicuos, buscaba a la diosa encantada.
Preguntó a la madre por su hija, solo le adelantó que
estaba en el charco del Chagre.
-y ¿Cómo llego allá?
-Atraviesa la montaña, toma el atajo a la derecha y sube
el cerro, te llevará al mismo lago.
-Fidel, con la intrepidez del primer amor, sigue el
camino inhóspito de una poderosa vegetación, se encuentra con Wawala
que desde el caballo le retaba.
-Bájate, defiéndete como hombre macho, te enseñaré a
respetar a las mujeres de estos prados.
Fidel le comenzó a galopar el corazón en el pecho y una
oleada de sangre le subió a la cabeza. Alertó todos sus músculos, tensó los tendones y puso toda su energía en un
salto formidable, ven aquí estoy, le espetó Fidel.
-
Wawala, blandía un cuchillo, se observaron en silencio, jadeando, cada uno esperaba el primer movimiento
del otro para saltar.
Con un grito que le salía de las
entrañas, Wawala, lanzó el puñal, a lo que Fidel en un movimiento felino lo
esquivó. Wawala, calló de rodillas.
Fidel arremetió contra él a puño limpio, lo golpeó con
todas sus fuerzas, En el último momento Wawala, se movió a la
izquierda le tiró una estocada con rapidez y le propinó una patada en la
rodilla. El puño de Fidel lo alcanzó en el hombro. La rotura del hueso produjo
un chasquido audible y Wawala rugió de dolor. El brazo derecho le quedó flácido tras lo que entre
gemidos se desplomó al suelo.
Fidel, posó sus ojos sobre él; se
le montó sobre el estómago y comenzó a oprimirle la garganta, hasta que escuchó
una voz ronca.
-Suéltalo, suéltalo carajo, que
cojones, así es que pierden el puñetero tiempo, la Panamá
Rail Road Company les paga para
trabajar carajo, bramó el Coronel Totten.
Fidel, lo tiró contra el suelo,
miró de soslayo al Coronel, se dio media
vuelta, alcanzó su caballo y
se perdió entre las sombras de los árboles.
En medio de un calor calcitrante,
los hombres trabajaban con botas, cascos y camisa de tela
gruesa y pantalones que nombraban diablo fuerte. Fidel, echó a andar con paso
decidido, llevaba en el bolsillo de la
camisa especie de un cuadernillo donde de forma rudimentaria anotaba medidas y
el material que se usaba.
Debían dinamitar una roca que justo en el camino
obstaculizaba la obra. Wawala, es responsable de abrir un hueco al pie del
peñasco, Fidel le ordena que haga la señal cuando ya está enterrado el explosivo,
y enciendan la mecha. Justo, cuando se retira, se desliza un pedazo de losa
rocosa, golpeándole la cabeza.
Fidel viendo
el peligro que corre Wawala, se abrió paso hasta la parte delantera,
se le constreñía el estómago, Mientras se escuchaba el silbido de la mecha,
dominando su pánico, hizo acopio de todo su valor con la respiración entre
cortada. Wawala permanecía aturdido e inmóvil, cerca de la llama. Sin
dudarlo corre a su rescate, a pesar, que la Mecha iba avanzando,
lo sujeta pasando sus manos a través de sus axilas para arrastrarlo rápidamente
antes del estallido.
A penas avanza unos veinticinco metros cuando se da la
detonación, catapultándolos.
Fidel, oyó un estrépito ensordecedor, como si fuese el fin del
mundo, Cuando cesaron las reverberaciones, se hizo un silencio sepulcral. Se
había pulverizado la roca a unos pocos metros de ellos. No sufrieron
daños, y afortunadamente recuperan el sentido.
-Gracias
te debo la vida, dijo Walala con voz trémula. Así fue
que finalizó la rivalidad entre ellos.
Fidel Cuando llegó al charco del Chagre ya era víctima de
las feromonas y del vaporoso placer, sobrecogido por un extraño sentimiento,
mezcla de temor supersticioso y de admiración pura y simple. Subió por la orilla
izquierda del río hasta llegar a lo más alto de una inmensa barrera de piedra
que se levanta transversalmente y cierra el paso al curso natural de la
corriente.
Fidel, que estaba embebido en la contemplación, deleitosa
y solemne a un tiempo mismo, de este paraje bello y salvaje, se había olvidado
de la superstición de los indios; pero los madroños, “blancos como traje de
novia”, le hicieron recordarla.
Y un instante después, Fidel atónito, mudo de asombro,
contempló la más bella y extraordinaria visión del mundo. Sobre el hervidero de
las aguas, en la neblina sutil que se levantaba de ellas, enfrente del chorro,
se dibujaban los colores del iris. De pronto, vió surgir una figura esbelta y
blanca de mujer. Luego la vio que alzó las trenzas de oro con una mano fina y
blanca donde brillaban al sol, como diamantes, las gotas de agua; y que con la
otra mano empezó a peinarlas con un peine amarillo y reluciente como el oro.
Estaba desnuda y sus senos y su talle y su cintura, sus
muslos y sus piernas, todo era perfecto. Fidel temblaba de emoción y de
espanto; pero ella lo miró con sus ojos negros, de un negro profundo, y le
sonrió con tal dulzura que en un instante se sintió sin miedo alguno y más bien
dispuesto a seguir tras esa hermosa aparición, atraído como se sentía por su
divina belleza.
-
¿A
quién quieres más?
-
— Le dijo al fin Galu Metesorgit, ¿a mí o al
peine de oro?
Por un instante Fidel permaneció mudo, preso del asombro
y del recelo. Luego, habló casi sin saber lo que decía, para contestar a la
pregunta:
—A ti, oh divina criatura; a ti, mujer o demonio, lo que
seas; a ti hermosa mujer cuya belleza sin igual me ha hecho sentir una pasión
sublime
—dijo Fidel con notable vehemencia.
Sonrió la hermosa entonces y dijo:
—Te has salvado, Fidel, porque te has olvidado del oro
envilecedor. Si hubieras mencionado siquiera la palabra oro, habrías rodado a
ese abismo que se abre a mis pies. Yo cuido los tesoros de estas montañas y a
los que han llegado hasta aquí con sed de oro les he dado su castigo. Pero tú,
que prefieres la belleza al oro, te has salvado. Puedes irte, enhorabuena.
—Te adoro, Galu Metesorgit;
no me pidas que te deje.
Y comenzó a hundirse suavemente entre las espumas de las
aguas turbulentas, Fidel, que estaba al borde de la roca cortada a pico, sobre
el precipicio, se lanzó tras ella y, enlazado a su angelical figura, se fue
hasta el fondo de las aguas agitadas; y de allí en los delicados brazos de su
amada Galu Metesorgit, como en un sueño, sintió que se
deslizaba dulcemente sobre el lomo liso de la laja, hasta el remanso
misterioso, frío y profundo del charco del Chagre.
Una vez terminado, el ferrocarril de
(1850-1855).
Fin
Autora: Elodia Magdalena Muñoz
Muñoz. Panamá, Panamá.
Comunicadora social y
escritora.