Como veneno de víbora.

 

 

Aquella mañana como era habitual, Guillermo se encaminó tomando la autopista Panamericana por el carril de alta velocidad acorde a su vertiginoso ritmo de vida. Se dirigía a cumplir las tareas rutinarias en su empresa “Intercambio” de comercio exterior, ubicada en el microcentro de la ciudad. Durante ese desplazamiento sonó su teléfono celular y oyó un mensaje de voz que le dijo “¡Hoy tendrás una jodida sorpresa!” y se cortó bruscamente sin ninguna identificación, por lo cual estimó que sería al guna publicidad. No era la primera vez que le sucedía y le restó importancia.

Aunque minutos después inició un instintivo tamborileo con sus dedos sobre el volante, un gesto natural indicando su enardecer ante una seria preocupación o fastidio. Consecuentemente se activó su curiosidad por lo cual buscó el número telefónico y el nombre del emisor, pero se leía: “privado”, o sea oculto.

La templanza no era el fuerte de este hombre debido a que desde largos años atrás se venía relacionando con ciertos comerciantes del tipo mafioso, tanto locales como chinos por asuntos de importación y exportación. Fue así que su carácter adquirió hosquedad, siendo pragmático en sus precipitadas decisiones.

Ese mismo día en distintos momentos, la secretaria le mostró dos mensajes recibidos en el correo electrónico de la empresa cuyos remitentes eran apócrifos y en sus contenidos lo alertaban sobre una infidelidad de su esposa. Guillermo era consciente de la rectitud de su matrimonio, por lo que confiaba plenamente en Evelin, con quien se habían casado enamorados hacía doce años. Ella era una mujer brillante, excelente médica y muy compañera, por lo tanto no podía creer en esos recados anónimos y evidentemente malintencionados.

Más tarde se acercó la joven Corina Hernández, Gerente de Recursos Humanos, haciéndole oír un audio de whatsapp que, extrañamente, o tal vez por algún error, había recibido en su celular, y tímidamente le aconsejó que, siendo un asunto muy serio, debería hacer algo al respecto. El mensaje esta vez era más explícito y decía: “Guillermo: En la tarde de hoy encontrarás en tu hogar al amante de tu esposa, el que le come la piel y te usa hasta las pantuflas”. ¡Sos un cornudo!

Su reacción al principio fue de cierto descreimiento, tal vez fingido, pero después lo invadió la creciente incertidumbre que lo derivó a tamborilear sus dedos en el escritorio, y espontáneamente Guillermo estalló con sus ojos brillantes por el odio. Interrumpiendo sus tareas se precipitó exasperado a su hogar, pues debía salir de la duda que ya lo mortificaba en demasía. Mientras conducía a gran velocidad, también se aceleraban sus conjeturas, y algo trémulo estirando su mano hacia la guantera tomó la pistola que, por seguridad, conservaba ahí desde que había sido secuestrado un par de años atrás y por lo cual se había entrenado para defenderse a cualquier precio, sin límites. Decididamente la acomodó en su cintura. Imaginó mil cosas y entre ellas cómo los encontraría a los dos, en su dormitorio, en un frenesí sexual burlándose de él, y vibrando nerviosamente solo le brotaban ideas de venganza. Para entonces ya había perdido cualquier esperanza de que todo fuese una maldita mentira.

Cuando llegó a su casa abrió la puerta sigilosamente y se encaminó hacia el dormitorio, pero antes de llegar, desde la puerta del baño se asomó un hombre desconocido para él, con el torso descubierto y mojado… quien amablemente le dijo: “buenas tardes, señor”.

“¿Buenas Tardes me decís? ¡Cínico degenerado!” -le gritó Guillermo porque no podía creerlo- . Entonces enfureció más aún y automáticamente Empuñó el arma al tiempo que lo insultaba con el odio que le brotaba del alma. Lo empujó hasta el lecho matrimonial sorprendiendo a Evelin que se encontraba formalmente vestida, y que solo atinó a decirle: “¡Willy, mi amor…! Guillermo sin pedir explicación alguna ante lo obvio, exclamó a gritos “¡Yo te quería, yo te amaba!” mientras vaciaba el cargador de la pistola en los dos cuerpos que plasmaban la infidelidad.

Excitado y enloquecido corrió hasta el auto y partió sin saber adonde. A medida que iba tomando conciencia de la gravedad del problema en el que se había metido y las inexorables consecuencias, solo atinaba a acelerar su marcha, como huyendo de su propio destino. Guillermo era un destacado y muy conocido empresario por lo cual contaba con influyentes amistades, y esta vez desfilaban por su mente los vinculados a la justicia, como para ser asesorado e implorarles ayuda.

Horas más tarde sonó su celular… la voz de Corina, su empleada preocupada preguntaba por él. Guillermo le contó la desgracia sucedida, ella no dudó en ofrecerle su ayuda incondicional, y ante la imperiosa necesidad de las circunstancias la aceptó y combinaron un lugar de encuentro, inicialmente para cambiar el auto y luego refugiarse sabiendo que lo buscarían por doquier. Así comenzaron a esconderse, huyendo de un lado al otro del país. Corina abandonó todo por ayudarlo pese a que sólo los vinculaba la actividad de la empresa, y él conmovido seguía paso a paso las noticias policiales de Buenos Aires, a donde quizás ya nunca más regresaría.

Guillermo estaba íntimamente destruido habiendo pasado varios días muy conmovido por el suceso, mientras ella hacía lo imposible por recuperarle su ánimo, hasta llegar a dormir gustosamente en sus brazos… Pese a que él estuviese mentalmente ausente

Ya en la ciudad de Posadas en la provincia de Misiones, habían conseguido alojarse en el departamento de un amigo que en realidad más que amigo era un viejo cliente de su empresa. Era bioquímico propietario de un laboratorio de zoonosis que básicamente se dedicaba a la elaboración de suero antiofídico, un elemento de suma utilidad en aquella zona selvática. El amigo ignoraba la situación real que los comprometía, y como residía a unos kilómetros de ahí en Puerto Pipó, les había asignado a manera de intermediario y asistente al joven Ramón, un rudo muchacho de origen guaraní, quien se dedicaba a capturar y trasladar en una camioneta ofidios al laboratorio.

Cuando abrió el diario del domingo, Guillermo enmudeció anonadado al leer en la sección policial donde se detallaban las investigaciones del doble crimen cometido en el Country Las Gaviotas de Escobar. Dos homicidios sin sentido, todo un enigma, el de la infortunada médica Evelin Cortés y el plomero Ramón Vilas, quien fuera acribillado en momentos en que se encontraba reparando la ducha del baño…

El principal sospechoso resultó ser el empresario Guillermo Valdivia, marido de la víctima, cuyo paradero hasta el momento se desconoce, por lo cual el juez interviniente ha solicitado su captura.

También se ilustraba que mediante las investigaciones de la policía científica se había podido establecer que los mensajes vía correo electrónico y whatsapp recibidos por el sospechoso, habrían sido emitidos desde su propia empresa “Intercambio”, y la titular del teléfono también se hallaba misteriosamente desaparecida…

¡Corina!, ¡Corina, ha sido cosa de ella! -gritó Guillermo-. Como esta mujer momentáneamente estaba ausente, él se tomó su cabeza con ambas manos mientras lloraba angustiosamente. Sopesaban en su conciencia la imagen vendida como de distinguida reputación de un hombre de bien y prestigioso empresario, contrastando con su actual condición de asesino prófugo de la ley, aunque lo que le resultaba inadmisible era la propia e injusta actitud homicida sobre la mujer más amada de su vida, sin dejar de lado la muerte del inocente trabajador. Entonces pensó que debía pagar su extremada torpeza, la cual solo Dios podría comprender y perdonar.

Meditó una y mil veces los pasos a seguir, analizando el macabro suceso del cual se responsabilizaba, al ser un tipo impetuoso y violento, sin capacidad de reflexionar previamente, causa por la cual cometió tan injusta y despiadada acción. Pero también sumaba la incitación traicionera manifestada con malicia por quien lo había exaltado mediante falsas misivas a cometer lo peor, con el fin de obtener un rédito personal, ambicioso e inconfesable, una persona que no podía ser ajena a la ley y que debería responder por su culpabilidad. Finalmente optó por llamar al asistente Ramón para que viniera a fin de mantener una charla. Cuando se reunieron, Guillermo le explicó que necesitaba un par de favores muy grandes de su parte, mientras le mostraba un manojo de dólares. El recio muchacho abrió grandes sus ojos prestándole atención.

“El primer encargo que te hago… a ver si me entendés…-continuó Guillermo- es que necesito que me consigas un auto porque el mío lo perdí en el camino, y tengo que salir mañana mismo de viaje…”

Ramón lo interrumpió al tiempo que le recibía el dinero, asegurando que le conseguiría el modelo y color que le pidiese. Luego fueron ultimando algunos otros significativos detalles que le proponía, aprovechando la actividad laboral del muchacho, mientras tomaban un café acompañados por el conocido tamborileo de los dedos de Guillermo.

Al empresario ya abatido, lo mantenía muy nervioso el remordimiento porque se le presentaba la imagen de Evelin, la mujer que más amó, mirándolo asustada, sin entender nada, mientras él le disparaba con su arma. Le inquietaba terriblemente saber cómo haría para soportar esa impresionante tortura por el resto de su vida, y encima con el agravante de estar en alguna inmunda cárcel cumpliendo cadena perpetua…

Al siguiente mediodía Guillermo se contactó con la Fiscalía en Buenos Aires, informando que asumía su `plena responsabilidad sobre el hecho y que se mantenía oculto en Misiones, pero que a la brevedad emprendería su regreso para ponerse a disposición de la justicia.

Así fue que las noticias en todos los medios al día siguiente informaban sobre un trágico e insólito accidente en la ruta 14, con la muerte del empresario prófugo Guillermo Valdivia, el homicida confeso, cuando su vehículo cayó inexplicablemente al vacío desde un puente. También se hacían referencias a las averiguaciones en la ciudad de Posadas para determinar la relación entre el empresario y la desaparecida señorita Corina Hernández, Gerente de Recursos Humanos de la empresa citada, cuyo cadáver desnudo se halló sobre la cama, encerrado en una habitación del segundo piso con la única compañía de una víbora yarará.

 

 

Autor: Edgardo González. Buenos Aires, Argentina.

ciegotayc@hotmail.com

 

 

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